Érase una vez:

El traje nuevo del Emperador, de Hans Christian Andersen.

Ya que en este número se nos proponía hablar sobre la “verdad”, me vino a la memoria este cuento clásico de Hans Christian Andersen, El traje nuevo del Emperador, donde el concepto de la “verdad” queda relativizado por la perspectiva de la mirada o el interés particular. Es el típico caso de “la verdad oficial”, aquella que se impone y que todos seguimos e, incluso, defendemos, a pesar de que, en el fondo, sabemos que no lo es. Sin embargo, siempre habrá alguna voz no contaminada que la deje en evidencia…

Un trabajo de…

Esta pequeña historia es una apólogo o fábula cuya moraleja viene a decirnos que no tiene por qué ser verdad aquello que todo el mundo piensa que lo es. Andersen lo publicó en 1837 dentro de su colección Cuentos de hadas contados para niños, sin embargo, su argumento es mucho más antiguo, pues en la tradición oriental (India, Turquía, Oriente medio) ya se narraban historias de estafadores que se aprovechaban de los miedos irracionales y las miserias humanas para timar a señores importantes con cerebros cortos. Esos cuentos llegaron a Europa por medio de los reinos hispanos, donde encontramos algunos maravillosos antecedentes como El conde Lucanor de Don Juan Manuel o en el entremés El retablo de las maravillas de Cervantes, aunque los ejemplos castellanos, donde aquellos que no sigan la corriente serán acusados de adúlteros o de impureza de sangre, difieren de la versión de Andersen en que en ella simplemente es cuestión de orgullo o vanidad.

Hans Christian Andersen publicó sus Cuentos de hadas contados para niños en tres entregas: en la primera, publicada el 8 de mayo de 1835, destacan La princesa y el guisante y El polvorín; en la segunda, publicada el 16 de septiembre del mismo año, Pulgarcita, y en la tercera, la cual apareció dos años más tarde, los dos cuentos más famosos son La sirenita y El traje del Emperador. Más tarde aparecerían otros cuentos como: El soldado de hojalata, El patito feo o La reina de las nieves. Algunas de estas historias fueron de creación propia, pero otras se basaron en tradiciones folklóricas, como es el caso del cuento que nos atañe, el cual, como ya comentamos anteriormente, se deriva de la literatura medieval española, sobre todo del siglo XIV y, en especial, del Libro de los ejemplos del Conde Lucanor, escrito por Don Juan Manuel que, a su vez, bebía de otras fuentes más antiguas: cuentos populares árabes, fábulas de Esopo, etcétera. La historia original en la que se basa el relato que comentamos es el Cuento XXXII: Lo que le sucedió a un rey con los burladores que hicieron el paño. Al igual que el cuento de Andersen, presentaba a un rey y un trío de tejedores sin escrúpulos que habían inventado una historia sobre telas invisibles. Sin embargo, fue algo diferente en su enfoque, pues mientras la historia de Andersen trata principalmente de vanidad y orgullo, la de Juan Manuel se centra en la paternidad ilegítima, ya que la ropa solo podía ser vista por el verdadero hijo del hombre que la vestía, por lo que el rey y sus "hijos" pretenden ver la ropa inexistente, pues confesar lo contrario demostraría que no son de verdadera ascendencia real. Así mismo, hay otra diferencia intrigante: en el cuento de Andersen, se necesita la inocencia de un niño para señalar la verdad, mientras que en la historia de Juan Manuel, se necesita la inocencia de un espectador negro para señalarla, pues si tenemos en cuenta que la persona negra no habría tenido derecho a ser el hijo del Rey, no tenía nada que perder si decía la verdad. 

Tras su publicación, El traje nuevo del emperador se convirtió en un elemento básico de los recitales en la alta sociedad y pronto llegó a ser uno de los cuentos de hadas más populares. Desde entonces, la historia ha sido objeto de un ballet, un musical, películas y dibujos animados de televisión. Los aspectos temáticos de la historia se han aplicado a muchas obras satíricas y ha sido traducido a más de cien idiomas. 

Son varios los mensajes que se encierran en El traje nuevo del emperador:

La vanidad, en este caso la del Emperador, pues a causa de ella permite que los dos estafadores lo manipulen. Lo adulan para engañarlo y que se gaste su dinero.

El orgullo, ya que éste le impide al Emperador admitir que no puede ver la ropa. Tal admisión lo haría parecer estúpido, si hay que creer a los tejedores, y por ello termina engañándose a sí mismo, porque su orgullo le importa más que la verdad de sus propios ojos.

La importancia personal del Emperador se ve reforzada por tener un montón de hombres serviles a su alrededor. Ninguno está preparado para cuestionar su juicio y ninguno de ellos está dispuesto a decir o hacer algo que pueda dañar su posición ante los ojos de su gobernante.

La locura de aceptar "hechos" sin cuestionar, da como resultado que se ignore la verdad. El Emperador y los cortesanos creen lo que les dicen los tejedores, y la multitud cree lo que les dice su líder, a pesar de la falta total de pruebas contundentes. El emperador, los cortesanos y la multitud, uno tras otro, asumen que la existencia de la ropa está fuera de toda duda.

La estupidez de ver la belleza donde no existe es el resultado directo del respeto colectivo, indebido, por los supuestos expertos. Los falsos tejedores, que están entusiasmados con su "maravillosa" tela, y los funcionarios de la corte que elogian la ropa invisible, no son expertos, pero su autenticidad no se cuestiona. Creemos que algo debe ser bueno porque alguien que se autodenomina "experto" nos dice que lo es. 

El comportamiento gregario, como ovejas, lleva a la multitud a vivir una mentira colectiva. Aunque todos pueden ver que la ropa no existe, nadie en la multitud está dispuesto a defender la verdad. Es mucho más fácil para todos seguir el consenso y conformarse, en lugar de pensar por sí mismos.

El niño que habla, cuando nadie más se atreve a hacerlo, al principio está expuesto al ridículo y al desprecio. Pero eventualmente, la verdad gana cuando la multitud reconoce la mentira en la que han sido parte. Hay que buscar la verdad en la libertad personal, alejándose de las convenciones sociales, y los niños, hasta que los estropeamos con nuestra educación manipulada, son seres todavía libres de esas convenciones y dicen lo que ven y lo que piensan.

Incluso cuando la multitud se ríe de él, el Emperador continúa su desfile. Dar marcha atrás sería admitir que no puede ver la ropa, lo que lo etiquetaría como "estúpido", según los tejedores, o sigue con la farsa a pesar de haberse dado cuenta de que ha sido engañado por los tejedores, en cuyo caso es tan crédulo como estúpido. En cambio, continúa fingiendo ciegamente que todos los demás están equivocados y que él tiene razón, eligiendo la respuesta más estúpida de todas.

En conclusión, si se mira más allá del lenguaje simple, en la narración de este cuento, encontraremos una historia sobre los errores humanos, errores que han causado tanto dolor, dificultades y tristeza en el mundo. Podemos reconocer en el emperador vanidoso y orgulloso, inadecuado para el trabajo de un cargo superior, en sus secuaces complacientes y obsequiosos, que ofrecen un apoyo sin críticas, y en la multitud, que no reconoce la verdad, prefiriendo que las mentiras florezcan, a la sociedad actual porque estos defectos son los mismos que la humanidad viene sufriendo desde los inicios de la especie humana. Todos estos personajes todavía existen en nuestras sociedades actuales. Los reconocemos, pero no necesariamente aplicamos las lecciones que aprendemos a nuestras propias vidas.  

El traje nuevo del Emperador

Hans Christian Andersen

Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.

No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.

La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.

-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.

Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.

«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.

«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».

El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.

Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».

-¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores.

-¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.

-Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.

Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.

Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.

-¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.

«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.

-¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.

Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.

-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.

«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».

-¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.

Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.

El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.

Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo!

Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:

-Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto… Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.

-¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.

-¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?

Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.

-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!

-El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle – anunció el maestro de Ceremonias.

-Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? – y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.

Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:

-¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!

Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.

-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.

-¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.

-¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!

-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.

Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.

FIN

Gracias por leernos...

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