Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal a la pereza; nosotros, que ya en uno de nuestros artículos anteriores estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos propuesto, no
entraremos ahora en largas y profundas investigaciones acerca de la historia de este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que pican en historia, y que la historia de los pecados sería un
tanto cuanto divertida. Convengamos solamente en que esta institución ha cerrado y cerrará las puertas del cielo a más de un cristiano.
Mariano José de Larra (1809-1837) fue un ensayista,
periodista, novelista y dramaturgo español bastante reconocido, a pesar de su corta vida (murió a los 28 años), como emblema e inspiración del movimiento romántico.
Nació en el Madrid ocupado por las tropas napoleónicas a
cuyas filas se uniría su padre, Mariano de Larra y Langelot, a consecuencia de lo cual toda la familia debió exiliarse a Francia, con la retirada del Ejército Imperial de Napoleón en 1813, hasta que
el pequeño Mariano José tuvo nueve años, pudiendo regresar a España gracias a la emisión de una amnistía general para los afrancesados. Por ello, recibió su educación más temprana en una escuela
francesa y hablaba francés en lugar de español, algo que le marcaría toda la vida al sentirse un extraño dentro de su propio país.
Aunque en 1824 ingresase en la Universidad de Valladolid, la
abandonó muy pronto y volvió a Madrid para trabajar como periodista, fundando el periódico El duende satírico del día, donde ejerció de editor y principal colaborador. A pesar de su
afiliación absolutista, Larra comenzó a publicar artículos bastante críticos con la política española del momento y las costumbres sociales, por lo que este boletín fue suprimido por el
Gobierno.
En 1829 contrajo matrimonio con Josefa Anacleta Wetoret y
Martínez, aunque no resultaría muy fructífero. Tres años más tarde comenzó la publicación de El pobrecito hablador, que todavía duró menos tiempo que su primer intento. Sin embargo, continuó
escribiendo para otras publicaciones, como La revista española, donde aparecieron numerosos ensayos suyos satíricos firmados bajo el seudónimo de Fígaro. También, por ese tiempo escribiría
varias obras de teatro que se representaron en Madrid con bastante éxito.
La noche del 13 de febrero de 1837 Larra se quitaría la vida
de un disparo en la sien, cuando contaba tan solo veintisiete años de edad. Se supone que los factores que le llevaron a tomar esta fatal decisión fueron varios, entre ellos la infeliz historia de
amor que había intentado con Dolores Armijo, que le llevó a presentarse a las elecciones como candidato con los moderados por Ávila, ciudad donde ella residía, aunque también tuvieron influencia sus
dificultades financieras y su creciente pesimismo sobre una posible reforma política y social de España.
Aunque Larra fue un reputado dramaturgo y buen novelista,
sus obras más importantes consistieron en ensayos y sátiras repartidas en varias revistas. Entre ellas se encontraban tanto artículos políticos, como de costumbres o críticas literarias. En las
primeras se dejaba ver al hombre comprometido con la justicia política y, por lo tanto, al hombre desilusionado y pesimista con respecto a conseguir cualquier reforma. El Larra más progresista se
descubre en las críticas literarias, donde dejaba bien claro sus ideales estéticos asociados al romanticismo español. Pero donde encontramos al Larra más agudo y mordaz es en la serie de artículos de
costumbres en los que deja patente su brutal honestidad y su cáustico ingenio y a los que el paso del tiempo no ha hecho mella, como podremos comprobar con el que aquí acompañamos: Vuelva usted
mañana, publicado en enero de 1833 en el n.º 11 de la Revista satírica de costumbres El pobrecito hablador, bajo el seudónimo de Bachiller don Juan Pérez de
Munguía.
Vuelva usted mañana
Mariano José de Larra
Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado
mortal a la pereza; nosotros, que ya en uno de nuestros artículos anteriores estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos propuesto, no entraremos ahora en largas y profundas investigaciones
acerca de la historia de este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que pican en historia, y que la historia de los pecados sería un tanto cuanto divertida. Convengamos solamente en que esta
institución ha cerrado y cerrará las puertas del cielo a más de un cristiano.
Estas reflexiones hacía yo casualmente
no hace muchos días, cuando se presentó en mi casa un extranjero de estos que, en buena o en mala parte, han de tener siempre de nuestro país una idea exagerada e hiperbólica, de estos que, o creen que los hombres aquí son todavía los espléndidos, francos, generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o que son aún las tribus nómadas del otro lado del
Atlante: en el primer caso vienen imaginando que nuestro carácter se conserva intacto como nuestra ruina; en el segundo vienen temblando por esos caminos, y pregunta si son los ladrones que los han
de despojar los individuos de algún cuerpo de guardia establecido precisamente para defenderlos de los azares de un camino, comunes a todos los países.
Verdad es que nuestro país no es de
aquellos que se conocen a primera ni a segunda vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo compararíamos de buena gana a esos juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que
ignora su artificio, que estribando en una grandísima bagatela, suelen después de sabidos dejar asombrado de su poca perspicacia al mismo que se devanó los sesos por buscarles causas extrañas. Muchas
veces la falta de una causa determinante en las cosas nos hace creer que debe de haberlas profundas para mantenerlas al abrigo de nuestra penetración. Tal es el
orgullo del hombre, que más quiere declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles cuando no las comprende él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su
torpeza.
Esto no obstante, como quiera que entre
nosotros mismos se hallen muchos en esta ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven, no tendremos derecho para extrañar que los extranjeros no los puedan tan fácilmente
penetrar.
Un extranjero de estos fue el que se
presentó en mi casa, provisto de competentes cartas de recomendación para mi persona. Asuntos intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos concebidos en París de invertir
aquí sus cuantiosos caudales en tal cual especulación industrial o mercantil, eran los motivos que a nuestra patria le conducían.
Acostumbrado a la actividad en
que viven nuestros vecinos, me aseguró formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo si no encontraba pronto objeto seguro en que invertir su
capital. Pareciome el extranjero digno de alguna consideración, trabé presto amistad con él, y lleno de lástima traté de persuadirle a que se volviese a su casa cuanto antes, siempre que seriamente
trajese otro fin que no fuese el de pasearse. Admirole la proposición, y fue preciso explicarme más claro.
-Mirad -le dije-, monsieur Sans-délai
-que así se llamaba-; vos venís decidido a pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.
-Ciertamente -me contestó-. Quince días,
y es mucho. Mañana por la mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis
reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los datos que aquél me dé, legalizadas en debida forma; y como será una cosa clara y de justicia innegable (pues sólo en este caso haré valer mis
derechos), al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis proposiciones. Serán buenas
o malas, y admitidas o desechadas en el acto, y son cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver en Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la diligencia, si no
me conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún me sobran de los quince cinco días.
Al llegar aquí monsieur Sans-délai
traté de reprimir una carcajada que me andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi inoportuna jovialidad, no fue bastante a impedir que se asomase a mis labios una
suave sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado.
-Permitidme, monsieur Sans-délai -le
dije entre socarrón y formal-, permitidme que os convide a comer para el día en que llevéis quince meses de estancia en Madrid.
-¿Cómo?
-Dentro de quince meses estáis aquí
todavía.
-¿Os
burláis?
-No por
cierto.
-¿No me podré marchar cuando quiera?
¡Cierto que la idea es graciosa!
-Sabed que no estáis en vuestro país
activo y trabajador.
-¡Oh!, los españoles que han viajado
por el extranjero han adquirido la costumbre de hablar mal siempre de su país por hacerse superiores a sus compatriotas.
-Os aseguro que en los quince días con
que contáis, no habréis podido hablar siquiera a una sola de las personas cuya cooperación necesitáis.
-¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos
mi actividad.
-Todos os comunicarán su
inercia.
Conocí que no estaba el señor de
Sans-délai muy dispuesto a dejarse convencer sino por la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que no tardarían mucho los hechos en hablar por mí.
Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a buscar
un genealogista, lo cual sólo se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en conocido: encontrámosle por fin, y el buen señor, aturdido de ver nuestra
precipitación, declaró francamente que necesitaba tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme y
marchámonos. Pasaron tres días; fuimos.
-Vuelva usted mañana -nos respondió la
criada-, porque el señor no se ha levantado todavía.
-Vuelva usted mañana -nos dijo al
siguiente día-, porque el amo acaba de salir.
-Vuelva usted mañana -nos respondió al
otro-, porque el amo está durmiendo la siesta.
-Vuelva usted mañana -nos respondió el
lunes siguiente-, porque hoy ha ido a los toros.
-¿Qué día, a qué hora se ve a un
español? Vímosle por fin, y «Vuelva usted mañana -nos dijo-, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en limpio».
A los quince días ya estuvo; pero mi
amigo le había pedido una noticia del apellido Díez, y él había entendido Díaz, y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi amigo, desesperado ya de dar jamás con sus
abuelos.
Es claro que faltando este principio no
tuvieron lugar las reclamaciones.
Para las proposiciones que acerca de
varios establecimientos y empresas utilísimas pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el traductor; de mañana en mañana nos
llevó hasta el fin del mes. Averiguamos que necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo, nunca encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo después
otro tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente que sepa escribir no le hay en este país.
No paró aquí; un sastre tardó veinte
días en hacerle un frac, que le había mandado llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tardanza a comprar botas hechas; la planchadora necesitó quince días para plancharle una
camisola; y el sombrerero a quien le había enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir de
casa.
Sus conocidos y amigos no le asistían a
una sola cita, ni avisaban cuando faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!
-¿Qué os parece de esta tierra,
monsieur Sans-délai? -le dije al llegar a estas pruebas.
-Me parece que son hombres
singulares...
-Pues así son todos. No comerán por no
llevar la comida a la boca.
Presentose con todo, yendo y viniendo
días, una proposición de mejoras para un ramo que no citaré, quedando recomendada eficacísimamente.
A los cuatro días volvimos a saber el
éxito de nuestra pretensión.
-Vuelva usted mañana -nos dijo el
portero-. El oficial de la mesa no ha venido hoy.
«Grande causa le habrá detenido», dije
yo entre mí. Fuímonos a dar un paseo, y nos encontramos, ¡qué casualidad!, al oficial de la mesa en el Retiro, ocupadísimo en dar una vuelta con su señora al hermoso sol de los inviernos claros de
Madrid. Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero:
-Vuelva usted mañana, porque el señor
oficial de la mesa no da audiencia hoy.
-Grandes negocios habrán cargado sobre
él -dije yo.
Como soy el diablo y aun he sido
duende, busqué ocasión de echar una ojeada por el agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando un cigarrito al brasero, y con una charada del Correo entre manos que le debía costar
trabajo el acertar.
-Es imposible verle hoy -le dije a mi
compañero-; su señoría está en efecto ocupadísimo.
Dionos audiencia el miércoles inmediato, y, ¡qué
fatalidad!, el expediente había pasado a informe, por desgracia, a la única persona enemiga indispensable de monsieur y de su plan, porque era quien debía salir en él perjudicado. Vivió el expediente
dos meses en informe, y vino tan informado como era de esperar. Verdad es que nosotros no habíamos podido encontrar empeño para una persona muy amiga del informante. Esta persona tenía unos ojos muy hermosos, los
cuales sin duda alguna le hubieran convencido en sus ratos perdidos de la justicia de nuestra
causa.
Vuelto de informe se cayó en la cuenta
en la sección de nuestra bendita oficina de que el tal expediente no correspondía a aquel ramo; era preciso rectificar este pequeño error; pasose al ramo, establecimiento y mesa correspondiente, y
hétenos caminando después de tres meses a la cola siempre de nuestro expediente, como hurón que busca el conejo, y sin poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera. Fue el caso al llegar aquí que el
expediente salió del primer establecimiento y nunca llegó al otro.
-De aquí se remitió con fecha de tantos
-decían en uno.
-Aquí no ha llegado nada -decían en
otro.
-¡Voto va! -dije yo a monsieur
Sans-délai, ¿sabéis que nuestro expediente se ha quedado en el aire como el alma de Garibay, y que debe de estar ahora posado como una paloma sobre algún tejado de esta activa
población?
Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a
los empeños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué delirio!
-Es indispensable -dijo el oficial con
voz campanuda-, que esas cosas vayan por sus trámites regulares.
Es decir, que el toque estaba, como el
toque del ejercicio militar, en llevar nuestro expediente tantos o cuantos años de servicio.
Por último, después de cerca de medio
año de subir y bajar, y estar a la firma o al informe, o a la aprobación o al despacho, o debajo de la mesa, y de volver siempre mañana, salió con una notita al margen que
decía:
«A pesar de la justicia y utilidad del
plan del exponente, negado.»
-¡Ah, ah!, monsieur Sans-délai -exclamé
riéndome a carcajadas-; éste es nuestro negocio.
Pero monsieur Sans-délai se daba a
todos diablos.
-¿Para esto he echado yo mi viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: «Vuelva usted mañana», y
cuando este dichoso «mañana» llega en fin, nos dicen redondamente que «no»? ¿Y vengo a darles dinero? ¿Y vengo a hacerles favor? Preciso es que la intriga más enredada se haya fraguado para oponerse
a nuestras miras.
-¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay
hombre capaz de seguir dos horas una intriga. La pereza es la verdadera intriga; os juro que no hay otra; ésa es la gran causa oculta: es más fácil negar las cosas que enterarse de
ellas.
Al llegar aquí, no quiero pasar en
silencio algunas razones de las que me dieron para la anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión.
-Ese hombre se va a perder -me decía un
personaje muy grave y muy patriótico.
-Esa no es una razón -le repuse-: si él
se arruina, nada, nada se habrá perdido en concederle lo que pide; él llevará el castigo de su osadía o de su ignorancia.
-¿Cómo ha de salir con su intención?
-Y suponga usted que quiere tirar su
dinero y perderse, ¿no puede uno aquí morirse siquiera, sin tener un empeño para el oficial de la mesa?
-Puede perjudicar a los que hasta ahora
han hecho de otra manera eso mismo que ese señor extranjero quiere.
-¿A los que lo han hecho de otra
manera, es decir, peor?
-Sí, pero lo han
hecho.
-Sería lástima que se acabara el modo
de hacer mal las cosas. ¿Conque, porque siempre se han hecho las cosas del modo peor posible, será preciso tener consideraciones con los perpetuadores del mal? Antes se debiera mirar si podrían
perjudicar los antiguos al moderno.
-Así está establecido; así se ha hecho
hasta aquí; así lo seguiremos haciendo.
-Por esa razón deberían darle a usted
papilla todavía como cuando nació.
-En fin, señor Fígaro, es un
extranjero.
-¿Y por qué no lo hacen los naturales
del país?
-Con esas socaliñas vienen a sacarnos
la sangre.
-Señor mío -exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia-, está
usted en un error harto general. Usted es como muchos que tienen la diabólica manía de empezar siempre por poner obstáculos a
todo lo bueno, y el que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las naciones que han tenido, ya que no el saber, deseos
de él, no han encontrado otro remedio que el de recurrir a los que sabían más que ellas.
»Un extranjero -seguí- que corre a un país que le es
desconocido, para arriesgar en él sus caudales, pone en circulación un capital nuevo, contribuye a la sociedad, a quien hace un inmenso beneficio con su talento y su dinero, si pierde es un héroe; si
gana es muy justo que logre el premio de su trabajo, pues nos proporciona ventajas que no podíamos acarrearnos solos. Ese extranjero que se establece en este país, no viene a sacar de él el dinero,
como usted supone; necesariamente se establece y se arraiga
en él, y a la vuelta de media docena de años, ni es extranjero ya ni puede serlo; sus más caros intereses y su familia le ligan al nuevo país que ha adoptado;
toma cariño al suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido una compañera; sus hijos son españoles, y sus nietos lo serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a dejar un capital
suyo que traía, invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado otro capital de talento, que vale por lo menos tanto como el del dinero; ha dado de comer a los pocos o muchos naturales de quien ha
tenido necesariamente que valerse; ha hecho una mejora, y hasta ha contribuido al aumento de la población con su nueva familia. Convencidos de estas importantes verdades, todos los Gobiernos sabios y
prudentes han llamado a sí a los extranjeros: a su grande hospitalidad ha debido siempre la Francia su alto grado de esplendor; a los extranjeros de todo el mundo que ha llamado la Rusia, ha debido
el llegar a ser una de las primeras naciones en muchísimo menos tiempo que el que han tardado otras en llegar a ser las últimas; a los extranjeros han debido los
Estados Unidos... Pero veo por sus gestos de usted -concluí interrumpiéndome oportunamente a mí mismo- que es muy difícil convencer al que está persuadido de que no se debe convencer. ¡Por cierto, si
usted mandara, podríamos fundar en usted grandes esperanzas!
Concluida esta filípica, fuime en busca
de mi Sans-délai.
-Me marcho, señor Fígaro -me dijo-. En
este país «no hay tiempo» para hacer nada; sólo me limitaré a ver lo que haya en la capital de más notable.
-¡Ay, mi amigo! -le dije-, idos en paz,
y no queráis acabar con vuestra poca paciencia; mirad que la mayor parte de nuestras cosas no se ven.
-¿Es
posible?
-¿Nunca me habéis de creer? Acordaos de
los quince días...
Un gesto de monsieur Sans-délai me
indicó que no le había gustado el recuerdo.
-Vuelva usted mañana -nos decían en
todas partes-, porque hoy no se ve.
-Ponga usted un memorialito para que le
den a usted permiso especial.
Era cosa de ver la cara de mi amigo al
oír lo del memorialito: representábasele en la imaginación el informe, y el empeño, y los seis meses, y... Contentose con decir:
-Soy extranjero. ¡Buena recomendación
entre los amables compatriotas míos!
Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada
vez nos comprendía menos. Días y días tardamos en ver las pocas rarezas que tenemos guardadas. Finalmente, después de medio año largo, si es que puede haber un medio año más largo que otro, se
restituyó mi recomendado a su patria maldiciendo de esta tierra, y dándome la razón que yo ya antes me tenía, y al extranjero noticias excelentes de
nuestras costumbres; diciendo sobre todo que en seis meses no había podido hacer otra cosa sino «volver siempre mañana», y que a la vuelta de tanto «mañana», eternamente futuro, lo mejor, o más bien
lo único que había podido hacer bueno, había sido marcharse.
¿Tendrá razón, perezoso lector (si es
que has llegado ya a esto que estoy escribiendo), tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en hablar mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de mañana con gusto a visitar
nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro día no tienes, como sueles, pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu bolsillo, y
pereza de abrir los ojos para hojear las hojas que tengo que darte todavía, te contaré cómo a mí mismo, que todo esto veo y conozco y callo mucho más, me ha sucedido muchas veces, llevado de esta
influencia, hija del clima y de otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa; abandonar más de una pretensión empezada, y las esperanzas de
más de un empleo, que me hubiera sido acaso, con más actividad, poco menos que asequible; renunciar, en fin, por pereza de hacer una visita justa o necesaria, a relaciones sociales que hubieran
podido valerme de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que no hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana; te referiré que me levanto a las once, y duermo siesta; que paso
haciendo el quinto pie de la mesa de un café, hablando o roncando, como buen español, las siete y las ocho horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el café, me arrastro lentamente a mi tertulia
diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito tras otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar, las doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me acuesto; en fin, lector
de mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fue de pereza. Y concluyo por hoy confesándote que
ha más de tres meses que tengo, como la primera entre mis apuntaciones, el título de este artículo, que llamé «Vuelva usted mañana»; que todas las noches y muchas tardes he querido durante ese tiempo
escribir algo en él, y todas las noches apagaba mi luz diciéndome a mí mismo con la más pueril credulidad en mis propias resoluciones: «¡Eh!, ¡mañana le escribiré!». Da gracias a que llegó por fin
este mañana que no es del todo malo: pero ¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás!
FIN
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