No habían
desayunado aún cuando Gavrila miró por la ventana y dijo, bajando la voz sin saber por qué:
-¡Ahí viene
Prójor!
Entró el
cosaco, y en verdad que tal no parecía por su vestimenta extraña. En sus pies crujían unas botas inglesas herradas y llevaba un abrigo de corte raro, que sin duda había sido de otra persona por lo
mal que le sentaba.
-Buena salud
tengas, Gavrila Vasílich…
-Si Dios
quiere, muchacho… Pasa y siéntate.
Prójor se
quitó el gorro, saludó a la vieja y tomó asiento en el banco, en sitio de honor.
-¡Vaya cómo se
ha puesto el tiempo! Ha caído tanta nieve que no se puede dar un paso…
-Es verdad que
este año ha nevado temprano… Antes, el ganado salía a pastar todavía en esa época…
Hubo un minuto
de angustioso silencio. Gavrila, fingiendo indiferencia y firmeza, observó:
-Has
envejecido, muchacho, allá por tierras extrañas.
-Como que no
había razones para rejuvenecer, Gavrila Vasílich -sonrió Prójor.
La vieja
arriesgó:
-A nuestro
Petró…
-¡Calla,
mujer!… -la reprendió severamente Gavrila-. Deja que se reponga del frío… Ya tendrás tiempo… de enterarte…
Volviéndose
hacia el visitante, preguntó:
-¿Y que tal la
vida , Prójor?
-Poco bueno
puedo decir. He vuelto por fin a casa como un perro perniquebrado, y le doy gracias a Dios.
-Vaya, vaya…
De manera que no se vive muy allá donde los turcos, ¿eh?
-El que
llegaba a atar cabos podía darse por contento -Prójor tamborileó con los dedos sobre la mesa-. Pues también tú, Gavrila Vasílich, has envejecido de lo lindo. Tienes la cabeza casi blanca. ¿Cómo viven
aquí con el poder ese soviético?
-Esperando al
hijo… para que ampare los últimos días de estos viejos… -sonrió Gavrila con una mueca.
Prójor apartó
apresuradamente la mirada. Gavrila se dio cuenta de esto y preguntó áspera y abiertamente:
-¿Dónde está
Petró, di?
-¿No les han
llegado rumores?
-Rumores,
corren muchos -atajó Gavrila.
Prójor se
enrolló en los dedos los flecos sucios del tapete y tardó en hablar.
-Allá por
enero… sí, en enero fue…, estaba nuestra sótnia cerca de Novorossíysk… Una ciudad que hay junto al mar. Conque, allí estábamos, como suele estar en estos casos…
-¿Le han
matado? -inquirió Gavrila en un susurro, inclinándose.
Como si no
hubiera oído la pregunta, Prójor calló sin levantar la vista.
-Allí
estábamos, y los rojos empujaban hacia las montañas para juntarse con los verdes, los suyos que andan por los bosques. Entonces, a tu Petró lo mandó el atamán ir de patrulla… Teníamos de comandante
al suboficial Sénin… Entonces ocurrió…
Junto a la
estufa, se estrelló sonoramente contra el suelo un perol. Extendidas las manos hacía delante, la vieja se dirigía a la cama con la garganta desgarrada por un grito.
-¡Déjate de
plañidos! -lanzó rabioso Gavrila y, acodado en la mesa, mirando fijamente a Prójor, profirió lenta y cansinamente-: ¡Termina de una vez!
-¡Lo mataron a
sablazos! -exhaló Prójor en un grito y, pálido, se incorporó buscando el gorro a tientas sobre el banco-. A sablazos… mataron a Petró… Se habían detenido cerca de un bosque para que respiraran los
caballos, y él le aflojó la cincha al suyo. En esto salieron los rojos del bosque… -Prójor se atragantaba con las palabras y arrugaba el gorro entre las manos trémulas-. Petró se agarró al arzón para
montar, pero la silla resbaló bajo la barriga del caballo… Era un caballo fogoso… No pudo retenerlo, y allí se quedó… ¡Eso es todo!
-¿Y si yo no
me lo creo? -articuló Gavrila.
Sin volver la
mirada, Prójor fue presuroso hacia la puerta.
-Allá usted,
Gavrila Vasílich… Yo, francamente… Digo la verdad… La pura verdad… Lo vi con mis ojos…
-¿Y si yo no
me lo quiero creer? -rugía broncamente Gavrila amoratado. Los ojos se le habían llenado de sangre y de lágrimas. Después de desgarrar el cuello de la camisa avanzaba con el pecho velludo hacia Prójor
sobrecogido y gemía, echada para atrás la cabeza sudorosa-: ¿Matarme al hijo único? ¿A nuestro sostén? ¿A mi Petró? ¡Mientes, hijo de perra! ¿Me oyes? ¡Mientes! ¡No te
creo!…
Y por la
noche, con la zamarra sobre los hombros, salió de la casa, llegó hasta la era haciendo crujir la nieve bajo las botas de fieltro y se detuvo junto a un almiar.
De la estepa
soplaba el viento trayendo polvo de nieve. La oscuridad, negra y rigurosa, se acumulaba en los guindos desnudos.
-¡Hijo! -llamó
Gavrila a media voz. Aguardó un poco y, sin moverse, sin volver la cabeza, llamó de nuevo-: ¡Petró! ¡Hijo mío!…
Luego se
tendió de bruces sobre la nieve pisoteada al lado del almiar y cerró los ojos dolorosamente.
*
En el pueblo
se hablaba de la contingencia alimenticia y de las tropas de los blancos que subían desde el curso inferior del Don. En el Comité local, durante las reuniones, corrían en voz baja las noticias; pero
el abuelo Gavrila no había puesto nunca el pie en el destartalado portal del Comité -no tenía necesidad ni interés alguno de ir allí- y, por eso, desconocía muchas cosas. Le extrañó que un domingo,
después de la misa, se presentara a su casa el presidente del Comité acompañado de tres hombres con cortas zamarras y fusiles.
El presidente
estrechó la mano de Gavrila y, en seguida y abrupto, como un mazazo:
-Di la verdad,
viejo, ¿tienes grano?
-¿Te has
creído que nos mantenemos solamente del Espíritu Santo?
-Déjate de
pullas, y di claramente dónde está el grano.
-En el
granero. ¿dónde ha de estar?
-Vamos
allá.
-¿Y podría yo
saber qué tienen ustedes que ver con mi grano?
Uno alto,
rubio, que parecía el jefe, dijo pegando taconazos en el suelo para combatir el frío:
-Requisamos
los excedentes de los privados para el Estado. Por el sistema de contingentación. ¿No has oído hablar de eso, viejo?
-¿Y si no lo
doy? -inquirió Gavrila con voz bronca mientras la inquina crecía dentro de él.
-¿Si no lo
das? Lo llevaremos igual sin tu consentimiento, viejo porfiado.
Después de
consultar a media voz con el presidente se metieron, así no más, en el granero dejando en el trigo limpio, cobrizo, pegotes de nieve que se desprendían de sus botas. El rubio dispuso, encendiendo un
cigarrillo:
-Dejen lo
justo para simiente y para el consumo, y lo demás se requisa.
Tasó con
mirada entendida la cantidad de trigo y se volvió hacia Gavrila:
-¿Cuántas
desiátinas piensas sembrar?
-¡Un cuerno
voy a sembrar!… -resopló Gavrila tosiendo y con una mueca temblorosa-. ¡Llévenselo todo, canallas malditas! ¡Saquear a la gente! ¡Todo para ustedes!
-¿Te has
vuelto loco o qué, Gavrila? ¡Cálmate, viejo Gavrila!… -instaba el presidente agitando una manopla en dirección al abuelo.
-¡Así
revienten ustedes con el bien ajeno! ¡Zámpenselo todo!…
El rubio se
arrancó de una guía del bigote un carámbano que se deshelaba, lanzó de soslayo una mirada sabelotodo y burlona a Gavrila y dijo con tranquila sonrisa:
-¡No te pongas
así, viejo! Con gritar no se consigue nada. ¿Por qué pegas esos chillidos? ¡Ni que te hubieran pisado el rabo!… -y, frunciendo el ceño, quebró de pronto la voz-: Deja la lengua quieta. Y si es
demasiada larga, te la guardas entre los dientes antes que te la corten por agitación antisoviética… -sin terminar la frase, pegó una palmada en la funda amarilla de su revolver que tiraba de su
cinto y concluyó, ya más blando-: ¡Que lo lleves hoy mismo al punto de acopio!
No podría
decirse que el viejo cosaco se amedrentara. Pero la voz segura y neta le hizo perder bríos al comprender que, en efecto, gritando no se conseguía nada. Con ademán evasivo, se dirigió hacia el portal.
No había llegado a la mitad del patio cuando lo sobresaltó un grito ronco y feroz:
-¿Dónde están
los comisarios?
Gavrila volvió
la cabeza… Al otro lado de la cerca giraba un jinete sobre un caballo encabritado. El presentimiento de algo extraordinario le puso un temblor bajo las rodillas. No había tenido tiempo de abrir la
boca cuando el jinete, al ver a los rojos junto al granero, aplacó de golpe al caballo, y, moviendo imperceptiblemente un brazo, se quitó el fusil del hombro.
Restalló un
disparo, y en el silencio que le siguió por un instante y llenó el patio, chascó netamente el cerrojo y la vaina salió despedida con un breve susurro.
Pasó el
momento de estupor: pegado al quicio, el rubio tardó un tiempo horriblemente largo en sacar con mano temblorosa el revolver de su funda; el presidente se lanzó dando saltos de liebre hacia la era a
través del patio; uno de los otros rojos, rodilla en tierra, disparó todo un cargador de su carabina contra la papája cosaca negra y peluda que se mecía al otro lado de la cerca. Invadieron el patio
los chasquidos de los disparos. Gavrila arrancó a duras penas los pies de la nieve, a la que parecían adheridos, y echó una pesada carrerilla hacia el portal. Al volver la cabeza vio que los tres de
las zamarras amarillas, los del Comité, corrían por separado, dispersos, hacia la era atascándose en la nieve y que por el portón abierto de par en par irrumpían unos
jinetes.
El primero,
con kubánka, se encorvó pegándose al arzón de su potro alazán e hizo girar la sháshka sobre su cabeza. Ante Gavrila se agitaron como alas de cisnes los extremos de su bashlík blanco y le saltó a la
cara nieve arrancada por los cascos del caballo.
Recostado sin
fuerza contra la barandilla tallada, Gavrila vio que el potro alazán saltaba la cerca encogiendo las patas y se ponía a girar, encabritado, junto a una hacina de paja de cebada comenzada y que su
jinete, inclinándose desde la silla, descargaba dos sablazos cruzados sobre uno que se arrastraba a gatas…
En la era se
escuchaba ruido entrecortado y confuso, ajetreo, luego un grito prolongado y desgarrador. Al poco, sonó sordamente un disparo aislado. Las palomas, que después de revolotear asustadas por el tiroteo
habían vuelto a posarse sobre el tejado del cobertizo, se remontaron hacia el cielo como una perdigonada de color violeta. Los cosacos echaron pie a tierra en la era.
Por el pueblo
flotaban persistentes voces de bronce. Pásha el bobo había trepado al campanario y, con su escaso cacumen, soltaba todas las campanas a vuelo en alegre repique pascual.
Se acercó a
Gavrila el de la kubánka y el bashlík blanco sobre los hombros. Su rostro arrebatado y sudoroso tenía un tic nervioso, y las comisuras de los labios le colgaban húmedas de
saliva.
-¿Tienes
avena, abuelo?
Gavrila se
apartó trabajosamente del portal. Abrumado por lo que acababa de ver, no podía mover la lengua paralizada.
-¿Te has
quedado sordo o qué? Te pregunto que si tienes avena. Trae acá un saco.
No habían
conducido aún a los caballos hasta el dornajo de grano cuando irrumpió otro jinete por el portón:
-¡A caballo!…
Baja infantería roja del monte…
Maldiciendo,
el de la kubánka embridó al potro cubierto de sudor humeante y estuvo frotando con nieve el puño de la manga derecha, embadurnado de escarlata.
Del patio
salieron cinco jinetes, y Gavrila reconoció, amarrada por unas correas a la silla del último, la zamarra amarilla del rubio con chafarrinones de sangre.
*
Hasta por la
tarde tronaron disparos en el barranco de los endrinos, detrás del altozano. En la stanitsa, el silencio estaba encogido como un perro apaleado. Azuleaba el crepúsculo cuando Gavrila se decidió a ir
a la era. Entró por el postigo abierto de par en par y vio que en el seto colgaba, caída la cabeza, el presidente del Comité tal y como lo había alcanzado la bala. Los brazos pendientes parecían
querer recoger el gorro tirado al otro lado del seto.
Junto a una
hacina, en la nieve salpicada de broza y tamo, yacían alineados los tres de la requisa sin más ropa que la interior. Contemplándolos, Gavrila no experimentó ya en el corazón estremecido de horror la
inquina que anidaba en él desde por la mañana. Le parecía un disparate, una pesadilla, que en la era donde andaban las cabras de los vecinos hurtando paja yacieran ahora hombres muertos. De ellos y
de los charcos de sangre, helada en burbujas después de haber derretido la nieve, se exhalaba ya un leve olor a cadáver.
El rubio yacía
con la cabeza torcida de extraña manera y, de no haber sido por lo hundida que la tenía en la nieve, se habría podido pensar que descansaba acostado por la forma tan natural en que tenía cruzadas las
piernas una encima de la otra. El segundo, mellado y con bigote negro, estaba encorvado, con la cabeza metida entre los hombros y una mueca intolerante y rabiosa. El tercero, sepultada la cabeza en
la paja, daba la impresión de nadar inmóvil sobre la nieve, de tanta fuerza y tanta tensión como había en el despliegue de sus brazos inmovilizados por la muerte.
Gavrila se
inclinó sobre el rubio, observando el rostro renegrido, y se estremeció de compasión: yacía ante él un muchacho de unos diecinueve años y no el comisario de contingencia alimenticia, severo y de
mirada punzante. Bajo el bozo amarillo, la escarcha recalcaba junto a los labios un pliegue doloroso. Solo la frente estaba cruzada por una arruga oscura, profunda y
severa.
Sin objeto,
Gavrila posó la mano sobre el pecho descubierto, y se tambaleó de la sorpresa: a través del frío que estremecía, la palma había percibido un atisbo de calor…
La vieja ahogó
un grito y retrocedió santiguándose hacia la estufa cuando Gavrila trajo sobre sus espaldas, carraspeando y gimiendo, el cuerpo anquilosado, renegrido de la sangre.
Gavrila lo
tendió encima del banco, lo lavó con agua fría y estuvo friccionándole las piernas, los brazos y el pecho con un áspero calcetín de lana hasta quedar rendido y sudoroso. Luego aplicó el oído al pecho
aterido y captó a duras penas los latidos sordos y muy espaciados del corazón.
*
Llevaba más de
tres días tendido en la sala, lívido, semejante a un difunto. Una cicatriz, roja de la sangre coagulada, le cruzaba la frente y una mejilla. Bajo las vendas prietas, el pecho levantaba la manta al
aspirar el aire con ronco estertor.
Gavrila le
metía todos los días en la boca su índice agrietado y calloso, separaba con cuidado los dientes encajados valiéndose de la punta de una daga, y la vieja le vertía por un junco leche tibia y caldo de
huesos de cordero.
Al cuarto día,
asomó desde por la mañana arrebol a las mejillas del rubio. Al mediodía, su rostro ardía como una mata de escaramujo después de una helada; estremeció su cuerpo un fuerte temblor y bajo la camisa
brotó un sudor frío y viscoso.
Desde entonces
comenzó a delirar a media voz, intentando levantarse de la cama. Día y noche lo velaban Gavrila y la vieja por turno.
En las largas
noches invernales, cuando el viento soplaba desde el Don, removía el cielo renegrido y desparramaba las nubes frías a ras de la stanitsa, Gavrila permanecía junto al herido caída la cabeza en las
manos, escuchándolo delirar y referir algo con incoherencia y deje extraño en el que acentuaba la “o”; contemplaba largamente el triángulo tostado del sol en su pecho y los párpados azules de los
ojos cerrados que subrayaban grises semicírculos. Y cuando de los labios exangües fluían largos gemidos, una orden ronca o juramento soeces y la ira y el dolor desfiguraban el rostro, las lágrimas se
agolpaban en el pecho de Gavrila. En esos momentos lo embargaba una importuna compasión.
Veía Gavrila
que cada día, cada noche de insomnio, palidecía y se consumía junto a la cama la vieja. Advertía también lágrimas en sus mejillas surcadas de arrugas, y comprendió, o mejor dicho intuyó con el
corazón, que el amor a Petró, al hijo muerto, no mitigado por las lágrimas, se había volcado con todo su ardor sobre aquel hijo extraño, postrado, al que la muerte había besado
ya…
Una vez se
acercó a casa de Gavrila el comandante de un regimiento del Ejército Rojo que pasaba por la stanitsa. Dejó el caballo junto al portón con el ordenanza y subió él solo al portal, muy aprisa, haciendo
sonar la sháshka y las espuelas. En la sala se quitó el gorro y permaneció un buen rato callado, junto a la cama. Por el rostro del herido vagaban sombras pálidas y de sus labios que abrasaba la
fiebre fluía saliva sanguinolenta. El oficial inclinó la cabeza prematuramente encanecida y, ensombrecido, mirando a un punto aparte de los ojos de Gavrila, dijo:
-Cuida de este
camarada, viejo.
-Lo cuidaremos
-afirmó Gavrila.
Corrían los
días y las semanas. Pasaron las Navidades. Al día decimosexto abrió el rubio por primera vez los ojos, y Gavrila oyó una voz tenue y áspera.
-¿Eres tú,
viejo?
-Sí, soy
yo.
-¿Me han dado
duro, eh?
-Dios nos
libre de algo igual…
En la mirada,
transparente y vaga, capto Gavrila una ironía benigna.
-¿Y los
muchachos?
-A esos… los
enterraron en la plaza.
Callado, movió
los dedos sobre el edredón y se puso a mirar las tablas sin pintar del techo.
-¿Cómo te
llamas? -preguntó Gavrila.
-Nikolay.
-Pues nosotros
te llamaremos Petró… Como el hijo que teníamos… Petró… -explicó Gavrila.
Después de
pensar un poco quiso preguntar algo más, pero percibió una respiración acompasada y, haciendo equilibrios con los brazos, se apartó de puntillas de la cama.
La vida volvía
a él lentamente, como a desgana. Al mes levantaba con dificultad la cabeza de la almohada y se le habían hecho llagas en la espalda.
Cada día
notaba Gavrila con espanto que le tomaba cariño al nuevo Petró mientras la imagen del primero, del suyo, se difuminaba y se volvía opaca como el reflejo del sol poniente en una ventanilla de mica. Se
esforzaba por reavivar la angustia y el dolor de antes, pero lo anterior se alejaba más y más, y Gavrila se sentía avergonzado y violento por ello… Salía al corral, donde se pasaba horas trajinando,
pero al recordar que la vieja estaba junto a la cama de Petró experimentaba un sentimiento de celos. Volvía a la casa, daba vueltas sin decir nada junto a la cabecera, retocaba con dedos rebeldes la
funda de la almohada y, al advertir la mirada enfadada de la vieja, se sentaba sumisamente en el banco y se quedaba quieto.
La vieja hacía
tomar a Petró grasa de marmota y también infusiones de hierbas medicinales recogidas cuando florecen en mayo. Ya fuera por eso, ya porque la juventud podía más que los males, el caso es que las
heridas se cicatrizaban, la sangre teñía las mejillas redondeadas, y sólo el brazo derecho, con el hueso partido cerca del hombro, no acababa de curarse: se conoce que no recobraría su
validez.
Sin embargo, a
la segunda semana después de la Cuaresma pudo sentarse Petró por primera vez en la cama sin ayuda de nadie y, asombrado de su propia fuerza, estuvo mucho rato sonriendo
incrédulo.
Por la noche,
en la cocina, tosiendo en el rellano de la estufa, Gavrila preguntó en voz baja:
-¿Estás
dormida?
-¿Qué
quieres?
-Parece que el
chico se repone… Saca mañana del baúl los pantalones de Petró… Prepárale toda la ropa… Porque él no tiene nada que ponerse.
-¡Ya lo sé,
hombre! Esta tarde la he sacado toda.
-¡Mírala que
lista!… ¿Y has sacado el abrigo de pelliza?
-Claro,
hombre. No va a salir el muchacho a cuerpo.
Gavrila
rebulló acomodándose y se iba a quedar ya traspuesto, cuando algo que le acudió a la mente le hizo levantar la cabeza triunfante:
-¿Y la papája?
¿A que te has olvidado de la papája, vieja pánfila?
-¡Déjame ya!
Cuarenta veces habrás pasado por delante sin verla. En el clavo está colgada desde ayer…
Gavrila
carraspeó contrariado y calló.
La inquieta
primavera agitaba ya el Don. El hielo se había renegrido, como roído por los gusanos, y se henchía, esponjándose. El monte estaba calvo. La nieve se había replegado de la estepa a los barrancos y las
quebradas. La región del Don se deleitaba bajo el alud de sol que la inundaba. El viento traía a grandes bocanadas de la estepa los olores del amargor renaciente del
ajenjo.
Corrían los
últimos días de marzo.
*
-¡Hoy me
levantaré, padre!
Aunque todos
los combatientes que habían transpuesto el umbral de la casa de Gavrila solían llamarle padre al considerar su cabello pulcramente blanqueado por las canas, Gavrila percibió esta vez un matiz cálido
en el tono de la voz. Ya fuera figuración suya, ya que Petró pusiera efectivamente cariño filial en aquella palabra, Gavrila se puso todo rojo, empezó a toser y, disimulando la confusa alegría,
murmuró:
-¡Ya es la
hora, Petró! Llevas más de dos meses en cama…
Salió Petró al
portal moviendo las piernas como si fueran zancos, y estuvo a punto de ahogarse de la cantidad de aire que el viento le metió en los pulmones. Gavrila lo sostenía por detrás y la vieja se aspaventaba
junto a la puerta enjugándose las lágrimas.
Al pasar
delante del cobertizo con el tejado torcido preguntó el nuevo Petró:
-¿Llevaste
entonces el grano?
-Sí… -rezongó
Gavrila.
-Hiciste bien,
padre.
Y otra vez
llevó la palabra “padre” calor al pecho de Gavrila. Cada día caminaba lentamente Petró por el patio cojeando y apoyándose en una muleta. Y, desde donde estuviera -desde la era o desde debajo del
cobertizo-, Gavrila acompañaba al nuevo hijo con mirada inquieta y anhelante, a que no fuera a tropezar y a caerse.
Hablaban poco.
Dos días después de la primera salida de Petró al patio, Gavrila preguntó cuando se disponía a acostarse en el relleno de la estufa:
-¿Tú, de dónde
eres, hijo?
-Del
Ural.
-¿Campesino?
-No. Soy
obrero.
-¿Qué quieres
decir? ¿Tienes un oficio como el de zapatero o tonelero?
-No, padre. Yo
trabajaba en una fábrica. En una fundición. Desde pequeño.
-¿Y cómo fue
eso de ponerte a requisar el grano a la gente?
-Me mandaron
del ejército.
-¿Tenías allí
algún grado, como los comisarios esos?
-Sí.
Costaba
trabajo hacer la pregunta, pero ella sola se formaba:
-¿Esto
significa que eres del partido ese?…
-Sí. Soy
comunista -contesto Petró con franca sonrisa.
Y, quizás por
aquella sonrisa sincera, no le pareció ya terrible a Gavrila la palabra extraña. Aprovechando el momento, la vieja inquirió con viveza:
-¿Y tienes
familia, hijito?
-Ni un alma…
Estoy solo como la luna en el cielo.
-¿Se murieron
tus padres?
-Yo era
todavía un crío, tendría unos siete años…, cuando mataron a mi padre estando borracho. En cuanto a mi madre, no sé por dónde anda…
-¡Vaya, hija
de perra! ¿Y te dejó abandonado, pobre de ti?
-Se marchó con
un aparejador. Y yo me crie en la fábrica.
Gavrila se
sentó en relleno con las piernas colgando y, después de un largo silencio, habló clara y lentamente:
-Entonces,
hijo, ya que no tienes a nadie, quédate con nosotros… Teníamos un hijo, y por eso te llamamos Petró a ti… Pero, lo hemos perdido. En la guerra. Ahora nos hemos quedado solos la vieja y yo… En estos
meses hemos padecido tanto por ti que seguramente por eso nos hemos encariñado contigo. Aunque es sangre ajena la tuya -no eres cosaco- sufrimos por ti como si fueras hijo nuestro… ¡Quédate!
Sacaremos el sustento de esta tierra nuestra del Don que es fértil y generosa… Te acabaremos de curar, te casaremos… Yo he vivido ya lo mío. Hazte ahora tú cargo de la hacienda. Por mí, sólo te pido
que respetes nuestra vejez y no nos niegues el pan cuando no podamos valernos… No abandones a estos viejos, Petró…
Detrás del
horno se oía el canto chirriante y monótono de un grillo.
Las
contraventanas gemían, batidas por el viento.
-Mi vieja y yo
hemos empezado incluso a buscarte novia… -Gavrila guiñó un ojo con fingida alegría, pero una sonrisa lamentable torció los labios trémulos.
Petró tenía
los ojos clavados a sus pies en el suelo desigual y con la mano izquierda pegaba unos golpes secos en el banco. Resultaba un ruido inquietante y espaciado: tuc-tic-tac, tuc-tic-tac…
tuc-tic-tac…
Se conoce que
estaba pensando la respuesta. Cuando tomó una decisión, dejó de golpear y sacudió la cabeza:
-Yo me
quedaría encantado, padre, pero ya ves que no puedo ser de mucho provecho en el trabajo… Este maldito brazo, que es el que da de comer, no acaba de curarse. De todas maneras, trabajaré lo que me
permitan las fuerzas. Pasaré aquí el verano, y luego veremos.
-Y luego puede
que te quedes del todo -concluyó Gavrila.
Bajo el pie de
la vieja, la rueca se puso a zumbar y bordonear con alegría enrollando la lana fibrosa en el huso.
No sé si
arrullaba con su runrún rítmico o si prometía una vida dichosa.
*
A la primavera
siguieron días abrasados por el sol, greñudos y canosos del compacto polvo de la estepa. Hacía buen tiempo. El Don, turbulento como de joven, se encrespaba en olas melenudas. La riada llegaba a las
casas extremas de la stanitsa. Las márgenes verdigrises saturaban el viento con el olor meloso de los álamos en flor, y, en un prado, se matizaba del color rosado de la aurora un lago cubierto de
pétalos de manzano silvestre. Por las noches surcaban el cielo fulguraciones de blancura virginal, y las noches eran breves como sus ramalazos de luz. Los bueyes no tenían tiempo de descansar de la
larga jornada. En los prados pastaba el ganado, despeluchado y con el costillar marcado bajo la piel.
Gavrila y
Petró se pasaron una semana en la estepa: araban, rastrillaban, sembraban, dormían debajo del carro, tapados con la misma pelliza, pero nunca hablaba Gavrila de que el nuevo hijo lo había vinculado
con sólido lazo invisible. Rubio, alegre, trabajador, había relegado la imagen del difunto Petró. Gavrila iba recordándolo con menos frecuencia. El trabajo no dejaba lugar para los
recuerdos.
Los días
transcurrían con paso furtivo e inadvertido. Llegó el momento de segar.
Un día se puso
Petró a reparar la segadora. Con destreza que sorprendió a Gavrila, montó las cuchillas en la forja e hizo un bastidor nuevo en lugar del que se había roto. Anduvo con la segadora a vueltas desde por
la mañana y, al crepúsculo, se marchó al Comité: lo habían convocado a una reunión. La vieja, que había ido por agua, trajo entonces del correo una carta. El sobre estaba manoseado y arrugado. Venía
dirigido a Gavrila, con una nota: “Para entregar al camarada Nikolay Kosij.”.
Angustiado por
una confusa inquietud, Gavrila estuvo mucho rato dándole vueltas al sobre de letras borrosas trazadas a grandes rasgos con lápiz tinta.
Lo levantaba y
lo miraba al trasluz, pero el sobre guardaba celosamente el secreto ajeno, y Gavrila notaba, sin querer, creciente rabia contra aquella carta que alteraba la calma
habitual.
Tuvo un
momento la idea de romperla; pero, después de pensarlo un poco, decidió entregársela a Petró. En el portón mismo lo acogió con la noticia:
-Ha llegado
una carta de no sé dónde para ti, hijo.
-¿Para mí? -se
sorprendió Petró.
-Sí. Anda a
leerla.
Después de
encender la luz de casa, Gavrila observaba con mirada atenta e inquisitiva el rostro gozoso de Petró mientras leía la carta. No pudo reprimir la pregunta:
-¿De dónde
es?
-Del
Ural.
-¿Y quién te
escribe? -curioseó la vieja.
-Los
compañeros de la fábrica.
Gavrila se
puso sobre aviso.
-¿Qué te
dicen?
Los ojos de
Petró perdieron su brillo, oscureciéndose, y contestó de mala gana:
-Que vuelva a
la fábrica… Piensan ponerla en marcha. Desde el año diecisiete está parada.
-¿Cómo es
eso?… ¿Y vas a marcharte? -preguntó sordamente Gavrila.
-No
sé…
*
Petró iba
quedándose demacrado y perdiendo el color. Gavrila le oía suspirar y removerse en la cama por las noches. Después de larga reflexión comprendió que Petró no se quedaría a vivir en la stanitsa, que no
removería con el arado la tierra negra virgen de la estepa. La fábrica que había criado a Petró se lo robaría tarde o temprano, y volvería el negro discurrir de los días tristes y adustos. De buena
gana habría desbaratado Gavrila ladrillo a ladrillo la fábrica aborrecida, la habría arrasado para que crecieran en ella las ortigas y se multiplicaran las malas
hierbas.
Al tercer día,
en la siega, habiendo coincidido con Gavrila en el campamento para beber agua, habló Petró:
-¡No puedo
quedarme, padre! Me iré a la fábrica… Me tira, no me deja sosiego…
-¿Tan mal
vives aquí?
-No es eso…
Nuestra fábrica, cuando llegó Kolchak con sus tropas, la defendimos semana y media. A nueve de los nuestros los ahorcaron los de Kolchak en cuanto ocuparon el poblado. Y, ahora, los obreros que han
vuelto del ejército están poniéndola otra vez en pie… Pasan un hambre feroz ellos y sus familias, pero trabajan… ¿Cómo puedo vivir yo aquí? ¿Y la conciencia?
-¿Y de qué vas
a servirles allí? No tienes válido el brazo.
-¡Qué cosas
tan raras dices, padre! Allí tienen valor todos los brazos.
-No te
retengo. ¡Márchate!… -dijo Gavrila fingiendo ánimos que no tenía-. Pero a la vieja, engáñala… Dile que volverás… Que estarás allí una temporada y vendrás luego… Si no, del pesar y pena no levantará
cabeza… Tú eras lo único que nos quedaba…
Y asiéndose a
la última esperanza, murmuró con respiración entrecortada y ronca:
-Puede que
vuelvas de verdad. ¿Eh? ¿No vas a tener compasión de nuestra vejez, di?
*
El carro
rechinaba, los bueyes caminaban con paso desigual, el suelo calcáreo y blando se desmenuzaba susurrante bajo las ruedas. El camino, que se deslizaba sinuoso a lo largo del Don, torcía a la izquierda
junto a una ermita. Desde el recodo se veía la iglesia de la stanitsa donde estaba la estación y el caprichoso encaje verde de sus huertos.
Gavrila había
ido todo el camino hablando sin cesar. Trataba de sonreír.
-En ese sitio
hace tres años que se ahogaron unas muchachas en el Don. Por eso se levantó esta ermita. -Señaló con el mango del látigo la triste cúpula de la ermita-. Aquí nos despediremos. El carro no puede
seguir porque más adelante ha habido un desprendimiento. De aquí a la estación hay poco más de un kilómetro. Tú lo andarás poco a poco.
Petró retocó
el hatillo de la comida que llevaba colgado de una correa y se saltó del carro. Sofocando un sollozo, Gavrila tiró el látigo al suelo y adelantó las manos trémulas.
-¡Adiós, hijo
querido! Sin ti, el sol dejará de alumbrar para nosotros… -Y, con el rostro contraído por el dolor y humedad de las lágrimas, levantó de pronto la voz hasta gritar-: ¿No se te han olvidado los
bollos, hijo?… Los ha cocido la madre… ¿No se te han olvidado?… Bueno, pues adiós… ¡Adiós, hijito!…
Cojeando,
Petró echó a andar, casi a correr, por el estrecho borde del camino.
-¡Que
vuelvas!… -gritaba Gavrila aferrado al carro.
“¡No
volverá!…”, sollozaban en su pecho unas palabras que no salían con las lágrimas.
Por última vez
divisó en la vuelta la amada cabeza rubia, por última vez agitó Petró la gorra, y el viento juguetón levantó y arremolinó el polvo gris blanquecino en el sitio donde había posado el
pie.
FIN