Centenarios:

Enero 2020.

El año 2020 lo comenzamos con siete centenarios: cien años del nacimiento del novelista y científico norteamericano Isaac Asimov, cien de la muerte del gran escritor español Benito Pérez Galdós, al igual que del poeta y activista armenio Vahan Terian, cien del nacimiento del prosista francés Jean Dutourd y otros tantos del ensayista y novelista chino Wei Wei, doscientos de la escritora británica Anne Brontë y cien de la muerte del poeta italiano Giovanni Capurro.

Un trabajo de…

Isaac Asimov nació el 2 de enero de 1920 en la ciudad rusa de Petrovichi y falleció en Nueva York el 6 de abril de 1992. Fue un escritor muy prolífico, habiendo editado alrededor de quinientos libros, tanto de divulgación científica como de novelas de ciencia ficción.

Cuando tan solo contaba con tres años de edad, Asimov viajó con su familia a los Estados Unidos, creciendo en Brooklyn, Nueva York y graduándose en 1939 en la Universidad de Columbia. Durante la Segunda Guerra Mundial coincidió con otros autores de ciencia ficción, Robert Heinlein y L. Sprague de Camp, en la Estación Experimental de Aviación Naval en Filadelfia. Concluida la contienda, sacó un post doctorado en química, uniéndose a la Universidad de Boston como profesor asociado.

Desde 1939 comenzó a escribir historias de ciencia ficción para varias revistas como Amazing Stories o Astounding Science-Fiction, donde apareció uno de sus mejores cuentos, Anochecer (1941). En 1950 fue editado su libro Yo, robot donde se recopilaron varias historias sobre autómatas que comenzó a escribir en 1940 y en las que desarrolló sus reglas de ética para los robots que tanto influenciarían a los escritores posteriores. En 1942 escribió su primer relato de lo que llegaría a ser la serie Fundación: Los enciclopedistas, que está inspirada en la caída del Imperio Romano pero trasladada a los últimos días de un imperio galáctico. Todas estas historias escritas entre 1942 y 1949 se recopilaron en la trilogía Fundación (1951), Fundación e Imperio (1952) y Segunda Fundación (1953).

Las primeras novelas de Asimov: Un guijarro en el cielo y En la arena estelar, escritas en 1950 y 1951 respectivamente, tienen su desarrollo durante el Imperio Galáctico, pero no se relacionan con la trilogía. Desde 1952 a 1958 escribió la serie infantil Lucky Starr bajo el seudónimo de Paul French. De nuevo regresó a los robots positrónicos con las novelas Las bóvedas de acero (1954) y El sol desnudo (1957), en las que un policía humano, Lije Baley, y un detective robot humanoide, Olivaw, resuelven asesinatos en la ciudad de Nueva York. Tres de sus mejores cuentos: El camino marciano, una alegoría sobre el marcartismo y la “caza de brujas” basada en la persecución a los comunistas llevada a cabo por el senador McCarthy, El pasado muerto, sobre un dispositivo capaz de ver la historia, y El niño feo, sobre el apego de una enfermera por un niño neanderthal accidentalmente llevado al futuro, fueron escritos en la década de los 50’.

Llegado a este punto, Asimov dejó la ciencia ficción y comenzó a escribir libros de divulgación, en química: Los químicos de la vida (1954), física: El neutrino (1975), biología: El cerebro humano (1964), literatura: Guía para Shakespeare de Asimov (1970) o religión: Guía de la Biblia de Asimov (1969) y muchos otros.

En 1972 regresa a la ciencia ficción con Los propios dioses y en 1976 escribe su historia más celebrada: El hombre bicentenario. En la década de 1980 une las series de los robots con la de Fundación en títulos como: Los límites de la Fundación, Los robots del amanecer, Robots e Imperio, Fundación y Tierra, Preludio a la Fundación y Hacia la Fundación.

Nuestra mención de sus obras se queda muy corta, así mismo si hablásemos de sus premios, honores y doctorados en diversas universidades, pero baste decir que en 1981 se puso su nombre a un asteroide. Inmensa distinción para un hombre que siempre estuvo cerca de las estrellas.

Isaac Asimov

Cómo ocurrió

(1979)

Mi hermano empezó a dictar en su mejor estilo oratorio, ése que hace que las tribus se queden aleladas ante sus palabras.

–En el principio –dijo–, exactamente hace quince mil doscientos millones de años, hubo una gran explosión, y el universo…–Pero yo había dejado de escribir.

–¿Hace quince mil doscientos millones de años? –pregunté, incrédulo.

–Exactamente –dijo–. Estoy inspirado.

–No pongo en duda tu inspiración –aseguré. (Era mejor que no lo hiciera. Él es tres años más joven que yo, pero jamás he intentado poner en duda su inspiración. Nadie más lo hace tampoco, o de otro modo las cosas se ponen feas.)–. Pero, ¿vas a contar la historia de la Creación a lo largo de un período de más de quince mil millones de años?

–Tengo que hacerlo. Ése es el tiempo que llevó. Lo tengo todo aquí dentro –dijo, palmeándose la frente–, y procede de la más alta autoridad.

Para entonces yo había dejado el estilo sobre la mesa.

–¿Sabes cuál es el precio del papiro? –dije.

–¿Qué?

(Puede que esté inspirado, pero he notado con frecuencia que su inspiración no incluye asuntos tan sórdidos como el precio del papiro.)

–Supongamos que describes un millón de años de acontecimientos en cada rollo de papiro. Eso significa que vas a tener que llenar quince mil rollos. Tendrás que hablar mucho para llenarlos, y sabes que empiezas a tartamudear al poco rato. Yo tendré que escribir lo bastante como para llenarlos, y los dedos se me acabarán cayendo. Además, aunque podamos comprar todo ese papiro, y tú tengas la voz y la fuerza suficientes., ¿quién va a copiarlo? Hemos de tener garantizados un centenar de ejemplares antes de poder publicarlo, y en esas condiciones, ¿cómo vamos a obtener derechos de autor?

Mi hermano pensó durante un rato. Luego dijo:

¿Crees que deberíamos acortarlo un poco?

–Mucho –puntualicé,- si esperas llegar al gran público.

– ¿Qué te parecen cien años?

–¿Qué te parecen seis días?

–No puedes comprimir la Creación en solo seis días –dijo, horrorizado.

–Ese es todo el papiro de que dispongo –le aseguré–. Bien, ¿qué dices?

–Oh, está bien –concedió, y empezó a dictar de nuevo–. En el principio… ¿De veras han de ser solo seis días, Aaron?

–Seis días, Moisés –dije firmemente.

Benito Pérez Galdós murió el 4 de enero de 1920 en Madrid, habiendo nacido el 10 de mayo de 1843 en Las Palmas de Gran Canaria. Considerado por muchos como el mejor novelista español después de Miguel de Cervantes, cuenta con una enorme producción de novelas realistas, las cuales narran la historia y describen la sociedad de la España del siglo XIX.

De familia de clase media, Benito abandonó sus islas Canarias, en 1862, para viajar hasta Madrid con intención de estudiar Derecho, sin embargo, su inclinación natural le llevó hacia la literatura y, sobre todo, tras su éxito con la fontana de oro, de 1870. Tres años más tarde comenzaría su más ambicioso proyecto, los Episodios nacionales, una serie de novelas históricas que relatan la historia de España desde 1805 hasta 1874, un enorme trabajo de 46 novelas en las que empleó nueve años basándose en la investigación meticulosa utilizando memorias, antiguos artículos periodísticos y relatos de testigos presenciales, dando como resultado vivos relatos realistas y precisos de aquellos momentos históricos.

Aunque antes ya había editado algunas historias con cierto celo liberal reformista, entre 1880 y 1890 escribió una larga serie de novelas sobre la realidad de la vida cotidiana: Novelas españolas contemporáneas, la cual ya había comenzado con Doña Perfecta (1876), y a la que siguieron una buena cantidad entre las que destacaremos La desheredada (1881), Nazarín (1895), Misericordia (1897) o El abuelo (1897), pero especialmente Fortunata y Jacinta (1887), un estudio sobre dos mujeres infelices de diferentes clases sociales y que, sin duda, fue su obra maestra.

Galdós también escribió obras de teatro, algunas de las cuales fueron bastante populares, aunque más debido a las opiniones políticas que en ellas se reflejaban, que a su propia calidad.

A causa de las dificultades financieras, Benito Pérez Galdós se vio forzado a comenzar una nueva serie de novelas históricas sobre las guerras carlistas como continuación de sus Episodios nacionales, sin embargo, los últimos bocetos quedaron inacabados a causa de la ceguera y de los problemas mentales que le llegaron con la vejez.

Benito Pérez Galdós

Fortunata y Jacinta

(Fragmento capítulo IV)

Juanito reconoció el número 11 en la puerta de una tienda de aves y huevos. Por allí se había de entrar sin duda, pisando plumas y aplastando cascarones. Preguntó a dos mujeres que pelaban gallinas y pollos, y le contestaron, señalando una mampara, que aquella era la entrada de la escalera del 11. Portal y tienda eran una misma cosa en aquel edificio característico del Madrid primitivo. Y entonces se explicó Juanito por qué llevaba muchos días Estupiñá, pegadas a las botas, plumas de diferentes aves. Las cogía al salir, como las había cogido él, por más cuidado que tuvo de evitar al paso los sitios en que había plumas y algo de sangre. Daba dolor ver las anatomías de aquellos pobres animales, que apenas desplumados eran suspendidos por la cabeza, conservando la cola como un sarcasmo de su mísero destino. A la izquierda de la entrada vio el Delfín cajones llenos de huevos, acopio de aquel comercio. La voracidad del hombre no tiene límites, y sacrifica a su apetito no sólo las presentes sino las futuras generaciones gallináceas. A la derecha, en la prolongación de aquella cuadra lóbrega, un sicario manchado de sangre daba garrote a las aves. Retorcía los pescuezos con esa presteza y donaire que da el hábito, y apenas soltaba una víctima y la entregaba agonizante a las desplumadoras, cogía otra para hacerle la misma caricia. Jaulones enormes había por todas partes, llenos de pollos y gallos, los cuales asomaban la cabeza roja por entre las cañas, sedientos y fatigados, para respirar un poco de aire, y aun allí los infelices presos se daban de picotazos por aquello de si tú sacaste más pico que yo... si ahora me toca a mí sacar todo el pescuezo.

Habiendo apreciado este espectáculo poco grato, el olor de corral que allí había, y el ruido de alas, picotazos y cacareo de tanta víctima, Juanito la emprendió con los famosos peldaños de granito, negros ya y gastados. Efectivamente, parecía la subida a un castillo o prisión de Estado. El paramento era de fábrica cubierta de yeso y este de rayas e inscripciones soeces o tontas. Por la parte más próxima a la calle, fuertes rejas de hierro completaban el aspecto feudal del edificio. Al pasar junto a la puerta de una de las habitaciones del entresuelo, Juanito la vio abierta y, lo que es natural, miró hacia dentro, pues todos los accidentes de aquel recinto despertaban en sumo grado su curiosidad. Pensó no ver nada y vio algo que de pronto le impresionó, una mujer bonita, joven, alta... Parecía estar en acecho, movida de una curiosidad semejante a la de Santa Cruz, deseando saber quién demonios subía a tales horas por aquella endiablada escalera. La moza tenía pañuelo azul claro por la cabeza y un mantón sobre los hombros, y en el momento de ver al Delfín, se infló con él, quiero decir, que hizo ese característico arqueo de brazos y alzamiento de hombros con que las madrileñas del pueblo se agasajan dentro del mantón, movimiento que les da cierta semejanza con una gallina que esponja su plumaje y se ahueca para volver luego a su volumen natural.

Juanito no pecaba de corto, y al ver a la chica y observar lo linda que era y lo bien calzada que estaba, diéronle ganas de tomarse confianzas con ella.

−¿Vive aquí −le preguntó− el señor de Estupiñá?

−¿Don Plácido?... En lo más último de arriba −contestó la joven, dando algunos pasos hacia fuera.

Y Juanito pensó: «Tú sales para que te vea el pie. Buena bota»... Pensando esto, advirtió que la muchacha sacaba del mantón una mano con mitón encarnado y que se la llevaba a la boca. La confianza se desbordaba del pecho del joven Santa Cruz, y no pudo menos de decir:

−¿Qué come usted, criatura?

−¿No lo ve usted? −replicó mostrándoselo−. Un huevo.

−¡Un huevo crudo!

Con mucho donaire, la muchacha se llevó a la boca por segunda vez el huevo roto y se atizó otro sorbo.

−No sé cómo puede usted comer esas babas crudas −dijo Santa Cruz, no hallando mejor modo de trabar conversación.

−Mejor que guisadas. ¿Quiere usted? −replicó ella ofreciendo al Delfín lo que en el cascarón quedaba.

Por entre los dedos de la chica se escurrían aquellas babas gelatinosas y transparentes. Tuvo tentaciones Juanito de aceptar la oferta; pero no; le repugnaban los huevos crudos.

−No, gracias.

Ella entonces se lo acabó de sorber, y arrojó el cascarón, que fue a estrellarse contra la pared del tramo inferior. Estaba limpiándose los dedos con el pañuelo, y Juanito discurriendo por dónde pegaría la hebra, cuando sonó abajo una voz terrible que dijo:

−¡Fortunaaá!

Entonces la chica se inclinó en el pasamanos y soltó un yia voy con chillido tan penetrante que Juanito creyó se le desgarraba el tímpano. El yia principalmente sonó como la vibración agudísima de una hoja de acero al deslizarse sobre otra. Y al soltar aquel sonido, digno canto de tal ave, la moza se arrojó con tanta presteza por las escaleras abajo, que parecía rodar por ellas. Juanito la vio desaparecer, oía el ruido de su ropa azotando los peldaños de piedra y creyó que se mataba. Todo quedó al fin en silencio, y de nuevo emprendió el joven su ascensión penosa. En la escalera no volvió a encontrar a nadie, ni una mosca siquiera, ni oyó más ruido que el de sus propios pasos.

Cuando Estupiñá le vio entrar sintió tanta alegría, que a punto estuvo de ponerse bueno instantáneamente por la sola virtud del contento. No estaba el hablador en la cama sino en un sillón, porque el lecho le hastiaba, y la mitad inferior de su cuerpo no se veía porque estaba liado como las momias, y envuelto en mantas y trapos diferentes. Cubría su cabeza, orejas inclusive, el gorro negro de punto que usaba dentro de la iglesia. Más que los dolores reumáticos molestaba al enfermo el no tener con quién hablar, pues la mujer que le servía, una tal doña Brígida, patrona o ama de llaves, era muy displicente y de pocas palabras. No poseía Estupiñá ningún libro, pues no necesitaba de ellos para instruirse. Su biblioteca era la sociedad y sus textos las palabras calentitas de los vivos. Su ciencia era su fe religiosa, y ni para rezar necesitaba breviarios ni florilegios, pues todas las oraciones las sabía de memoria. Lo impreso era para él música, garabatos que no sirven de nada. Uno de los hombres que menos admiraba Plácido era Guttenberg. Pero el aburrimiento de su enfermedad le hizo desear la compañía de alguno de estos habladores mudos que llamamos libros. Busca por aquí, busca por allá, y no se encontraba cosa impresa. Por fin, en polvoriento arcón halló doña Brígida un mamotreto perteneciente a un exclaustrado que moró en la misma casa allá por el año 40. Abriolo Estupiñá con respeto, ¿y qué era? El tomo undécimo del Boletín Eclesiástico de la Diócesis de Lugo. Apechugó, pues, con aquello, pues no había otra cosa. Y se lo atizó todo, de cabo a rabo, sin omitir letra, articulando correctamente las sílabas en voz baja a estilo de rezo. Ningún tropiezo le detenía en su lectura, pues cuando le salía al encuentro un latín largo y oscuro, le metía el diente sin vacilar. Las pastorales, sinodales, bulas y demás entretenidas cosas que el libro traía, fueron el único remedio de su soledad triste, y lo mejor del caso es que llegó a tomar el gusto a manjar tan desabrido, y algunos párrafos se los echaba al coleto dos veces, masticando las palabras con una sonrisa, que a cualquier observador mal enterado le habría hecho creer que el tomazo era de Paul de Kock.

−Es cosa muy buena −dijo Estupiñá, guardando el libro al ver que Juanito se reía.

Y estaba tan agradecido a la visita del Delfín, que no hacía más que mirarle recreándose en su guapeza, en su juventud y elegancia. Si hubiera sido veinte veces hijo suyo, no le habría contemplado con más amor. Dábale palmadas en la rodilla, y le interrogaba prolijamente por todos los de la familia, desde Barbarita, que era el número uno, hasta el gato. El Delfín, después de satisfacer la curiosidad de su amigo, hízole a su vez preguntas acerca de la vecindad de aquella casa en que estaba.

−Buena gente −respondió Estupiñá−; sólo hay unos inquilinos que alborotan algo por las noches. La finca pertenece al señor de Moreno Isla, y puede que se la administre yo desde el año que viene. Él lo desea; ya me habló de ello tu mamá, y he respondido que estoy a sus órdenes... Buena finca; con un cimiento de pedernal que es una gloria... escalera de piedra, ya habrás visto; sólo que es un poquito larga. Cuando vuelvas, si quieres acortar treinta escalones, entras por el Ramo de azucenas, la zapatería que está en la Plaza. Tú conoces a Dámaso Trujillo. Y si no le conoces, con decir: «Voy a ver a Plácido», te dejará pasar.

Estupiñá siguió aún más de una semana sin salir de casa, y el Delfín iba todos los días a verle ¡todos los días!, con lo que estaba mi hombre más contento que unas Pascuas; pero en vez de entrar por la zapatería, Juanito, a quien sin duda no cansaba la escalera, entraba siempre por el establecimiento de huevos de la Cava.

Vahan Terian murió el 7 de enero de 1920 en la ciudad rusa de Orenburg, con tan solo 35 años de edad, habiendo nacido en el pueblo de Gandza, de la región de Javakheti, Georgia, y siendo uno de los poetas románticos más conocidos de su país.

Cursó estudios en la ciudad de Tifflis y, posteriormente, en el Colegio Lázaro de Moscú, donde recibió influencias del simbolismo y se afilió al partido socialdemócrata ruso, siendo encarcelado por la policía zarista a causa de sus actividades políticas. Por sus poemas dedicados al otoño y al amor es conocido como el “Cantante de otoño”.

En 1908 editó Sueños crepusculares, su primer libro de poemas que se convirtió en un éxito inmediato. En la Universidad de San Petersburgo se especializó en lenguas orientales. Tras la Revolución Rusa trabajó en el Ministerio de Naciones en representación de los armenios y en 1916 editó La tierra de Nairi, en el que utilizó el nombre de Nairi en vez del de Armenia. Diez años más tarde titularía del mismo modo a una novela satírica y usaría de nuevo el sinónimo inventado.

Vahan Terian

Cumpleaños

(1904)

Tenía profundos ojos azules
Tiernos y tristes como la noche.
Ella era una niña de una tierra desconocida,
Y vivió como una oración en mi alma.
Su sonrisa era suave y temblorosa
Como la luz de la luna cuando sonríe triste.
Yo no tenía afecto doloroso por una mujer,
Se me acercaba como una dulce hermana ...
El más brillante en mis recuerdos,
El faro de mi corazón abandonado.
Mi hermana ¿no vienes?, mi hermana ¿estás muerta?
Y las luces con mi alma están muertas ...

Jean Dutourd, novelista y ensayista francés, nació el 14 de enero de 1920, en París, la capital de Francia, ciudad en la que falleció a la edad de 91 años el día 17 de enero de 2011.

Huérfano de madre a los siete años, fue movilizado a los veinte, por causa de la Segunda Guerra Mundial, y hecho prisionero a los quince días de llegar al frente, sin embargo, seis semanas después escapó regresando a París donde se graduó en la Sorbona para estudiar Psicología, aunque nunca consiguió acabar la carrera. Contrajo matrimonio con Camille Lermercier, teniendo como testigo al filósofo Gaston Bachelard, en 1942 y, poco después, ingresó en la Resistencia, siendo detenido a principios de 1944 y volviendo a escapar con la idea de participar en la liberación de París.

Durante su vida fueron muchos los premios obtenidos por sus obras, comenzando con el Premio Stendhal de 1946 por su primer trabajo, Le Complexe de César. Con Une tête de chien consiguió el Premio Courteline en 1950. Dos años más tarde, el Premio Interallied por Au bon beurre, scènes de la vie sous l’Occupation. En 1961 le otorgaron el Premio Príncipe de Mónaco por todo su trabajo, y en 2001 recibió el Premio Saint-Simon por Jeannot, Mémories d’un enfant.

Fue víctima de un atentado, al explotar una bomba en su casa, el 14 de julio de 1978, realizado por personas que no soportaban el ruido que hacían sus escritos. Sin embargo, ese mismo año fue nombrado miembro de la Academia francesa.

Jean Dutourd

Los horrores del amor

(Fragmento)


"No me contradigo. Era exactamente eso: un faldero tímido. Los hay, hombre. Al fin y al cabo no es tan raro. Roberti iba al amor como un cobarde a la guerra, presa de un pánico tan penoso que, a veces, la extravagancia más peligrosa no le costaba nada para apaciguarlo. Se han visto auténticos cobardes llegar a ser héroes. Los verdaderos conquistadores son quizá los menos armados para conquistar, y las conquistas recompensan a los hombres débiles que se atreven a intentar esfuerzos sobrehumanos. Roberti, desde su más tierna infancia, no había dejado de estar enamorado. Cuando era pequeño, su corazón novelesco se inflamaba por unas chiquillas que se burlaban de él. Adolescente, se consumía por unas jovencitas de las que, a lo más, obtenía algún beso furtivo. Cuando llegó a adulto, la cosa fue un poco mejor, porque había adquirido autoridad y vista, pero tampoco fue muy brillante. La explicación está en que no se mostraba bastante decidido. Nada aleja más a las mujeres que la indecisión. El instinto de las mujeres les cuchichea que en esos hombres no hay ardiente deseo. Por eso en amor los verdaderos sabios son los audaces, los que se dicen que un momento de felicidad vale ampliamente cien calabazas, los que intentan incansablemente, los que se burlan de su "dignidad", los que se precipitan sin mirar hacia las aventuras. Una mujer, probablemente, a reserva de defenderse, prefiere un bruto que le falte al respeto a un hombre timorato (o delicado), que pesa los pros y los contras, y que, si al final ganan los pros, actúa siempre a contratiempo. Roberti había sido cegado por el deseo unas diez veces en su vida con buena suerte. Sus otras buenas fortunas las había debido sobre todo a la determinación de sus compañeras. Le costaba trabajo encontrar las primeras palabras para dirigirse a una mujer. Su espíritu tan inventivo, tan desenvuelto, no le ayudaba nada en el empleo de esas naderías agradables gracias a las cuales los seductores saben insensiblemente empezar la conversación con una desconocida y situarla sobre el terreno de la broma. Es una desgracia pensar demasiado. Esos mil pensamientos que dan vueltas paralizan la acción, pues descubren las consecuencias antes incluso de que sea iniciada. Total, Roberti no se olvidaba casi nunca. Si buscaba algo que decir, inmediatamente todo su ser se ponía en movimiento y jamás sus palabras le parecían bastante fuertes para sacar el peso enorme de su persona moral y física. "

Wei Wei Nació el 16 de enero de 1920 en Beijing, China, y falleció en la misma ciudad el 24 de agosto de 2008. Fue un novelista y ensayista chino con un gran sentimiento patriótico y ferviente comunista.

Nacido en una familia pobre, recibió una educación primaria bastante limitada y, a pesar de mostrar mucho interés por la literatura y la caligrafía, no pudo estudiar la secundaria a causa de la muerte de sus padres, por lo que fue completamente autodidacta y recibió gran influencia de la literatura radical cina, sobre todo de Lu Xun y de Mao Dun.

Al estallar la Segunda Guerra Chino-japonesa, se unió al Octavo Ejército de Ruta y recibió preparación para convertirse en un periodista de propaganda. En 1938 se unió al Partido Comunista Chino donde ascendió con inusitada rapidez, haciéndose famoso por sus informes periodísticos desde el frente de batalla, no solo de la guerra Chino-japonesa, sino también desde la de Corea y la de Vietnam. Fue, así mismo, escritor de novelas, cuentos y libretos de ópera de tema, mayoritariamente comunista.

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Anne Brontë nació el 17 de enero de 1820 en el pueblo de Thorton, Yorksire, Inglaterra, y falleció el 28 de mayo de 1849 en Scarborough. Fue una de las tres famosas hermanas Brontë, junto con Charlotte y Emily.

Anne era la más joven de los cuatro hermanos, contando con Branwell, el hermano irresponsable. Recibió clases en el hogar familiar y en la escuela de Roe Hard. Junto con su hermana Emily inventaron el reino imaginario de Gondal, sobre el que escribieron versos y prosa entre 1830 y 1845. Trabajó como institutriz durante cuatro años con la familia del clérigo Robinson, en Thorpe Green, cerca de la ciudad de York, a donde le siguió su hermano un tiempo después al ser despedido por su jefe ya que se había hecho amante de su esposa.

Las hermanas Brontë firmaban sus trabajos con seudónimos masculinos, así Chalotte, Emily y Anne Brontë pasaban a ser Currer, Ellis y Acton Bell, y de esa forma firmaron un libro conjunto de poemas. Su primera novela, Agnes Gray, fue publicada en 1847, al mismo tiempo que su hermana Charlotte hacía lo mismo con sus Cumbres borrascosas, y ambas aparecieron dos meses después que la Jane Eyre de Chalotte. Al año siguiente publicó su segunda novela, La inquilina de Wildfell Hall, muriendo al año siguiente de tuberculosis.

En Agnes Gray desarrolla la vida de una institutriz con bastante claridad y humor, mientras que en La inquilina de Wildfell Hall el tema es más crudo, pues se basa en el degradado y libertino marido de la protagonista, lo cual, sumado a su lenguaje franco, generó un cierto escándalo entre las élites más conservadoras de su época.

Anne Brontë

Agnes Grey

(fragmento)

 

"Imposible describir la frescura y pureza del aire. Ninguna otra cosa se movía, ningún otro ser a la vista, solo yo. Mis pisadas eran las primeras que hollaban aquella arena virgen; ninguna señal sobre ellas desde que la última marea borrara las marcas más profundas del día anterior, y la dejara lisa y uniforme, salvo en las partes en que el agua había dejado algunos charcos y pequeños arroyos. Refrescada y vigorizada por la brisa, feliz, caminaba por la playa, olvidando todas mis preocupaciones, como si mis pies tuvieran alas y pudiese caminar cuarenta millas sin fatiga, y experimentando una sensación de entusiasmo que no recordaba desde los días de mi juventud. "

Giovanni Capurro murió el 18 de enero de 1920, aunque no se tiene muy claro dónde, pues mientras hay quien dice que en su Nápoles natal, otros aseguran que en la Ciudad de México, habiendo nacido el 5 de febrero de 1859, esta vez sí en Nápoles. Poeta y dramaturgo italiano, es mundialmente conocido al ser el cocreador, junto con el compositor y cantante Eduardo Di Capua, de la inolvidable canción “O Sole mio”.

Es considerado uno de los mejores poetas italianos del siglo XIX, aunque, a causa de su vida bohemia, siempre vivió con cierta escasez financiera, sobre todo de sus artículos como crítico literario y reportero en el periódico Roma.

Giovanni Capurro

O sole mio

¡Qué bella cosa es una mañana soleada!

El aire está sereno después de la tormenta,

El aire fresco parece una fiesta.

¡Qué bella cosa es un día soleado!

Pero otro sol

que es aún más bello,

Mi Sol, ¡está en tu rostro!

El Sol, el Sol mío…

está en tu rostro,

está en tu rostro.

Brillan los cristales de tu ventana,

una lavandera canta y tiende,

mientras tuerce, estira y canta.

brillan los cristales de tu ventana.

Pero otro sol,

que es aún más bello,

oh, sol mío, está en tu rostro.

Oh sol, oh sol mío,

está en tu rostro,

está en tu rostro.

Cuando llega la noche y el sol sale de escena,

me invade la melancolía.

Yo me quedaría bajo tu ventana,

cuando llega la noche y el sol sale de escena.

Pero otro sol,

que es aún más bello,

oh sol mío, está en tu rostro.

Oh sol, oh sol mío,

está en tu rostro,

está en tu rostro.

Gracias por leernos...

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