Pero Klein no se quedó en el azul, pues también usó el oro
y el rojo, colores que, junto al IKB consideraba representantes del misterio teológico de la Santísima Trinidad. El oro era para él un símbolo del espacio absoluto, divino e infinito y lo
utilizaba con la sana intención de redirigir a los espectadores hacia el cosmos. A partir de este momento, las pinturas ya dejaron de ser uniformes y comenzaron a mostrar diversas excrecencias, que
evocaban una superficie lunar, producidas por efecto de la lluvia.
En conclusión, Klein era un hombre fascinado por lo místico
y las nociones relacionadas, como lo infinito, lo inefable, lo absoluto… Para él, las imágenes con líneas eran una forma de prisión y por eso buscaba la libertad en el color. Así mismo, afirmaba que
en realidad no existía nada en absoluto, solo el vacío. Tal vez por todo ello, Klein se apoya en la experiencia inmediata, como el movimiento y las artes escénicas, y parece querer abandonar el
objeto como vehículo de arte, buscando transmitir sus ideas y experiencias mediante formas más directas.
Yves Klein, hijo de los pintores Fred Klein y Marie
Raymond, nació en Niza el 28 de abril de 1928. De niño no mostró especial atención hacia el arte, sin embargo, a partir de los catorce años, a partir de su amistad con Claude Pascal y Arman
Fernández, comenzó a pintar, sobre todo pinturas monocromáticas, pero no solo en azul, sino en una amplia variedad de colores, teniendo cada uno de ellos un significado especial para él,
realizándolos especialmente con rodillos y esponjas.