Centenarios:

Octubre y noviembre 2019.

Para esta ocasión tenemos un buen repertorio de centenarios literarios que conmemorar, tanto en nacimientos como en defunciones: Ricardo Palma, Jacques Cazotte, Karl Adolph Gjellerup, Samuel Daniel, Doris Lessing, Ella Wheeler Wilcox, Jorge de Sena, Abraham Valdelomar, Gédéon Tallemant des Réux, Kalle Päätalo, George Eliot y Frederik Pohl. ¿Qué sabéis de ellos?...

Un trabajo de…

Ricardo Palma, el 6 de octubre de 2019 se cumplen cien años de su muerte.

 

 

 

 

Nacido el 7 de febrero de 1833 en la ciudad de Lima, capital de Perú, Palma es famoso por la recopilación de leyendas de la época colonial. Marino militar desde los veinte años, vivió diferentes conflictos políticos y militares. Reconstruyó la Biblioteca Nacional del Perú, destruida durante la contienda de la Guerra del Pacífico entre su país y Chile y en 1887 fundó la Academia Peruana.

De inspiración romántica, durante su juventud compuso algunos poemas y tradujo a Víctor Hugo. En 1863 se editarían sus Anales de la Inquisición de Lima a los que siguieron varios libros de poesía, pero la fama le llegó con las Tradiciones peruanas, un conjunto de relatos de ficción histórica que iban apareciendo en periódicos y revista hasta ser recopilados en varios tomos. Basadas, como ya hemos dicho, en sucesos históricos sacados de los documentos archivados en la Biblioteca Nacional, estas leyendas están redactadas en un lenguaje netamente popular con profusión de refranes y dichos callejeros y en un tono costumbrista, dialogante e informal, criticando en sus historias la decadencia política y religiosa de su época, no rechazando los momentos subidos de tono y picantes. En total son 453 narraciones que abarcan desde el imperio incaico hasta la república, pasando por el virreinato y la independencia.

Retirado a la ciudad de Miraflores, cercana a Lima, falleció el 6 de octubre de 1919.

 

La casa de Pilatos

 

Frente a la capilla de la Virgen del Milagro hay una casa de especial arquitectura, casa sui géneris y que no ofrece punto de semejanza con ninguna otra de las de Lima. Sin embargo de ser anchuroso su patio, la casa es húmeda y exhala húmedo vapor. Tiene un no sé qué de claustro, de castillo feudal y de casa de ayuntamiento.

Que la casa fue de un conquistador, compañero de Pizarro, lo prueba el hecho de estar la escalera colocada frente a la puerta de la calle; pues tal era una de las prerrogativas acordadas a los conquistadores. Hoy no llegan a diez las casas que conservan la escalera fronteriza.

El extranjero que pasa por la calle del Milagro se detiene involuntariamente en su puerta y lanza al interior mirada escudriñadora. Y lo particular es que a los limeños nos sucede lo mismo. Es una casa que habla a la fantasía. Ni el Padre Santo de Roma le hará creer a un limeño que esa casa no ha sido teatro de misteriosas leyendas.

Y luego, la casa misteriosa fue conocida, desde hace tres o cuatro generaciones, con nombre a propósito para que la imaginación se eche retozar. Nuestros abuelos y nuestros padres la llamaron la casa de Pilatos, y así la llamamos nosotros y la llaman nuestros hijos. ¿Por qué? ¿Acaso Poncio Pilatos fue propietario en el Perú?

Entre mis manos y bajo mis espejuelos he tenido los títulos que el actual dueño, compadeciendo acaso mi manía de embelesarme con antiguallas, tuvo la amabilidad de permitirme examinar; y de ellos no aparece que el pretor de Jerusalén hubiera tenido arte ni parte en la fábrica del edificio, cuya área mide cuarenta varas castellanas de frente por sesenta y ocho de fondo.

Y sin embargo, la casa se llama de Pilatos. ¿Por qué?

Voy a satisfacer la curiosidad del extranjero, contando lo mismo que las viejas cuentan y nada más. Se pela la frente el lector limeño que piense que sobre la casa de Pilatos voy a decirle algo que él no se tenga sabido.

La casa se fabricó en 1590, esto es, medio siglo después de la fundación de Lima y cuando los jesuitas acababan de tomar cédula de vecindad en esta tierra de cucaña. Fue el padre Ruiz del Portillo, Superior de ellos, quién delineó el plano; pues ligábalo estrecha amistad con un rico mercader español apellidado Esquivel, propietario del terreno.

Con maderas y ladrillos sobrantes de la fábrica de San Francisco y que Esquivel compró a ínfimo precio, se encargó el mismo arquitecto que edificaba el colegio máximo de San Pablo de construir la casa misteriosa, edificio sólido y a prueba de temblores, que no pocos ha resistido sin experimentar desperfecto.

Por medio de una ancha galería, sótano o bóveda subterránea, de seis cuadras de longitud, está la fábrica en comunicación con el convento de San Pedro que habitaron los jesuitas.

Ese subterráneo que, previo permiso del actual propietario de la casa, puede visitar el curioso que de mis afirmaciones dude, les vendrá de perilla a los futuros escritores de novelas patibularias. En el sótano pueden hacer funcionar holgadamente contrabandistas, y conspiradores, y monederos falsos, y caballeros aherrojados, y doncellas tiranizadas, y todo el arsenal romántico romancesco. ¡Cuando yo digo que la casa de Pilatos está llamada a dar en el porvenir mucha tela que cortar!

¿Para qué se hizo este subterráneo? Ni lo sé ni me interesa saberlo.

La casa hasta 1635 sirvió de posada y lonja a mineros y comerciantes portugueses. Treinta y siete mil pesos de a ocho había invertido Esquivel en la fábrica, y los arrendamientos le producían un interés más que decente del capital empleado. Época hubo también en que, hallándose la plaza del mercado situada en San Francisco, fue el patio de la casa de Pilatos ocupado por los vendedores de fruta.

Heredó la casa doña María de Esquivel y Járava, esposa de un general español; y muerta ella, la Inquisición, que por censos tenía un crédito de ochocientos pesos, y otros acreedores, formaron concurso. Duró tres años la tramitación del expediente, y en 1694 se decretó el remate de la finca para satisfacer acreencias que subían a doce mil pesos.

D. Diego de Esquivel y Járava, natural del Cuzco, caballero de Santiago y que en 1687 obtuvo título de marqués de San Lorenzo de Valleumbroso, no quiso consentir en que la casa de su tía abuela pasara a familia extraña; y después de pagar acreedores, dio a los herederos veintiocho mil pesos.

Después de la Independencia cesó la casa de formar parte del mayorazgo de Valleumbroso y pasó a otros propietarios, circunstancia muy natural y sin importancia para nosotros.

Olvidaba apuntar que en tiempo del virrey Amat, a propósito de la expulsión de los jesuitas, se dijo que del sótano de la casa se había sacado un tesoro. No afirmo, consigno el rumor.

Pero a todo esto, ¿por qué se llama esa la casa de Pilatos? No digas, lector, que se me ha ido el santo al cielo. Ten paciencia, que allá vamos.

Cuenta el pueblo que por agosto de 1635 y cuando la casa estaba arrendada a mineros y comerciantes portugueses, pasó por ella, un viernes a media noche, cierto mozo truhán que llevaba alcoholizados los aposentos de la cabeza. El portero habría probablemente olvidado echar cerrojo, pues el postigo de la puerta estaba entornado. Vio el borrachín luces en los altos, sintió algún ruido o murmullo de gente, y confiando hallar allí jarana y moscorrofio, atreviose a subir la escalera de piedra, que es, dicho sea de paso, otra de las curiosidades que el edificio ofrece.

El intruso adelantó por los corredores hasta llegar a una ventana, tras cuya celosía se colocó, y pudo a sus anchas examinar un espacioso salón profusamente iluminado y cuyas paredes estaban cubiertas por tapices de género negro.

Bajo un dosel vio sentado a uno de los hombres más acaudalados de la ciudad, el portugués D. Manuel Bautista Pérez, y hasta cien compatriotas de éste en escaños, escuchando con reverente silencio el discurso que les dirigía Pérez y cuyos conceptos no alcanzaba a percibir con claridad el espía.

Frente al dosel y entre blandones de cera había un hermoso crucifijo de tamaño natural.

Cuando terminó de hablar Pérez, todos los circunstantes menos éste fueron por riguroso turno levantándose del asiento, avanzaron hacia el Cristo y descargaron sobre él un fuerte ramalazo.

Pérez, como Pilatos, autorizaba con su impasible presencia el escarnecedor castigo.

El espía no quiso ver más profanaciones, escapó como pudo y fue con el chisme a la Inquisición, que pocas horas después echó la zarpa encima a más de cien judíos portugueses.

Al judío Manuel Bautista Pérez le pusieron los católicos limeños el apodo de Pilatos, y la casa quedó bautizada con el nombre de casa de Pilatos.

Tal es la leyenda que el pueblo cuenta. Ahora veamos lo que dicen los documentos históricos.

En la Biblioteca de Lima existe original el proceso de los portugueses, y de él sólo aparece que en la calle del Milagro existió la sinagoga de los judíos, cuyo rabino o capitán grande (como dice el fiscal del Santo Oficio) era Manuel Bautista Pérez. El fiscal habla de profanación de imágenes; pero ninguna minuciosidad refiere en armonía con la popular conseja.

El juicio duró tres años. Quien pormenores quiera, búsquelos en mis Anales de la Inquisición de Lima.

Pérez y diez de sus correligionarios fueron quemados en el auto de fe de 1639, y penitenciados cincuenta portugueses más, gente toda de gran fortuna. Parece que al portugués pobre no le era lícito ni ser judío, o que la Inquisición no daba importancia a descamisados.

Y no sé más sobre Pilatos ni sobre su casa.

De Ricardo Palma,

en su primera serie de Tradiciones peruanas (1868)

Narración e ilustración: www.cervantesvirtual.com

Jacques Cazotte, el 7 de octubre de 2019 se cumplen trescientos años de su nacimiento.

 

 

 

Cazotte nació en la ciudad francesa de Dijon y tuvo una educación católica impartida por los jesuitas. Posteriormente obtuvo un puesto de trabajo en el Ministerio de la Marina Francesa y un cargo público en la isla de la Martinica, regresando a París a la edad de cuarenta y un años, momento en que comienzan sus primeros intentos en el mundo literario, debutando con algunos canciones y romances, como el titulado Les Prouvesses inimitables d’Ollivier, marquis d’Edesse, con lo que se ganó cierta popularidad. Así mismo, escribió una serie de cuentos orientales para sus hijos, entre los que destacan La patte du chat o Mille et une fadaises. Sin embargo, su mayor éxito le llegó con El diablo enamorado (Le diable amoureux), de 1772. También tradujo, en colaboración con el sacerdote sirio Dom Denis Chavis, leyendas árabes al francés para su colección La Cabinet des fées.

Hacia 1775 se unió a los Illuminati, declarando poseer el poder la profecía, el cual, según se dice, utilizó para vislumbrar los sucesos y acontecimientos que se desarrollarían durante la Revolución Francesa. En cambio, hacia los últimos años de su vida siguió al místico Martinez de Pasqually, convirtiéndose en un “monárquico místico”, lo que le acarreó la cárcel por sus acciones contrarrevolucionarias, muriendo guillotinado el 25 de septiembre de 1792.

El diablo enamorado

(fragmento)

A los veinticinco años yo era capitán de los guardias del rey de Nápoles. Llevábamos una vida de camaradería y como jóvenes que éramos, nos dedicábamos a las mujeres y al juego en la medida en que lo permitía nuestra bolsa, y filosofábamos en los cuarteles cuando no nos quedaba otro recurso.

Una noche después de habernos agotado en razonamientos de toda índole alrededor de un pequeño frasco de vino de Chipre y algunas castañas secas, la conversación recayó sobre la cábala y los cabalistas.

Uno de nosotros pretendía que era una ciencia real y cuyas operaciones eran seguras; cuatro de los más jóvenes sostenían que era un montón de absurdos, una fuente, de picardías propias para engañar a las gentes crédulas y divertir a los niños. El mayor de todos nosotros, flamenco de origen, fumaba una pipa con aire distraído y no decía palabra. Su aspecto frío y su distracción me servían de espectáculo a través de aqu el discordante guirigay que nos aturdía y me impedía tomar parte en una charla demasiado desordenada como para que pudiese interesarme.

Estábamos en el cuarto del fumador; la noche avanzaba. La tertulia se disolvió y nos quedamos solos nuestro hombre y yo.

Continuó fumando flemáticamente; yo me quedé apoyado con los codos sobre la mesa, sin decir nada. Finalmente, fue él quien rompió el silencio.

«Joven –me dijo–, acabáis de oír mucho ruido. ¿Por qué os habéis mantenido al margen de la barahúnda?

–Prefiero callarme –le respondí– antes que aprobar o censurar algo que no conozco. Ni siquiera sé lo que, quiere decir la palabra cábala.

–Tiene varios significados –me dijo–, pero no se trata de ellos, sino de la cosa en sí. ¿Creéis que pueda existir una ciencia que enseñe a transformar los metales y a reducir a los espíritus bajo vuestra obediencia?

–Nada conozco de los espíritus, comenzando por el mío, salvo que estoy seguro de su existencia. En cuanto a los metales, sé el valor de, un carlín en el juego, en la posada y en otros lugares, y nada puedo afirmar ni negar acerca de la esencia de unos y otros, de las modificaciones e impresiones de que son susceptibles.

–Mi joven amigo, mucho me complace vuestra ignorancia; es tan valiosa como la doctrina de los demás: al menos no vivís en el error y, si bien no estáis instruido, sois susceptible de estarlo. Vuestro natural, la franqueza de vuestro carácter, la rectitud de vuestro espíritu, me agradan. Sé algo más que el común de los mortales; juradme el mayor secreto empeñando vuestra palabra de honor, prometed conduciros con prudencia y seréis mi discípulo.

–El ofrecimiento que me hacéis, mi querido Soberano, me resulta muy agradable. La curiosidad es mi pasión más fuerte. Os confesaré que, por naturaleza, me han despertado poco interés los conocimientos ordinarios; siempre me han parecido demasiado limitados, y he adivinado esa esfera elevada a la que queréis ayudarme a subir. Pero ¿cuál es la primera clave de la ciencia a que os referís? Según lo que decían nuestros compañeros en la discusión, son los propios espíritus quienes nos instruyen. ¿Es posible relacionarse con ellos?

–Vos lo habéis dicho, Alvaro: nada aprenderíamos por nosotros mismos. En cuanto a la posibilidad de nuestras relaciones con ellos, voy a daros una prueba que no admite réplica.»

Mientras decía estas palabras, daba fin a su pipa. La golpea tres veces para hacer salir un poco de ceniza que quedaba en el fondo, la coloca sobre la mesa, bastante cerca de mí, y alza la voz, diciendo: «Calderón, ven a buscar mi pipa, enciéndemela y tráemela de nuevo.»

Apenas terminaba el mandato cuando vi desaparecer la pipa; y, antes de que hubiese podido razonar sobre los medios, ni preguntar quién era ese Calderón encargado de sus órdenes, la pipa encendida había regresado y mi interlocutor había reemprendido su ocupación.

Continuó en ella por algún tiempo, menos para saborear el tabaco que para disfrutar de la sorpresa que me ocasionaba. Luego, levantándose, dijo: «Entro de guardia al amanecer; debo descansar. Id a acostaros; sed prudente y volveremos a vernos.»

Me retiré lleno de curiosidad y hambriento de las ideas nuevas que muy pronto colmarían mi espíritu con la ayuda del Soberano. Lo vi al otro día, y los siguientes: no tuve otra pasión; me convertí en su sombra.

Le hacía mil preguntas; él eludía unas y respondía a otras con un tono de oráculo. Finalmente, lo urgí sobre el asunto de la religión de sus iguales. «Es –me respondió– la religión natural.»

Entramos en algunos detalles. Sus decisiones cuadraban mejor con mis inclinaciones que con mis principios, pero quería llegar a mi objetivo y no debía contrariarlo.

«Mandáis a los espíritus –le decía–. Quiero, como vos, tener trato con ellos. Lo quiero. ¡Lo quiero!

–Sois impulsivo, compañero. Aún no habéis superado vuestro tiempo de prueba; no habéis satisfecho ninguna de las condiciones bajo las cuales se puede abordar sin temor esa sublime categoría.

–¿Y me falta mucho tiempo?

–Quizá dos años.

–Abandono este proyecto –exclamé–. Moriría de impaciencia en el intervalo. Sois cruel, Soberano. No podéis concebir la violencia del deseo que habéis creado en mí: me quema...

–Joven, os creía más prudente, me hacéis temblar, por vos y por mí. ¿Os expondríais acaso a evocar a los espíritus sin ninguna de las preparaciones...?

–¿Y qué podría sucederme?

–No digo que necesariamente os suceda algo malo. Si tienen poder sobre nosotros es porque nuestra

debilidad, nuestra pusilanimidad, se lo otorga; en el fondo, hemos nacido para mandarlos.

–¡Ah! ¡Los mandaré!

–Sí, tenéis un corazón ardiente. Pero si perdéis la cabeza, si os asustan hasta el punto de que...

–Si basta con no temerlos, no les será fácil asustarme.

–¿Y si vierais al Diablo?

–Le tiraría de las orejas al gran Diablo del infierno.

–¡Bravo! Si estáis tan seguro de vos, podéis arriesgaros, y os prometo mi asistencia. El viernes próximo os invito a cenar con dos de los nuestros. Llevaremos a cabo la aventura.»

De Jaques Cazotte

La Diable amoureux (1772)

Karl Adolph Gjellerup, el 13 de octubre de 2019 se cumplen cien años de su muerte.

 

 

 

 

Gjelleroup nació el 2 de junio de 1857 en Roholte, isla de Seelandia, Dinamarca, hijo de un párroco luterano, por lo que realizó estudios de teología que abandonó al dejarse influenciar por las ideas de Darwin y el pensamiento crítico radical de Georg Brandes, alejándose de las creencias familiares y rompiendo con el cristianismo, como así deja patente en su primer libro, El idealista (1878), y en su despedida de la teología El aprendiz de teutones (1882). La filosofía le mostró su nuevo camino a través del idealismo alemán y el romanticismo, con una búsqueda constante de la religión que, finalmente, le llevaría hasta el budismo y otras religiones orientales, como muestra en dos novelas: Minna (1889) y El peregrino Kamanita (1906), la primera ambientada en la Alemania contemporánea y la segunda en una historia de reencarnación ocurrida en la India. En 1917 compartió el Premio Nobel de Literatura con su compatriota Henrik Pontoppidan.

El peregrino Kamanita

(Fragmento)
 

"Mientras el Sublime pronunciaba estas palabras en casa del alfarero de Rajagaha, el peregrino Kamanita despertaba en el paraíso del Oeste.
Envuelto en una túnica roja que, suave y brillante como el pétalo de una flor, caía en pliegues abundantes, se encontró, sentado en sus piernas, sobre una enorme flor de loto del color de su túnica, que flotaba en un gran estanque. Por dondequiera, en la amplia superficie del agua se veían flores de loto rojas, azules y blancas; unas todavía en brote, aunque bastante desarrolladas, pero incontables, abiertas como la suya. Y casi de todas ellas salía una figura humana, cuya vestimenta parecía haber emergido de los pétalos de las flores.

En los márgenes del estanque, en la hierba verde, reían infinitas flores, como si hubieran renacido allí, en figura de flores, todas las piedras preciosas del mundo, conservando su brillo y sus juegos de color transparente, pero cambiando la dura coraza que habían llevado en su existencia terrenal por algo de planta, blanco, flexible y vivo. El aroma que despedían era más fuerte que el de todas las esencias fragantes que pueden encerrarse en un frasco de cristal; pero tenía la frescura del olor de las flores naturales.
De esta atractiva orla de los márgenes, la mirada encantada seguía deslizándose entre árboles altos y de amplias copas con follaje de esmeralda y refulgencias de piedras preciosas, unos aislados, en grupos otros, y otros formando espesos bosques, hasta las graciosas colinas de roca, que unas veces mostraban desnudas sus formas cristalinas, marmóreas y alabastrinas, y otras se cubrían de espesa maleza o aparecían salpicadas de olorosas flores. A lo lejos se veía una cañada en que rocas y bosques se apartaban para dejar paso a un río hermoso, que silenciosamente, como una corriente de luz de estrellas, se vertía en el estanque.

Por sobre todo este paisaje lucía la bóveda de un cielo de un azul intensísimo, y bajo esta cúpula flotaban blancas nubecillas de caprichosas formas, sobre las que se posaban graciosos geniecillos, cuyos instrumentos llenaban el espacio con los sones encantados de deliciosas armonías.
En este cielo no se veía sol alguno; mas tampoco era necesario, pues de las nubecillas y los genios, de rocas y flores, del agua y de las flores de loto, de las vestiduras de los bienaventurados, y más aún de sus rostros, irradiaba una luz maravillosa y dulcísima. Y así como esta luz era de una claridad resplandeciente, sin ser por eso deslumbradora, el tibio calor, saturado de fragancias, era refrescado por la constante brisa que salía del agua, y sólo respirar este aire era un placer al que no hay nada semejante en el mundo."

De Karl Adolph Gjelleroup

Pilgrimen Kamnita (1906)

Samuel Daniel, el 14 de octubre de 2019 se cumplen cuatrocientos años de su muerte.

 

 

 

 

Se piensa que Samuel Daniel nació en 1562, aunque no se tiene todas las certezas, Tauton, Somerset, Inglaterra. Estudió en Oxford y trabajó como ayudante del embajador en París, aunque posteriormente estuvo al servicio de varios nobles británicos, ejerciendo de tutor de sus hijos, hasta que en 1604 la reina Ana le encargó una mascarada para celebrar en palacio titulada La visión de las doce diosas, tras lo cual, le otorgó el derecho de licenciar sus obras de teatro y fue nombrado maestro de entretenimiento de la reina y, más tarde, caballero.

Su primer libro de poemas, Delia, donde aparece el conocido poema La queja de Rosamond, fue editado en 1592. A él le siguieron la pieza dramática La tragedia de Cleopatra (1594) y una historia en verso sobre las Guerras de las dos Rosas, The Civile Warres (1595-1609).

Samuel Daniel tuvo un sentido filosófico de la historia, como se puede comprobar en sus obras, tanto en poesía como en prosa, escribiendo no solo libros de poemas y piezas dramáticas, sino también algunos interesantes ensayos literarios y libros de historia.

Son sombras

 

¿Son sombras que vemos? 

¿Y las sombras pueden dar placer? 

Sólo placeres sombras 

Moldeados por cuerpos que concebimos 

Y se hacen las cosas que consideramos 

En esas figuras que parecen. 

 

Pero estos placeres desaparecen rápidamente 

Que por las sombras se expresan; 

Los placeres no son, si duran; 

En su paso es su mejor. 

La gloria es más brillante y alegre 

En un instante, y tan lejos. 

 

Alimentar a continuación, los ojos codiciosos, 

En la maravilla que usted ve; 

Tómelo de repente mientras vuela, 

Aunque lo tomes para no sostenerlo. 

Cuando tus ojos han hecho su parte, 

El pensamiento debe alargarlo en el corazón. 

Samuel Daniel

Doris Lessing, el 22 de octubre de 2019 se cumplen cien años de su nacimiento.

 

 

 

 

Su nombre real era Doris May Tayler y nació en Kermânshâh, Persia (el actual Irán), aunque su familia se trasladó a una granja del sur de Rodesia (la actual Zibabwe) cuando ella tenía cinco años, donde vivió hasta los 30, momento en que se estableció en Inglaterra. Mujer muy preocupada por los problemas sociales y los conflictos políticos del siglo XX, fue una comunista activa durante su juventud, como relata en Pursuit of the English (1960), donde cuenta sus primeros meses en Inglaterra, Going Home (1957), en la que describe sus reacciones al volver a Rodesia, o en sus autobiografías: Dentro de mí (1994) y Un paseo por la sombra (1997).

Su primer libro publicado, Canta la hierba (1950), trata sobre un granjero blanco y su esposa, además de su criado africano en Rodesia. La serie de cinco novelas, escritas entre 1952 y 1969, que trata sobre un personaje femenino que da título a la primer: Martha Quest, Un casamiento convencional, Al final de la tormenta, Cerco de tierra y La ciudad de las cuatro puertas, se encuentra entre sus obras más importantes. Sin embargo, con El cuaderno dorado (1962), su obra más compleja y más leída, alcazría el reconocimiento mundial. A ella le seguiría Memorias de un superviviente (1975), una fantasía profética que explora el colapso psicológico y social.

No podemos olvidar sus colecciones de cuentos, género en el que Lessing era una maestra, de las que destacaremos: Historia de un hombre no casado (1972) o Cuentos africanos (1963). Ni tampoco de su serie de ciencia ficción titulada Canopus in Argos: Archives (1979 – 83). Ni de sus ensayos Times Bites (2004), en los que muestra su amplitud de intereses.

La obra de Lessing es muy variada y extensa, además de premiada en todo el mundo, pero baste con decir que en 2007 le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura. Doris Lessing falleció en Londres el 17 de noviembre de 2013.

La costumbre de amar

En 1947 George volvió a escribir a Myra y le dijo que ahora que la guerra había quedado bien atrás era el momento de regresar a casa y casarse con él. Myra le respondió desde Australia, adonde había ido con sus dos hijos en 1943 porque tenía parientes allí, diciéndole que sentía que poco a poco se habían ido distanciado; ya no estaba segura de querer casarse con él. George no se permitió desmoronarse. Le mandó el importe del billete de avión y le pidió que fuera a visitarlo. Ella fue dos semanas, porque no podía dejar solos por más tiempo a sus hijos. Le contó que le gustaba Australia, le agradaba el clima —ya no podía soportar el británico— y opinaba que Inglaterra estaba, casi seguro, acabada. Y se había acostumbrado a echar de menos Londres. También, es de suponer, a George Talbot.

Para George fueron quince días muy dolorosos. Creía que también para ella. Se habían conocido en 1938, vivieron juntos cinco años y durante cuatro intercambiaron epístolas de amantes separados por el destino. Sin duda, Myra era el amor de su vida. Hasta ese momento creyó que él también lo había sido para ella. Myra, una mujer atractiva a la que el sol y las playas australianas habían embellecido, le hizo un gesto de despedida en el aeropuerto, con los ojos repletos de lágrimas.

Los ojos de George al regresar del aeropuerto permanecieron secos. Si alguien ha querido a una persona con toda el alma, es algo más que el amor lo que desaparece cuando una de las partes de la pareja, que se creyó indisoluble, se aleja en un emotivo adiós. George se bajó pronto del taxi y paseó por Saint James’s Park. Pero le resultó demasiado pequeño y se dirigió a Green Park. Después fue a Hyde Park y de allí a Kensington Gardens. Cuando oscureció y cerraron las enormes puertas del parque tomó un taxi hacia casa. Vivía en un bloque de pisos próximo a Marble Arch. Myra había vivido allí con él durante cinco años, y era el lugar donde había imaginado que volverían a vivir juntos. Entonces se trasladó a un nuevo piso cerca de Covent Garden. Lo hizo poco después de haberle escrito una apenada carta a Myra. Se dio cuenta de que a menudo había recibido cartas así, pero nunca había escrito ninguna. Advirtió que había despreciado por completo todo el sufrimiento que había causado a lo largo de su vida. Aunque Myra le respondió con una carta muy sensata, George Talbot se dijo que definitivamente debía dejar de pensar en ella.

Dejó de ser tan displicente en el trabajo como lo había sido hasta entonces y aceptó producir una nueva obra escrita por un amigo suyo. George Talbot era un hombre de teatro. Hacía muchos años que no actuaba, pero escribía artículos, producía algún espectáculo a veces, pronunciaba discursos en ocasiones importantes y todo el mundo lo conocía. Cuando entraba en un restaurante la gente intentaba captar su atención, aunque a menudo no sabían quién era. En los cuatro años transcurridos desde la partida de Myra había tenido varias aventuras con chicas del mundo del teatro porque se había sentido solo. Había sido franco con Myra sobre estas aventuras, pero ella nunca las mencionó en sus cartas. Ahora llevaba unos meses muy ocupado y pasaba poco tiempo en casa.

Ganaba bastante dinero y mantenía aventuras con mujeres que estaban encantadas de dejarse ver en público con él. Pensó mucho en Myra, pero no le volvió a escribir, ni ella a él, a pesar de que habían acordado que siempre serían buenos amigos.

Una noche, en el vestíbulo de un teatro vio a un viejo amigo al que siempre había admirado, y este le comentó a la joven que lo acompañaba que estaba con el hombre más irresistible de su generación; ninguna mujer había sido capaz de resistírsele. La joven lanzó una breve mirada a través del vestíbulo y respondió: «¿En serio?».

Cuando George Talbot llegó a casa esa noche estaba solo y se miró en el espejo con honestidad. Tenía sesenta años, pero no los aparentaba. Fuera lo que fuese lo que había atraído a las mujeres en el pasado, sin duda no era su belleza, y no había cambiado demasiado: era un hombre robusto, de porte erguido, canoso, peinado con esmero, bien vestido. No había prestado especial atención a su rostro desde aquellos días, muchos años atrás, en que había sido actor; pero en ese instante sufrió un inusitado ataque de vanidad y se acordó de que Myra admiraba su boca y su mujer adoraba sus ojos. Se aficionó a mirarse en los espejos de los vestíbulos y restaurantes, y se veía a sí mismo igual que siempre. Sin embargo, estaba empezando a cobrar conciencia de la discrepancia entre ese afable aspecto y lo que sentía. Bajo las costillas, su corazón, resentido, macerado y dolorido, era una monstruosa zona de compasión enemistada con todo lo que había sido. A menudo, cuando la gente bromeaba, era incapaz de reírse; y su modo de hablar, que había sido ligero y alusivo y sardónico, debía de haber cambiado, porque más de una vez sus viejos amigos le preguntaron si estaba deprimido, y ya no sonreían con agrado cuando contaba alguna de sus historias. Se percató de que ya no lo consideraban una buena compañía. Llegó a la conclusión de que debía de estar enfermo y fue al médico. Este le dijo que su corazón no tenía ningún problema; todavía le quedaban treinta años de vida por delante, por fortuna, añadió con respeto, para el teatro británico.

George comprendió entonces que «tener el corazón roto» significaba que una persona podía arrastrar el corazón hecho pedazos día y noche, en su caso durante meses. Pronto haría un año. Se desvelaba en mitad de la noche a causa de la opresión en el pecho y por la mañana se despertaba abrumado por la pena. Parecía que aquello no fuera a acabar nunca, y ese pensamiento lo movió a dos acciones. Primero escribió a Myra una carta tierna, redactada con delicadeza, en la que rememoraba los años de su amor. A su debido tiempo recibió una respuesta asimismo tierna y delicada. Después fue a ver a su mujer. Eran, y lo habían sido durante muchos años, buenos amigos. Se veían a menudo, aunque no tanto desde que los hijos se habían hecho mayores; tal vez una o dos veces al año. Y nunca discutían.

Su mujer se había vuelto a casar y ahora era viuda. Su segundo marido había sido miembro del Parlamento y ella trabajaba para el Partido Laborista, formaba parte del comité consultivo de un hospital y de la junta directiva de una escuela progresista. Tenía cincuenta años, pero no los aparentaba. La tarde de su cita llevaba un traje gris claro y zapatos del mismo color, y una onda blanca de cabello cano caía sobre su frente y le daba un aire distinguido. Estaba animada y se alegraba de verlo, y le habló de algún estúpido del comité del hospital que no estaba de acuerdo con la minoría progresista sobre alguna que otra reforma. Siempre habían compartido postura política, a la izquierda del ala centrista del Partido Laborista. Ella simpatizaba con su pacifismo durante la Primera Guerra Mundial (había estado en prisión por ello) y él con su feminismo. Ambos apoyaron a los huelguistas en 1926. Durante los años treinta, después de su divorcio, ella le había ayudado con dinero para una gira con una compañía que representaba Shakespeare para los parados y los hambrientos.

Myra nunca mostró el menor interés por la política, tan solo por sus hijos. Y por George, claro.

George le pidió a su primera esposa que volviera a casarse con él, y ella se quedó tan sorprendida que dejó caer las pinzas para el azúcar y rompió un platillo. Le preguntó qué había sucedido con Myra y George le respondió:

—Bueno, querida, creo que Myra se ha olvidado de mí durante todos estos años en Australia. En todo caso, ya no me quiere. —Su voz le resultó patética y se asustó, porque no recordaba haber tenido que suplicar nunca a una mujer. Excepto a Myra.

Su esposa lo observó con atención y dijo enérgicamente:

—Estás solo, George. Bueno, nadie puede rejuvenecer.

—¿No crees que estarías menos sola si me tuvieras cerca?

Se levantó de la silla para poder darle la espalda y le dijo que pronto se casaría de nuevo. Iba a contraer matrimonio con un hombre considerablemente más joven que ella, un médico que formaba parte de la minoría progresista del hospital. Por el tono de su voz George comprendió que se sentía orgullosa y a la vez avergonzada de ese matrimonio, y que por eso le ocultaba el rostro. La felicitó y le preguntó si todavía tenía alguna posibilidad.

—Después de todo, querida, fuimos felices juntos, ¿o no? Nunca he acabado de entender realmente por qué se acabó nuestro matrimonio. Fuiste tú quien quiso ponerle fin.

—No creo que tenga sentido remover el pasado —respondió ella de un modo tajante, y volvió a sentarse frente a él. Le tenía verdadera envidia por ese aspecto juvenil, el rostro sonrosado y unas pocas arrugas bajo el desafiante mechón canoso.

—Pero, querida, me gustaría que me lo contaras. Ahora ya no puede hacer daño, ¿no?  Y siempre me he preguntado… A menudo he pensado en ello y me lo he preguntado. — Podía oír otra vez un deje patético en su voz, pero no sabía cómo evitarlo.

—Te hiciste preguntas —repuso ella— mientras no estabas ocupado con Myra.

—Pero yo no conocía a Myra cuando nos divorciamos.

—Conocías a Phillipa y a Georgina y a Janet y Dios sabe a quién más.

—Pero no me importaban.

Estaba sentada con las manos sobre el regazo, y en su cara se dibujaba una mirada que recordó haber visto cuando ella le dijo, amarga y herida, que se iba a divorciar de él.

—Tampoco yo te importaba —le espetó ella.

—Pero éramos felices. Bueno, yo era feliz… —dijo él mientras su voz se iba apagando y mostraba un patetismo que daba al traste con todo su conocimiento de las mujeres. Porque, mientras estaba ahí sentado, su corazón de viejo verde le decía que las palabras perfectas, el tono adecuado, tenían que existir, y que solo debía encontrarlas. Pero cualquier cosa que decía ponía al descubierto esa voz de perro viejo sin esperanza, y bien sabía que esa voz jamás podría derrotar al gallardo y aguerrido doctor—. Y sí que me preocupaba por ti. A veces pienso que has sido la única mujer importante de mi vida.

Cuando oyó eso, ella se rio.

—Oh, George, ahora no te pongas sensiblero, por favor.

—Bueno, querida, está Myra. Pero Myra apareció cuando tú me dejaste, ¿o no? Ha habido dos mujeres, tú y después Myra. Y nunca he entendido por qué diste al traste con todo cuando parecía que éramos tan felices.

—Nunca te preocupaste por mí —repitió—. Si lo hubieras hecho, no habrías llegado a casa después de estar con Phillipa, Georgina, Janet y las demás ni habrías dicho tan tranquilo que habías estado con ellas en Brighton o dondequiera que fuese.

—Pero si ellas me hubieran importado nunca te lo habría contado.

Ella lo observaba incrédula y ruborizada. ¿Por qué? ¿Por la rabia? George no lo sabía.

—Recuerdo que estaba muy orgulloso —dijo con voz lastimera— de que hubiéramos resuelto la cuestión matrimonial y todos aquellos asuntos. Nuestro matrimonio iba tan bien que aquellos pequeños coqueteos no tenían ninguna importancia. Y yo siempre creí que uno debe poder contar la verdad. Siempre te la conté. ¿O no?

—Muy romántico por tu parte, querido George —dijo ella con sequedad. Él no tardó en levantarse, la besó cariñosamente en la mejilla y se fue.

Paseó durante horas por los parques, con las manos a la espalda erguida y el corazón resentido y dolorido. Cuando cerraron las puertas caminó por las calles iluminadas en las que había pasado cincuenta años de su vida, y recordó a Myra y a Molly como si fueran una única mujer, entrelazadas la una con la otra, una silueta de cálida y grata intimidad, una silueta de felicidad que andaba a su lado. Fue a un pequeño restaurante que solía frecuentar y allí sentada estaba una muchacha que lo conocía porque había asistido a una conferencia suya sobre el estado actual del teatro británico. Se esforzó por reconocer a Myra y a Molly en su rostro, pero no lo logró; pagó su café y el de ella y se encaminó a casa solo. Pero el piso estaba insoportablemente vacío, y volvió a salir y paseó por el canal durante un par de horas, para cansarse un poco, y debía de soplar un viento más frío de lo que le pareció, pues al día siguiente se despertó con un inconfundible dolor en el pecho que nada tenía que ver con su corazón roto.

Tenía gripe y mucha tos. Se quedó en cama y no llamó al médico hasta pasados cuatro días, cuando estaba delirando. El doctor determinó que debía ingresar de inmediato en el hospital.

Pero no estaba dispuesto a hacer tal cosa. Así que el médico dijo que necesitaría cuidados día y noche. Se sometió a las enfermeras hasta que la alegre cordialidad de estas lo entristeció de forma insoportable, y pidió al médico que llamara a su esposa, que sabría encontrar a alguien que lo atendiera con comprensión. En el fondo esperaba que fuera la propia Molly quien lo cuidara, pero cuando ella llegó no se atrevió a mencionarlo, porque estaba ocupada con los preparativos de boda. Le prometió que le encontraría a alguien que no llevara uniforme y que contara chistes. Tenían muchos amigos en común; llamó a uno de los antiguos amores de George, que dijo que conocía a una chica que buscaba un puesto de secretaria para ir tirando una temporada mientras no había trabajo en el teatro, pero que no le importaría hacer de cuidadora un par de semanas.

Así que Bobby Tippett despachó a las enfermeras e instaló una cama en el estudio. Se pasó el primer día cosiendo junto a la cama de George. Vestía una falda oscura y una recatada blusa estampada con volantitos en los puños, y George, con solo verla coser, ya se sentía mucho mejor. Era una muchacha menuda, delgada, morena, probablemente judía, de ojos tristes y negros. A veces soltaba la labor sobre el regazo, abandonaba las manos encima, y fijaba la mirada dominada por un halo de introspección; parecía entonces una figurita de porcelana china. Cuando se ocupaba de George o abría la puerta a las numerosas visitas, mostraba un encanto frío e incluso lánguido; eran los buenos modos extremos de la crueldad.  Al principio George estaba impactado, pero pronto se dio cuenta de que era una pose: cualquiera que fuese el mundo del que provenía Bobby Tippett, esos modales no pertenecían a la clase inglesa. Respondía con un «sí» o un «no» a las preguntas sobre su vida. Logró conjeturar que sus padres habían muerto y que tenía una hermana casada a la que veía a veces, y, en lo referente al resto, que había vivido en Londres por aquí y por allá, la mayor parte del tiempo sola, durante diez años o más. Cuando le preguntó si no se había sentido sola durante ese tiempo, ella respondió con voz cansina:

—No, en absoluto. No me molesta estar sola. —Con todo, la veía como a una niña pequeña, valiente, desamparada frente a Londres, y eso lo conmovía.

No quería comportarse como el gran hombre de teatro; temía generar la admiración impersonal a la que tan acostumbrado estaba; pese a todo, pronto se vio preguntándole sobre su carrera, con la esperanza de provocar en ella un momento de entusiasmo, pero ella hablaba con desprecio de papeles pequeños, trabajos ocasionales, escenografías y suplencias, con una vocecilla alegre de actriz de troupe, y él no se daba cuenta de que estuviera acercándose a ella en modo alguno. Así que acabó haciendo aquello que había querido evitar, y recostándose sobre los almohadones como un juez o un empresario, dijo:

—Haz algo por mí, querida: deja que te vea.

Ella salió por la puerta como una niña obediente y regresó con unos vaqueros negros ceñidos, pero vistiendo todavía la recatada blusa. Se quedó de pie en la alfombra, delante de él, e hizo un pequeño número de canción y baile. No estuvo mal. Había visto cientos peores. Se emocionó: ahora la veía, sobre todo, como una pilluela, una golfilla de aspecto andrógino e indefenso. Y absolutamente conmovedora.

—De hecho —dijo la muchacha—, esto es media escena. Siempre hay alguien más.

Había un gran espejo que cubría casi por completo la pared del fondo de la habitación, profunda y oscura. George se vio reflejado en él: un hombre mayor recostado sobre los almohadones mientras observaba a la pequeña muñeca situada frente a él sobre la alfombra. Vio cómo ella volvía la cabeza hacia su propio reflejo en el espejo ensombrecido, lo estudió y entonces ella comenzó a bailar con su propia imagen, a bailar contra ella, como si existiera. Dos siluetas pequeñas y ligeras bailaban en la habitación de George; resultaba un poco siniestro. Empezó a cantar, una cancioncilla entrecortada con acento cockney, y George sintió que esperaba que la figura del espejo cantara con ella: cantaba como si esperara una respuesta.

—Eso ha estado muy bien, querida —la interrumpió al instante, porque estaba molesto, aunque no sabía por qué—. Pero que muy bien. —Se sintió aliviado cuando ella acabó y se alejó del espejo, y su siniestra sombra desapareció—. ¿Te gustaría que le hablara a alguien de ti, querida? Te ayudaría.  Ya sabes cómo son las cosas en el teatro —sugirió a modo de disculpa.

—Bueno, no me importaría —respondió ella con el mismo acento cockney de su actuación. Y por un momento en su rostro resplandeció el encanto socarrón e imprudente de los golfillos—. Tal vez sería mejor que me pusiera de nuevo la falda —sugirió—. Es más apropiado para una enfermera, ¿no?

Pero George respondió que le gustaba con aquellos vaqueros negros ceñidos, y a partir de entonces los llevaba siempre, y camisetas sencillas y cortas; y andaba por el piso como un simpático muchacho femenino, hablándole de las obras en las que había tenido pequeños papeles y de los grandes actores y productores a los que había dirigido la palabra alguna vez; eran, por supuesto, amigos de George, o por lo menos sus iguales. Él se recostaba sobre los almohadones y la escuchaba y la observaba, y su corazón seguía roto. Estuvo en cama más de lo necesario, porque no quería que ella se marchara. Cuando se pudo trasladar a una butaca, le dijo:

—No creas que estás obligada a quedarte, querida, si hay algún otro sitio al que prefieras ir. A lo que ella respondió, con un profundo destello de sus ojos negros:

—Pero me quedo, cariño, me quedo. No tengo nada mejor que hacer. —Y añadió con acento cockney—: Oh, ¿no es terrible lo que estoy diciendo?

—Pero ¿te gusta estar aquí? ¿No te importa estar aquí conmigo, querida? —insistió él. Entonces la pausa se hizo más corta. Y ella dijo:

—Sí, por extraño que parezca, me gusta.

Acompañó el «por extraño que parezca» con una rápida mirada, risueña, casi coqueta; y por primera vez en muchos meses, la presión de la soledad se alivió en el corazón de George. Ahora se sentía feliz porque cuando las damas distinguidas y los caballeros del mundo del teatro o de las letras lo iban a ver, Bobby se mostraba distante, como una exquisita ama de llaves, y en el momento en que se iban su pilluela simpatía regresaba. Ello era prueba de su intimidad. A veces la llevaba a cenar o al teatro. Cuando se arreglaba, Bobby se vestía con ropas atrevidas y a la moda y se comportaba con la insolencia de una modelo. George iba a su lado, con una sonrisa cariñosa, a la espera de que llegara el momento en que aquellos negros, atrevidos y arrebatadores ojos volvieran a resplandecer, más allá de la lánguida mirada de la mujer que se exhibía para que la admiraran, mostrándole al mundo que se divertía con él, prometiéndole que pronto, cuando regresaran al piso, de nuevo solos, volvería a convertirse en aquella chiquilla encantadora o en la gallarda muchacha desamparada.

A veces, por la noche, sentados a oscuras en la habitación, él dejaba caer su mano junto al delgado ángulo del hombro; a veces, cuando se daban las buenas noches, George se inclinaba para besarla y ella agachaba la cabeza de modo que los labios de él topaban con su frente, recatada y servicial.

George se dijo que ella todavía no había despertado. Era una frase que en el pasado había sido el preludio de decenas de cálidos descubrimientos.  Se dijo que ella no tenía ni idea de lo que podía llegar a ser. Por lo visto, había estado casada (dejó caer esa información una vez, mientras contaba una anécdota sobre el teatro), pero George había conocido a muchas mujeres que después de años de matrimonio seguían sin despertar. George le pidió que se casaran, y ella levantó su pequeña e impecable cara con un gesto de animal asustado y dijo:

—¿Por qué quieres casarte conmigo?

—Porque me gusta estar contigo, querida. Me encanta estar contigo.

—Bueno, a  mi  también me  gusta estar contigo. —Sonaba inquisitiva. ¿Se  lo  estaba preguntando a ella misma?—. Es raro —añadió en cockney, riéndose—. Raro pero cierto.

La boda iba a ser discreta, pero se difundió mucho en los periódicos. Poco antes, varios hombres de la generación de George habían contraído matrimonio con mujeres jóvenes. Uno de ellos había tenido un hijo a los setenta. Los diarios lisonjearon a George, y este le contó a Bobby una gran parte de su vida que no había traído a colación antes. Comentó, por ejemplo, que toda su generación había sido más exitosa en los asuntos de amor y sexo que la posterior.

—Mira a mi hijo, por ejemplo —dijo—. A su edad yo había tenido muchos romances y sabía de mujeres. Pero ahí está, cerca de los treinta, y una vez, cuando pasó una semana aquí con una chica con la que pensaba casarse, sé a ciencia cierta que compartieron la misma cama sin que pasara nada. Me lo contó ella. A mí me parece muy extraño. Pero a ella no. Y ahora vive con otro muchacho y escucha discos todo el día y sale con una chica a la que saca dos veces por semana, como un colegial.  Y luego está mi hija, que vino a visitarme un año después de casarse, y estaba hecha un lío tremendo, muy tremendo… me parece que vuestra generación tiene miedo. No sé por qué.

—¿Por qué mi generación?  —preguntó ella, volviendo la cabeza con ese gesto veloz y atento—. No es mi generación.

—Pero tú no eres más que una niña —dijo él con cariño.

George era incapaz de descifrar lo que se escondía tras la mirada oscura y penetrante de aquellos ojos tristes mientras lo observaban en ese momento. Ella estaba sentada con las piernas cruzadas frente al fuego, con los vaqueros negros satinados, como una muñequita. Pero una señal de alarma sonó en el interior de George y no dijo nada más.

—A los treinta y cinco, uno es un chiquillo —canturreó, dirigiéndole una mirada breve y sardónica por encima del hombro. Pero sonaba alegre.

No volvió a hablarle de los logros de su generación.

Después de la boda la llevó a un pueblo en Normandía donde había estado una vez, muchos años atrás, con una chica llamada Eve. No le mencionó que ya conocía el lugar.

Era primavera y los cerezos estaban en flor. El primer día pasearon al atardecer bajo las ramas blancas, con el brazo de él alrededor de la fina cintura de ella, y George tuvo la sensación de que estaba a punto de volver a cruzar las puertas de una felicidad perdida.

Tenían una habitación amplia y cómoda con ventanas desde las que se veían los cerezos, y había una cama doble. Madame Cruchot, la mujer del granjero, les mostró la habitación con ojos pícaros y mudos, dijo que siempre le alegraba alojar a parejas en luna de miel y les dio las buenas noches.

George hizo el amor a Bobby; ella cerró los ojos y él notó que ella no se sentía en absoluto incómoda. Cuando terminaron la tomó entre sus brazos, y entonces sencillamente regresó, con un incrédulo e impresionante alivio del corazón, a una felicidad que —y ahora le parecía increíblemente ingrato que pudiera haberlo hecho— había dado por sentada durante muchos años. No era posible, pensó, con aquel cuerpo sumiso entre sus brazos, que hubiera podido estar solo durante tanto tiempo. Había sido intolerable. Abrazó el cuerpo silencioso que alentaba y le acarició la espalda y los muslos, y sus manos rememoraron los sentimientos de casi cincuenta años de amor. Podía sentir las emociones memorizadas a lo largo de su vida al recorrer el cuerpo de ella, y su corazón se colmó de un regocijo que le pareció que no había conocido antes, puesto que era el resultado de muchos amores.

Estaba a punto de apoderarse de sus últimos recuerdos cuando ella se apartó con brusquedad, se sentó y dijo:

—Me apetece un cigarrillo. ¿Y a ti?

—Sí, claro, querida, si tú quieres.

Fumaron. Se acabaron el cigarrillo, ella se tumbó boca arriba, con los brazos cruzados sobre el pecho, y dijo:

—Tengo sueño. —Cerró los ojos. Cuando tuvo la certeza de que estaba dormida, George se apoyó en un codo y la observó. Aún había luz, y la curva de su mejilla era amplia y delicada como la de un niño. La acarició con la palma de la mano, mientras ella seguía sumida en el sueño, pero se encogió como un puño; y la de ella, que era blanca e informe como la de un niño, estaba cerrada sobre la almohada, ante su cara.

George intentó abrazarla y ella se alejó hasta el borde de la cama. Estaba profundamente dormida y su sueño era inalcanzable. No podía soportarlo. Se levantó de la cama y se acercó a la ventana, en el aire frío de la noche primaveral, y contempló los blancos cerezos bajo la luna blanca, y pensó en la gélida chica que dormía en la cama. Se quedó allí, a la impávida luz de la luna, hasta que amaneció. Por la mañana estaba muy resfriado y no pudo levantarse. Bobby estuvo encantadora, pródiga, alegre.

—Te estoy cuidando, como en los viejos tiempos —comentó, mostrando una deliberada admiración en sus ojos negros. Le pidió a madame Cruchot otra cama, que colocó en una esquina de la habitación, y George pensó que era razonable que no quisiera contagiarse del resfriado; y no se permitió recordar los tiempos pasados en que una enfermedad seria no había constituido un obstáculo para compartir la oscuridad. Decidió olvidar la sensualidad del cansancio, o de la fiebre, o de las profundidades del sueño. Incluso comenzaba a sentirse avergonzado.

Durante dos semanas, dos veces al día, la mujer francesa les llevó a la habitación espléndidos manjares, y George y Bobby bebieron mucho vino tinto y calvados y bromearon con madame Cruchot sobre ponerse enfermo en la luna de miel. Regresaron de Normandía bastante antes de lo previsto. Bobby dijo que George estaría mejor en casa, donde sus amigos podrían ir a verlo. Además, era triste estar encerrados en la habitación en primavera, y ambos estaban comiendo más de la cuenta.

La primera noche en el piso, ya de vuelta, George esperó a ver si Bobby se iba a dormir al estudio, pero ella se metió en la cama en pijama, y, por segunda vez, la tuvo entre sus brazos mientras duró el acto; después ella fumó sentada en la cama, y parecía cansada y pequeña y, pensó George, terriblemente joven y ridícula. Esa noche no durmió. Ni siquiera se atrevió a moverse de la cama por miedo a molestarla, y temía quedarse dormido por miedo a que sus piernas rememoraran los hábitos de toda la vida y buscaran las de ella. Por la mañana Bobby se despertó con una sonrisa y él la abrazó, pero ella le dio unos besitos tiernos y se levantó de un salto de la cama.

Ese día dijo que tenía que ir a visitar a su hermana. Estuvo bastante con ella durante las semanas siguientes y no dejó de sugerirle a George que pasara más tiempo con sus amigos. Él le preguntó por qué su hermana no iba a verla allí, al piso. Así que una tarde fue a tomar el té. George la había visto en la boda de pasada y le había desagradado, pero en esa ocasión, por primera vez, le acometió un ataque de repulsión ante el propio matrimonio. La hermana era horrorosa: una mujer vulgar, de mediana edad, procedente de algún barrio de la periferia. Tenía un rostro anguloso, oscuro, que fisgoneaba inquisitivamente cada rincón del piso, calculando el precio de los muebles, y una nariz delgada, codiciosa y torcida. Durante dos horas estuvo sentada ante las tazas de té, haciendo gala de sus mejores modales, vestida con un traje masculino azul oscuro, un serio sombrero negro y con los pies, enormes, colocados firmes uno junto al otro. Y era como si aquella nariz afilada estuviera manteniendo con su hermana una conversación silenciosa, satírica, sobre George. Bobby se mostraba distante y cortés, como si estuviera deliberadamente cansada de la vida, igual que cuando había invitados; pero George estaba convencido de que era por él. Cuando la hermana se marchó, George no reprimió su crítica. Bobby dijo, riéndose, que ya sabía, por supuesto, que Rosa no le iba a gustar: era bastante insoportable; pero ¿quién había insistido en invitarla? Así que Rosa no volvió más, y Bobby iba con ella al cine o de compras. George se quedaba solo, sentado, y pensaba en Bobby con inquietud o visitaba a viejos amigos. Unos cuantos meses después de que regresaran de Normandía, alguien insinuó a George si no estaría enfermo. Eso le dio que pensar, y se dio cuenta de que no le faltaba mucho para estarlo. Por culpa del insomnio. Noche tras noche se echaba junto a Bobby, que mostraba una alegre y afectuosa sumisión; y observaba la suave curva de su mejilla sobre la almohada, las largas y oscuras pestañas, lisas y tupidas. Nada en su vida lo había conmovido tan profundamente como esa mejilla infantil, la sombra de aquellas pestañas. Una pequeña arruga en la mejilla le parecía el signo de una emoción; un mechón de cabello negro y brillante que le cayera sobre la frente le llenaba los ojos de lágrimas. Sus noches eran largas vigilias de ternura reprimida.

Hasta que una noche ella se despertó y lo vio observándola.

—¿Qué pasa? —preguntó sorprendida—. ¿No puedes dormir?

—Solo te estoy mirando, querida —respondió él descorazonado.

Bobby se acurrucó a su lado, con el puño delante, sobre la almohada, entre él y ella.

—¿Por qué no eres feliz? —le preguntó de repente.

Y George se rio con insólita y amarga ironía. Ella se incorporó, sentándose con los brazos alrededor de las rodillas, dispuesta a enfrentarse al problema con sentido práctico.

—Esto no es un matrimonio; esto no es amor —sentenció él. Se sentó a su lado. No cayó en la cuenta de que jamás le había hablado en ese tono. El hombre corpulento, con su rostro anciano velado por la pena, se olvidó de ella en ese preciso instante, y su voz fue más allá de ella: desde el pasado, que había recobrado vida en ella, habló con su mismo pasado. Se sentía orgulloso de su experiencia responsable y de la calidez de toda una vida de abundantes respuestas. Su mirada era intensa, satírica y condenatoria. Bobby se acercó a él y le dijo, con una sonrisa tímida y triste:

—Entonces enséñame, George.

—¿Enseñarte? —dijo él, casi tartamudeando—.  ¿Enseñarte?  —Pero abrazó a la niña obediente, con la mejilla junto a la suya, hasta que ella se quedó dormida; luego, una presión excesiva sobre su hombro la hizo retroceder y alejarse de él hacia el borde de la cama.

Por la mañana ella lo miró con extrañeza, con un resto de respeto insólitamente triste, y le dijo:

—¿Sabes una cosa, George? Creo que has adquirido la costumbre de amar.

—¿Qué quieres decir, querida?

Ella salió de la cama y se colocó a su lado, una niña desamparada con pijama blanco y el pelo negro alborotado.  Bajó los ojos y sonrió.

—Solo quieres tener algo entre los brazos, eso es todo. ¿Qué haces cuando estás solo? ¿Te abrazas a una almohada?

George no respondió; le había partido el alma.

—Mi marido era igual —comentó ella alegremente—. Tiene gracia, ¿no? Yo no le importaba lo más mínimo. —Se quedó observándolo, con una sonrisa burlona—. Es curioso, ¿verdad? —añadió, y se dirigió al baño. Era la segunda vez que mencionaba a su marido.

Esa frase, la costumbre de amar, hizo estallar una revolución en el interior de George. Tenía razón, pensó. Se sentía fuera de sí, ajeno a la respuesta instintiva al roce de la piel contra su piel, la presión de un pecho. Tenía la sensación de que estaba descubriendo a una Bobby nueva. Hasta entonces no la había conocido de verdad. La encantadora niña pequeña se había desvanecido y en su lugar vio a una mujer joven, recelosa y curtida por derrotas y fracasos que él nunca se había detenido a valorar. Se dio cuenta de que la tristeza que se escondía tras aquellos ojos negros no era en absoluto impersonal; se dio cuenta del primer brillo gris en sus cabellos lisos; se dio cuenta de que la amplia curva de su mejilla era el comienzo de la flacidez de la mediana edad. Se horrorizó de su propio egoísmo. Ahora, pensó, podría conocerla realmente y, como respuesta, ella empezaría a amarlo.

De repente, George descubrió en su propio interior a un muchacho cuya existencia había ignorado por completo. El roce accidental de la mano de ella lo deleitaba; el vaivén de su falda era capaz de hacerle entornar los ojos de felicidad. La observó con la mirada celosa de un muchacho y comenzó a interrogarla sobre su pasado; sentía que así se apropiaba de ella. Esperaba algún indicio de emoción en el tono de su voz, o una confesión de los pliegues de piel junto a los ojos profundos, oscuros, rebosantes de camaradería. Por la noche seguía siendo un muchacho: el respeto lo sumía en la ineptitud. Esto dio al traste con lo más esencial de la sensualidad de George. Un mes atrás era un hombre vigoroso, refugiado en su experimentada memoria; en el prolongado uso de su cuerpo. Ahora estaba tumbado junto a esa mujer, despierto, y anhelaba no ya el pasado, porque el pasado se había alejado de él, sino fantasear sobre el futuro. Cuando le hacía preguntas como un muchacho celoso y ella se zafaba, George solo veía en ello la hermética virginidad de la muchacha que despertaría ante el chico adulador en que se había convertido.

Pero Bobby seguía durmiendo en una ciudadela, con el puño delante de la cara. Otra noche volvió a despertarse a causa de algún movimiento de él.

—¿Y ahora qué pasa, George? —preguntó, exasperada.

En el silencio que siguió, el muchacho que había resucitado en George sufrió una muerte dolorosa.

—Nada —respondió él—. Nada en absoluto. —Se alejó de ella, derrotado.

Fue él quien se trasladó de la enorme cama al catre que había en el estudio. Ella dijo, con una sonrisa severa y triste:

—¿Ya te has cansado de mí, George? No puedo evitarlo, ya lo sabes. Ni siquiera me gusta mucho dormir con alguien.

George, que en los últimos tiempos había abandonado un poco su trabajo, emprendió el montaje de otra obra y volvía a estar muy ocupado; se convirtió en crítico teatral para uno de los periódicos más importantes, estaba al tanto de las novedades y acudía a todos los estrenos. A veces lo acompañaba Bobby, con sus vestidos llamativos y elegantes, pues lo que la divertía era todo ese juego de estar a la moda. A veces se quedaba en casa. Tenía la capacidad de pasar sola muchas horas sin hacer nada. Cuando George volvía de estar con un montón de gente, de alguna fiesta, la encontraba sentada con las piernas cruzadas frente al fuego, con sus vaqueros ceñidos, la barbilla apoyada en la mano, perdida en algún rincón de sí misma adonde él temía intentar acercarse para seguirla. No podía soportar ponerse de nuevo en una posición en la que tuviera que escuchar palabras ásperas y frías, que le mostraran que ella no tenía ni la más remota idea de lo que él sentía, porque no estaba en su naturaleza sentirlo. Volvía tarde, y ella preparaba un poco de té para los dos; se sentaban juntos frente al fuego, y él mantenía su cuerpo y sus recuerdos en silencio. Se había acostumbrado a la pesada opresión de la soledad en su pecho, y cuando, al hablar con algún viejo amigo, volvía a ser por poco tiempo aquel George Talbot que todavía no había conocido a Bobby, y su corazón estaba alegre y la opresión desaparecía, se miraba a sí mismo, sorprendido, como si le faltara algo. Casi se sentía ebrio sin el dolor de la soledad.

Le preguntó a Bobby si no le aburría no tener nada que hacer, un mes tras otro, mientras él estaba tan ocupado. Ella respondió que no, que era bastante feliz sin hacer nada. ¿Quizá le gustaría retomar su antiguo trabajo?

—No era muy buena, ¿verdad? —comentó ella.

—Si tienes ganas, querida, puedo hablarle a alguien de ti.

Ella se quedó mirando el fuego con el entrecejo fruncido, pero no dijo nada. Más tarde se lo volvió a sugerir y ella respondió, con una sonrisa:

—Bueno, no me importaría…

Así que George habló con un viejo amigo y Bobby volvió a actuar, una obra sencilla en un pequeño teatro de variedades. Luego le dijo que había encontrado a alguien para ser media naranja del número. George estaba muy ocupado con una producción de Romeo y Julieta y no pudo asistir a los ensayos, pero estaba allí el día del estreno de El excéntrico teatro de variedades. Llegó bastante tarde y se quedó al fondo de aquel teatrillo de pacotilla repleto de sillas pequeñas y precarias. Todo era tan pequeño que el emperifollado público parecía demasiado grande, como gigantes apretujados en una caja. El diminuto escenario estaba vacío, con unos pocos carteles blancos y negros por aquí y por allí, y había un piano. El pianista, un joven de pelo negro que le caía lánguidamente sobre la cara, era bueno y tocaba como si todo aquello le aburriera. Pero tocaba muy bien. George, el hombre de teatro, contempló el primer número para hacerse cargo del talante, y pensó: Oh, Dios, otra vez no. Se trataba de una canción de la Primera Guerra Mundial, y no podía soportar el torrente de emociones sensibleras que despertaba. Se negó a experimentarlas.  Entonces se percató de que, de todas formas, sus emociones estaban bloqueadas. El piano parecía mofarse de la canción «There’s a Long, Long Trail», que sonaba como si fuera un ejercicio de dedos. «Keep the Home Fires Burning» y «Tipperary» siguieron en el mismo estilo, como si el piano estuviera aburrido. La gente empezaba a reírse entre dientes, entrando en ambiente. Un joven rubio con bigote que llevaba un uniforme de 1914 salió a escena y cantó como un cadáver fragmentos de canciones; y en ese momento George entendió que él podría haber sido uno de los muertos de aquella canción bélica. Sintió que todas sus reacciones estaban bloqueadas, primero porque no se podía permitir en modo alguno sentir emociones que lo llevaran a esa época (era demasiado doloroso), y después por el estilo del ejercicio de dedos, que se oponía a todo, a cualquier dolor o protesta, y no dejaba más que un vacío. El espectáculo avanzó hasta los años veinte, con fragmentos de canciones populares de esa época y un número sobre la huelga general, que reducía toda la cuestión a un juego de marionetas sin pasión, y después avanzó hacia los años treinta. George entendió que se trataba de una especie de resumen histórico, como si fuera una parodia de la opinión, falsamente heroica, de Noël Coward. Pero ni tan solo llegaba a eso. No había ninguna emoción, nada. George no sabía qué se suponía que debía sentir. Escudriñó con curiosidad los rostros de la gente y vio que los de más edad estaban perplejos, ofendidos, como si el espectáculo fuera un insulto dirigido a ellos. Pero la gente más joven estaba inmersa en el talante de la obra. Pero ¿qué talante? Era una parodia de una parodia. Cuando se evocó la Segunda Guerra Mundial con «Run Rabbit Run», interpretada como si se tratara de Lohengrin, con los soldados burlándose de la simpleza de su propio heroísmo desde el otro lado de la muerte, George no pudo soportarlo más. Dejó de mirar al escenario. Esperaba que apareciera Bobby, para así poder decir que la había visto. Mientras, fumaba y observaba la cara de un muchacho muy joven que estaba a su lado; un semblante pálido, tosco, flácido, pero que estaba reaccionando —por estar habituado al rencor, parecía— ante lo que sucedía en el escenario. De repente, aquel rostro joven emitió un destello de regocijo sarcástico y George volvió su mirada al escenario. Había dos pilluelos que parecían idénticos, con vaqueros negros, ceñidos y satinados, y camisetas blancas muy ajustadas. Ambos llevaban cortos los negros cabellos y alineaban los piececitos. Estaban uno al lado del otro, con los brazos cruzados sobre el pecho con suficiencia, a la espera de que la música empezara a sonar. El hombre sentado al piano, que sostenía un cigarrillo en la comisura de los labios, empezó a tocar una pieza muy sentimental. Se detuvo y lanzó una mirada inquisitiva y sardónica a los pilluelos. No se habían movido. Se encogieron de hombros y pusieron los ojos en blanco. Tocó entonces un himno, muy llamativo y pomposo. Los pilluelos se pusieron un poco nerviosos, pero permanecieron quietos. Entonces el piano lanzó una ráfaga de jazz. Los dos títeres del escenario comenzaron a moverse frenéticamente, mientras sus piernas chocaban entre sí y con la música, y acabaron adoptando gestos de impotencia y desesperación a medida que la música sonaba más alta e irritada. Volvieron a intentarlo y se pusieron a dar vueltas en un patético intento de seguir el ritmo de la música. Entonces los dos niños desamparados se miraron el uno al otro, las caras pequeñas y pálidas y, con una cortés inclinación de cabeza, cada uno se aferró a una frase musical de entre la cascada de sonidos que los había azotado, la retuvo y comenzó a cantar. Bobby cantaba un terrible repertorio de frases cockney sin sentido y las mezclaba, desafinando, de un modo desesperado; el otro pilluelo cantaba frases lánguidas y cansinas de la jerga de la clase alta del momento. Se miraron el uno al otro, ofreciéndose las frases como para comprobar si eran aceptables. Mientras, la música seguía, dura, cruel, hiriente. De nuevo los dos se quedaron sin fuerzas   e indefensos, inoportunos, rechazados. George, escandalizado y dolido, se preguntó de nuevo: ¿Qué es lo que siento? ¿Qué debería estar sintiendo? Aquella música nihilista y demente reclamaba alguna oposición, algún acto de afirmación, pero los dos pilluelos, medio chico medio chica, como si fueran gemelos (George tuvo que observar detenidamente a Bobby para no confundirla con «su media naranja del número»), ni siquiera intentaban resistirse a la música. A continuación, después de una pausa prolongada y penosa, se intercambiaron los papeles. Bobby adoptó el papel lánguido y apenado de jovencito debilucho, y el otro niño desamparado entonó frases de falso acento cockney, en una imitación cruel de una voz de mujer. Era la parodia de una parodia de una parodia. George estaba tenso, a la espera de una resolución. Su naturaleza exigía que ahora, y rápido, ya que el cambio resultaba penoso, inverosímil e insoportable, los dos falsos pilluelos rompieran en algún tipo de rebelión. Pero no sucedió nada. El jazz seguía martilleando; el escenario, las paredes, el techo, la sala entera temblaba, y daba la impresión de que la gente no pudiera evitar dar ligeros saltitos. Los dos jóvenes del escenario retorcían las extremidades en una mofa deliberada de las convenciones teatrales. Al fin quedaron uno al lado del otro, con los brazos colgando, cabizbajos y sumisos, agitándose todavía un poco mientras la música se elevaba hasta una estrepitosa disonancia final y las luces se encendían. George no podía aplaudir. Vio que el rostro humedecido junto a él aplaudía a rabiar, con el cabello lacio cubriéndole toda la cara. Y vio que toda la gente de más edad estaba perpleja y ofendida. Como él.

Cuando se acabó el espectáculo fue a los camerinos a buscar a Bobby. Estaba con «la otra mitad del número», un chico de buen ver, de unos veinte años, que se mostraba respetuoso ante el impresionante marido de Bobby. George le dijo:

—Has estado muy bien, cariño, pero que muy bien.

Ella lo miró con una sonrisa medio burlona, pero él no entendió de qué se burlaba. Y lo cierto era que ella había estado bien. Pero no quería volver a ver aquello nunca más.

La obra fue un éxito y estuvo en cartel durante meses antes de que la trasladaran a un teatro más importante. George terminó su montaje de Romeo y Julieta que, según dijeron los críticos, era el mejor que se había visto en Londres en muchos años, y rechazó otras ofertas de trabajo. Por ahora no necesitaba el dinero y, además, últimamente no había pasado mucho tiempo con Bobby.

Pero también era cierto que ahora ella trabajaba. Ensayaba varias veces por semana y salía cada noche. George nunca fue a verla al nuevo teatro. No quería encontrarse de nuevo con los dos muchachos tristes e inquietos agitándose al son de aquella música cruel.

Ella parecía feliz. Los diversos papeles que había interpretado para George —pilluela, anfitriona distante, criatura encantadora— quedaron integrados en el de mujer trabajadora que le cocinaba, lo cuidaba y se iba al teatro después de darle un amistoso beso en la mejilla. Su relación se tornó más agradable y afectuosa. George vivía con una buena amiga, su esposa Bobby, de la que se enorgullecía en muchos sentidos y que asimismo le generaba una soledad permanente.

Un día caminaba por Charing Cross Road, mirando los escaparates de las librerías, cuando vio a Bobby por la otra acera con Jackie, la otra mitad de su número. Tenía un aspecto que nunca le había visto: su rostro sombrío estaba animado y Jackie la miraba y se reía. George pensó que el chico era muy guapo. Sus cabellos y sus ojos desprendían un cálido resplandor de juventud; tenía la mirada ágil y fugaz de un animal joven.

No estaba celoso en absoluto. Cuando Bobby llegó por la noche, alegre y vivaz, sabía que se lo debía a Jackie y no le importó. Incluso se sintió agradecido. La simpatía que Bobby desbordaba gracias a «su otra mitad» llegaba hasta él. Y durante algunos meses Myra y su esposa volvieron a ocupar su mente; las veía y las sentía, dos presencias adorables, mujeres jóvenes que amaron a George, que volvieron a la vida gracias a los sentimientos entre Jackie y Bobby. Cualesquiera que fuesen esos sentimientos. El excéntrico teatro de variedades estuvo en cartel casi un año y, cuando acabó, Bobby y Jackie se pusieron a trabajar en otro número. George no sabía de qué se trataba. Opinaba que Bobby necesitaba un descanso, pero no tenía ganas de decírselo. Últimamente estaba cansada, y cuando llegaba a casa por la noche se notaba la tensión por debajo de la alegría. Una vez, mientras ella dormía, él se levantó para observarla.

—Abrázame un poco, George —le pidió. Él abrió los brazos y ella se sumergió en ellos. La abrazó sin moverse. Había acogido en sus brazos a la triste pilluela, pero ahora era una mujer infeliz la que estaba abrazando. Podía notar el roce de las pestañas sobre su hombro y la humedad de las lágrimas.

No se había acostado con ella desde hacía mucho tiempo; parecía que años. Ella no había vuelto a entregársele.

—¿No te parece que estás trabajando demasiado, querida? —le preguntó entonces, mientras observaba su rostro fatigado.

Pero ella respondió, resuelta:

—No; necesito tener algo que hacer. No puedo estar sin hacer nada.

Una noche llovía a cántaros, Bobby no volvió a casa a la hora habitual. Se había encontrado mal todo el día, y George, preocupado, tomó un taxi hasta el teatro y preguntó al conserje si todavía estaba allí. Por lo visto se había ido hacía un rato. «No me pareció que tuviera muy buen aspecto, señor», le informó el conserje, y George se quedó sentado un momento en el taxi mientras intentaba no alarmarse. Entonces indicó al conductor la dirección de Jackie; quería preguntarle si sabía dónde estaba Bobby. Sentado en el asiento trasero del taxi, sin fuerzas, con pesadez en las piernas, pensaba que Bobby se había puesto enferma.

La casa estaba en una callejuela. George se apeó del taxi y caminó por los maltrechos adoquines hasta una puerta que había sido la entrada a una cuadra. Llamó al timbre y un joven al que no conocía le hizo entrar y le dijo que sí, que Jackie Dickson estaba allí. George subió despacio la angosta y empinada escalera de madera, mientras sentía todo el peso de su cuerpo y los latidos de su corazón. Se detuvo al final de la escalera para recuperar el aliento, en medio de una oscuridad que olía a lienzo, aceite y trementina. Se veía una franja de luz por debajo de la puerta; se dirigió hacia allí, llamó, no obtuvo respuesta y abrió. El lugar era una especie de estudio de techo muy alto, desnudo, mal iluminado, lleno de cuadros, marcos y trastos diversos. Jackie, el joven moreno y resplandeciente, sentado con las piernas cruzadas ante al fuego, sonreía mientras alzaba el rostro para decirle algo a Bobby, que estaba en una silla e inclinaba hacia abajo la mirada. Llevaba un vestido oscuro formal y algunas joyas, y los pálidos brazos y el cuello quedaban al desnudo. George pensó que estaba hermosa, dirigiendo al rostro de ella una mirada fugaz que apartó al instante, puesto que podía vislumbrar en este un sentimiento que no quería reconocer. La escena prosiguió un poco antes de que se percataran de que estaba allí y volvieran las caras, con el mismo movimiento ágil de los animales cuando alguien los perturba, y lo vieran entonces en la puerta. Se quedaron helados. Bobby dirigió al instante la mirada al joven, con un atisbo de miedo. Jackie parecía de mal humor y enfadado.

—Te estaba buscando, cariño —dijo George a su esposa—. Llovía y el conserje me dijo que tenías mal aspecto.

—Muy amable por tu parte —dijo ella. Se levantó de la silla y le tendió la mano a Jackie, quien, con gesto adusto, inclinó de mala gana la cabeza hacia George.

El taxi esperaba en la oscuridad, brillando bajo la lluvia. George y Bobby subieron y se sentaron uno junto al otro, mientras el vehículo arrancaba y salpicaba la calle.

—¿He hecho mal, cariño? —preguntó George al ver que ella no decía nada.

—No —respondió ella.

—De verdad creo que estás enferma. Ella se rio.

—Quizá lo esté.

—¿Cuál es el problema, querida? ¿Qué sucede? Estaba enfadado, ¿verdad? ¿Es porque he venido?

—Cree que estás celoso —respondió ella escuetamente.

—Bueno, tal vez un poco —comentó George. Ella no dijo nada.

—Lo siento, cariño; en serio. No pretendía estropear nada.

—Bueno, se trata precisamente de eso —observó ella con un tono impersonal y enfadado.

—¿Por qué? Pero ¿por qué tendría que ser así?

—No le gusta que hagan preguntas sobre él —contestó ella. Y George guardó silencio el resto del trayecto.

Arriba, en el piso cálido, confortable y antiguo, Bobby se quedó ante el fuego mientras él le servía una bebida. Fumaba con apremio, irritada, contemplando las llamas.

—Discúlpame, cariño —se resolvió a decirle George—. ¿Qué pasa? ¿Estás enamorada de él?

¿Quieres dejarme? Si es así, debes hacerlo, por supuesto. Los jóvenes tienen que estar con los jóvenes.

Ella se volvió y lo observó con una extraña mirada sombría que él conocía muy bien.

—George —dijo—, tengo casi cuarenta años.

—Querida, todavía eres una niña. Al menos para mí.

—Y él —continuó— cumplirá veintidós el mes que viene. Podría ser su madre. —Se rio afligida—. Muy penoso, el amor maternal… o así parece… ¿acaso puedo yo saberlo?

Y entonces estiró hacia la muñeca la piel del brazo desnudo, y se formaron arrugas y pliegues. Apartó el vaso, con el cigarrillo entre los labios apretados, divertidos, enfadados, se soltó los hombros del vestido, de modo que este se deslizó hasta la cintura, y miró hacia abajo, a sus minúsculos y flácidos pechos aún sin estrenar.

—Muy penoso, querido George —dijo, y se subió deprisa el vestido y volvió a convertirse en una mujer formal ataviada para el mundo—. No me quiere. No me quiere en absoluto.

¿Por qué iba a hacerlo? —Y empezó a cantar: No me quiere con un amor verdadero. Entonces dijo, con acento cockney teatral:

—Repito: podría ser su madre, ¿no lo ves? —Y con el habitual destello de sus ojos, intenso, burlón y sombrío, le sonrió.

En ese instante él solo pensaba que esa chica, su querido amor, estaba padeciendo lo que él había padecido, y no podía soportarlo.

¿Cuánto tiempo llevaba sufriendo?  Había estado trabajando con aquel chico desde hacía casi dos años. Ella había estado viviendo a su lado y él no se había percatado de su infelicidad. Se acercó a ella, la abrazó, y ella posó la cabeza sobre su hombro y lloró. Por primera vez, pensó, estaban juntos. Esa noche estuvieron sentados junto al fuego un largo rato, bebieron y fumaron, y ella apoyó la cabeza sobre sus rodillas y él la acariciaba y pensaba que ahora, por fin, Bobby había penetrado en el mundo de las emociones y podrían aprender a estar juntos de verdad. Podía sentir su vigor despertando entre las piernas por ella. Seguía siendo un hombre.

Al día siguiente Bobby le comunicó que no seguiría con el nuevo espectáculo. Le iba a decir a Jackie que se buscara otra pareja. Además, la obra no era nada del otro mundo.

—En toda mi vida solo he sabido representar un papel muy pequeño —dijo ella riéndose—. A veces encaja y a veces no.

—¿De qué trataba la nueva obra? ¿Cuál es el argumento? —preguntó él. Ella no lo miró a la cara.

—Oh, no es gran cosa. En realidad, fue idea de Jackie… —Entonces Bobby se rio—. En realidad, es bastante buena, supongo…

—Pero ¿de qué trata?

—Bueno, verás… —Él tuvo de nuevo la impresión de que no quería mirarlo—. Trata de una pareja de amantes. Es una burla… es difícil de explicar sin actuar.

—¿Os reís del amor? —preguntó él.

—Bueno, ya sabes, las actitudes… las cosas que dice la gente. Aparecen un hombre y una mujer; con música, por supuesto. Toda la música que te estás imaginando, pero con un toque excéntrico. Llevamos la misma ropa que en la otra obra. Pasamos por todas las etapas. Es bastante divertido, la verdad… —Su voz, entrecortada, se fue apagando al ver la cara de George—. Bueno —dijo de repente con violencia—. Si eso no es para morirse de risa, entonces, ¿qué lo es? —Y se fue a buscar un cigarrillo.

—¿Te gustaría seguir a pesar de todo? —preguntó él con ironía.

—No. No puedo. No, no puedo soportarlo, de verdad. No puedo soportarlo más, George

—dijo ella, y por su tono comprendió que no era él quien podía enseñarle nada sobre el dolor.

Bobby mencionó que ambos necesitaban unas vacaciones, así que viajaron a Italia. Fueron de un sitio a otro, y nunca se detuvieron más de un día en ningún lugar. George se percató de que rehuía cualquier sitio que pudiera hacer brotar sus emociones. Por la noche le hacía el amor, pero ella cerraba los ojos y pensaba en su otra mitad del espectáculo; y George lo sabía y no le importaba. Sin embargo, aquello que sentía era demasiado intenso para su viejo cuerpo; podía sentir toda una vida de emociones sacudiéndose entre sus piernas, dándole punzadas en las sienes.

De nuevo acortaron las vacaciones para volver al confortable hogar londinense. La primera mañana tras el regreso ella dijo:

Te estás haciendo mayor para este tipo de cosas. No te sientan bien, tienes un aspecto horrible.

—Pero ¿por qué, querida? ¿De qué vale seguir vivo, si no?

—La gente dirá que te estoy matando —contestó ella, con una mirada pesimista, medio afilada, entre enfadada y divertida.

—Pero querida, créeme…

George podía ver la imagen de ambos en el espejo. Él, un hombre mayor, arrugado, cabizbajo, con un gesto de hosca obstinación; ella… pero no fue capaz de leer su rostro.

—Quizá me estoy haciendo demasiado vieja —comentó de pronto ella.

Durante unos días estuvo alegre, socarrona, insólitamente tierna. Lo seducía con su mirada coqueta; pero entonces bostezaba bruscamente y decía:

—Me voy a dormir. Buenas noches, George.

—Bueno, claro, querida, si estás cansada.

Una mañana Bobby le anunció que iba a celebrar una fiesta de cumpleaños; pronto cumpliría cuarenta. El modo en que lo dijo hizo que él se inquietara.

La mañana del cumpleaños entró con la bandeja del desayuno en el estudio donde él había estado durmiendo. Se incorporó sobre la almohada y la observó, espantado. Por un momento pensó que se trataba de otra mujer. Llevaba un traje azul marino serio, de corte masculino, toscos zapatos negros de cordones, y se había apartado los mechones de pelo del rostro y los había recogido en un moño chapucero. De repente se había convertido en una mujer de mediana edad.

—Pero, cariño —inquirió— cariño, ¿qué te has hecho?

—He cumplido los cuarenta —respondió—.  Ya es hora de crecer.

—Pero, cariño, me encantas con tu ropa simpática. Me encanta lo guapa que estás con tu preciosa ropa.

Ella se rio, dejó la bandeja del desayuno junto a la cama y se alejó con sonoras pisadas de sus zapatones.

Bobby pasó la mañana en la cocina frente a un enorme pastel en el que colocó cuidadosamente cuarenta velitas rosa. Pero por lo visto solo había invitado a su hermana, y por la tarde estuvieron los tres sentados alrededor del pastel, mirándose unos a otros. George miraba a Rosa, la hermana, con su horrible traje recto y grueso, y a su encantadora Bobby, que había sepultado toda su gracia y su atractivo en un hosco traje de paño, con el pelo recogido, sin maquillaje. Eran dos mujeres de mediana edad, que hablaban de comida y de compras.

George no dijo nada. Su cuerpo entero rebosaba derrota.

La espantosa Rosa observó con mirada mordaz el lujoso apartamento, y después a George y luego a su hermana.

—Te has abandonado, ¿no, Bobby? —comentó por fin. Sonaba complacida.

Bobby dirigió una mirada desafiante a George.

—Ya no tengo tiempo para esas tonterías —respondió—. Simplemente no tengo tiempo. Todos estamos muy ocupados. ¿O no?

George se dio cuenta de que las dos mujeres lo estaban mirando. Pensó que tenían la misma mirada sombría, severa, inquisitiva, que se alzaba por encima de las afiladas narices. No podía hablar. Se le había trabado la lengua. Podía sentir cómo corría la sangre por sus venas. Era como si su corazón se estuviera hinchando y ocupara todo su cuerpo. Una enorme y suave extensión de dolor. El martilleo de la sangre en sus oídos no le dejaba oír nada. La sangre le golpeaba en los ojos, pero los cerró para no tener que ver a aquellas dos mujeres.

La costumbre de amar

De Doris Lessing (1957)

Ella Wheeler Wilcox, el 30 de octubre de 2019 se cumplen cien años de su muerte.

 

 

 

 

Nacida en Johnstown Center, Wisconsin, Estados Unidos, procedía de una familia humilde con raíces en Vermont. Aficionada a la lectura desde pequeña, se convirtió en una ávida devoradora de las novelas románticas de Eden Douthworth, Mary Jane Holmes y Oida, encontrando en ellas la inspiración para sus primeros trabajos publicados en el New York Mercury (donde apareció un escrito suyo con tan solo catorce años), en la revista Waverly o en Leslie’s Weekly.

Su primer libro de poemas, Drops of Water, fue publicado en 1872, conteniendo todavía versos de ajustada templanza, a éste le siguió, en 1873, una colección de poemas religiosos y morales titulada Shells y, tres años más tarde, apareció su primer poema narrativo altamente sentimental, Maurine. Pero fue el rechazo con el que fue recibido Poems of Passion, al ser calificados sus poemas como inmorales, lo que le granjeó el éxito del público al ser finalmente editado, vendiendo más de sesenta mil copias en dos años.

Tras su matrimonio con el empresario Robert M. Wilcox, su estilo se moderó un poco, por lo que sus siguientes creaciones estuvieron repletas de tópicos y lugares comunes y fáciles, sin dejar por ello su voz cargada de erotismo, aunque un poco oblicuo, pero sin ser convencional para su época: Hombres, Mujeres y Emociones (1893), Poemas de placer (1888), Poemas de sentimiento (1906), Gemas (1912) o Voces mundiales (1918).

Pero el trabajo de Ella no se limitaba a la poesía, pues también escribió varias novelas como: Mal Moulée (1885), A Double Life (1890), Sweet Danger (1892) o A Woman of the World (1918); también editó don autobiografías: La historia de una carrera literaria (1905) y Los mundos y yo (1918), así como columnas de opinión y crítica literaria para varios periódicos y revistas, ente ellas Cosmopolitan. A la muerte de su esposo, en 1916, se interesó por el espiritualismo, con tanto interés y dedicación, que aseguraba conectar con su espíritu, el cual le aconsejó que realizara una gira de lectura poética por los campos del ejército aliado en Francia durante la Primera Guerra Mundial en 1918.

El lenguaje del amor

¿Cómo habla el Amor?
Sobre una mejilla en su tenue rubor,
y en la palidez que le sucede, en aquel
temblor de unos ojos que huyen
—la sonrisa que se convierte en suspiro—
Así habla el Amor.

¿Cómo habla el Amor?
Por la desigualdad de dos corazones que palpitan,
monstruo que en el pulso vibra, inmóvil ante el dolor,
mientras nuevas emociones, como insólitas barcas
que a lo largo de las venas trazan su inquietante curso;
—como el amanecer, con la fuerza súbita del amanecer—
Así habla el Amor.

¿Cómo habla el Amor?
Cuando evitamos aquello que buscamos,
el silencio repentino que nos asalta cuando
contemplamos el ojo que brilla con su lágrima esquiva,
cuando la alegría nos arrebata el corazón del pecho
—conociendo de memoria los nombres divinos—
Así habla el Amor.

¿Cómo habla el Amor?
En el orgulloso espíritu que crece mansamente,
en el corazón altanero creciendo humilde; en la cálida
luz sin nombre que inunda el mundo con su esplendor;
en la semejanza donde los ojos trazan
en todas las cosas justas el rostro amado;
en el tímido roce de las manos que se estremecen,
—en los labios y las miradas que ya no disimulan—
Así habla el Amor.

¿Cómo habla el Amor?
Cuando las palabras pronunciadas parecen tan débiles
que se someten al silencio; en el fuego
que abate las miradas, destellos rápidos y más altos,
como relámpagos que preceden la furia de la tormenta;
en lo profundo: sentimental quietud;
en la cálida marea apasionada que barre las venas
entre las orillas del deleite y el dolor;
en el abrazo que se derrite en la locura del placer,
—en el arrebato convulsivo de un beso—
Así habla el Amor.


El lenguaje del amor.
Love's Language,

Ella Wheeler Wilcox

(1850-1919)

Jorge de Sena, el 2 de noviembre de 2019 se cumplen cien años de su nacimiento.

 

 

 

 

Nacido en Lisboa, Jorge de Sena es considerado una de las figuras más importantes de la literatura portuguesa. Hijo único de una familia de clase media alta con reminiscencias en la aristocracia portuguesa, recibió una profunda influencia cultural por parte de su abuela materna.

En su juventud ingresó en la Academia Naval de Portugal, viajando como cadete por África y Brasil, comenzando su gran odisea para familiarizarse con todas las tierras de habla portuguesa. Tras abandonar la marina, donde podría haber sido oficial, completó sus estudios en la Universidad de Oporto, donde se graduó en ingeniería en 1944, trabajando como ingeniero para el estado durante quince años, aunque desde sus años de universitario ya había comenzado a cultivar la escritura como poeta y como crítico.

En 1959 dejó su trabajo y se marchó a Brasil con su familia donde comenzó trabajando de profesor en la Universidad de Sáo Paulo, al mismo tiempo que concluía su doctorado en Literatura. En 1965 marchó como profesor a la Universidad de Wisconsin y, desde 1970 hasta su muerte, fue miembro de la facultad de la Universidad de California en Santa Bárbara en el departamento de español y portugués.

Su producción literaria es bastante extensa y de gran calidad, siendo creador en varios géneros: poesía, prosa, drama, traducción o ensayo, recibiendo diversos premios y reconocimientos mundiales por su trabajo.

Jorge de Sena falleció el 4 de junio de 1978 en Santa Bárbara, California.

Ser un gran poeta

 

Ser un gran poeta

muerto y nacional

es atraer a las moscas

como idiotas y

a los idiotas como moscas.

 

Ser un poeta mediocre

vivo y universal

es atraer a los catedráticos

de literatura como

idiotas y moscas.

 

Ser apenas un poeta

ni vivo ni muerto

o nacional o universal

es apenas atraer a los poetas

como moscas idiotas.

 

Moraleja: no hay salida.

 

De Jorge de Sena

Abraham Valdelomar, el 3 de noviembre de 2019 se cumplen cien años de su muerte.

 

 

 

 

Nacido en Ica, una ciudad del sur de Perú, el 27 de abril de 1888, Abraham Valdelomar fue un notable escritor, poeta e ilustrador de arte, cuya infancia tuvo una gran influencia en sus trabajos. Publico sus primeros poemas en una revista a la edad de quince años, algo que hizo con asiduidad a lo largo de su vida junto con artículos, críticas y ensayos, fundando, así mismo, sus propias revistas. Además de por la creación literaria, sentía pasión por la política, contribuyendo al éxito de la carrera presidencial de Guillermo Billinghurst, con quien colaboró durante su mandato, así como con el presidente Agustín Gamarra.

En 1903 fundo la revista La Idea Guadalupana, junto con Manuel A. Bedoya. Poco después comenzó a aportar caricaturas y poemas a varias revistas y publicaciones periódicas ilustradas, abandonando sus estudios universitarios para dedicarse al periodismo, llegando a ser director artístico de Aplausos y Silbidos y corresponsal de la guerra entre Perú y Ecuador para El Diario. En 1911 le llegó la popularidad con dos novelas: La ciudad de los tísicos y La ciudad muerta, y al año siguiente fue nombrado director de El Peruano. Entre 1913 y 1914 fue nombrado Segundo Secretario de la Embajada de Perú en Roma. A su regreso, trabajó como columnista, bajo el seudónimo de Conde de Lemos, para La Presena y como secretario del historiador José de Riva-Agüero. En 1919 fue elegido representante de Ica para el Congreso Regional del Centro Peruano en Ayacucho.

Firmando sus trabajos con su nuevo sobrenombre, El Conde de Lemos, Abraham volvió de Europa convertido en un dandy que seguía la moda de la belle époque y la vida desenfrenada y exhibicionista de los “poetas malditos” franceses: afectación en sus gestos, consumidor de estupefacientes, con indumentaria extravagante y una arrogancia que no disimulaba su falsa modestia, sin embargo, era un excelente narrador y un gran poeta empapado del movimiento modernista y la fresca rebeldía de aquellos tiempos. Por eso no es de extrañar que de su boca saliera esta afirmación: “En un país de sumisos, el orgullo no es un defecto sino una virtud”.

El 1 de noviembre de 1919, sufrió un accidente durante una gira por Ayacucho, provincia de Huamanga, a consecuencia del cual moriría dos días después.

Corazón ponte en pie

 

¡Corazón, ponte en pie! Cierra tu herida.
Seca tu llanto, alegra tu mansión,
olvida tu dolor, tu pena olvida,
cubre de flores, tu sutil guarida
y hoy que la Primavera te convida,
¡Corazón, ponte en pie, cierra tu herida
toma el tricornio y canta, Corazón!

No invoques a la musa, hoy que te implora
tu propio dueño una sutil canción,
para cantar un cielo que se adora,
para decirle a un pueblo que se llora,
cuando llega esta hora
de la separación,
para triste decir
¡tú eres la única musa, Corazón!

De Abraham Valdelomar

Gédéon Tallemant des Réaux, el 7 de noviembre de 2019 se cumplen cuatrocientos años de su nacimiento.

 

 

 

Nacido en La Rochelle, Francia, Gédeón se graduó en Derecho Civil y Canónico en París, consiguiendo un puesto como consejero del parlamento, trabajo que abandonó para dedicarse a la literatura. En 1646 contrajo matrimonio con su prima Elisabeth de Rambouillet, entrando así en la elegante sociedad del Hotel de Rambouillet y conociendo a muchas figuras literarias cuyas vidas se describen en su obra, las Historiettes, que contienen una gran cantidad de información sobre los principales hombres de la sociedad parisina y la vida pública francesa de principios del siglo XVII, con chismorreos aportados en gran parte por Catherine de Vivonne, Marquesa de Rambouillet, sobre historias de los reinados de Enrique IV y Luis XIII que tienen un valor histórico real. Gédeón sabía escuchar y observar, aunque desde su perspectiva maliciosa, por lo que se buscó otras fuentes bien informadas, como Boisrobert con Richelisu o Rancan con Malherbe, con la finalidad de buscar todo aquello que no aparecía en la prensa. Todo ello causó incredulidad e indignación, según los casos, pero aportó un gran valor a la historia del siglo XVII.

Sus últimos años de vida se vieron alterados a causa de la represión contra los hugonotes, teniendo que abjurar de sus creencias religiosas, recibiendo por ello una pensión que palió en algo sus penurias económicas. Tallemant murió en París el 6 de noviembre de 1692.

El condestable de Lesdiguières

Francois de Bonne, señor de Lesdiguieres, era de una casa noble y antigua de las montañas Dauphine, pero pobre. Después de haber estudiado, se hizo abogado en el parlamento de Grenoble y, se dice, que a veces tuvo algún pleito allí, pero que, sintiéndose llamado a cosas mayores, se retiró a su casa, con la intención de ir a la guerra. Sin embargo, al no tener otra montura, tomó prestada una yegua de un posadero de su pueblo, fingiendo ir a ver a sus padres. Se solicitó nuevamente a esta yegua, que no pertenecía a este posadero, y esto dio lugar a un juicio que, aunque de menor importancia, duró tanto tiempo, como sucede con demasiada frecuencia, que antes de que terminara, el señor de Lesdiguieres ya era gobernador de Dauphine. Un día, cuando estaba a caballo, seguido por sus guardias, en la Place de Grenoble, el pobre posadero, que estaba en busca de su demanda, no pudo evitar decir en voz alta: "El diablo lleve a Francis de Bonne, ¡solo me ha causado problemas y problemas! Uno de los asistentes le preguntó por qué hablaba así; Este hombre le contó toda la historia de la yegua. El que le había hecho esta solicitud era uno de los criados del señor de Lesdiguieres, y esa misma noche le contó a su señor la historia porque tenía, se dice, la costumbre de ver a todos sus sirvientes antes de acostarse, y algunas veces conversaba familiarmente con ellos. Al conocer esta aventura, ordenó a este hombre que lo trajera al día siguiente al pobre posadero, quien, muy sorprendido e intimidado a propósito por su conductor, se arrojó a los pies del señor de Lesdiguieres, pidiéndole perdón por lo que había dicho de él; pero éste, riéndose, lo levantó, y mientras lo entretenía por el tiempo transcurrido, se le convocó de nuevo, llegando a un acuerdo en el acto y dándole una recompensa.

Al gobernador le encantaba recordar su primera fortuna, que hoy vemos abandonada, ya que después de haber construido un magnífico palacio en Lesdiguieres, le complació dejarlo todo, en su totalidad, por la pequeña casa donde nació y donde su padre había vivido, para ir con Madame la Constable de Lesdiguieres, su amante, quien murió hace poco, y que en realidad se llamaba Marie Vignon y era hija de un peletero de Grenoble. Estaba casada con un comerciante de ropa de la misma ciudad, llamada Sire Aymon Mathel, de la cual tenía dos hijas. Era una persona bonita, pero no había nada extraordinario en ella. Su primer galán fue un hombre llamado Roux, secretario de la corte del parlamento de Grenoble, quien desde entonces se lo ha entregado a M. de Lesdiguieres. Ahora bien, este Roux era un gran amigo de un Cordelier, llamado de Nobilibus, que fue quemado en Grenoble por haber dicho misa sin haber recibido las órdenes. También era sospechoso de magia, y la gente todavía cree hoy que este Cordelier le había dado hechizos a Madame la Constable para hacerse dueña de la mente del señor de Lesdiguieres. Es cierto que ella tuvo al principio un gran poder sobre él, aunque este amor no duró mucho, justo hasta que la mujer salió de la casa de su esposo, sin embargo, no se alojó con su amante, sino en una vivienda separada, donde él le dio un buen servicio, y poco después la convirtió en marquesa. Tuvo dos hijas durante esta separación de su marido. Se dice que los padres de M. de Lesdiguieres contactaron con su médico, quien le aconsejó, por su salud, que cambiara a su amante, y al mismo tiempo, en un intento por hacerla olvidarla, le presentaron a una persona muy hermosa, llamada Pachon, esposa de uno de sus guardias. Pero la marquesa golpeó a la mujer en la casa de M. de Lesdiguieres, e inmediatamente se arrojó a sus pies. No tuvo grandes dificultades para hacer las paces, y fue más querida que antes.

M. de Lesdiguieres se vio obligado a hacer varios viajes; ella lo seguía a todas partes, e incluso a la guerra. Se dice, sin embargo, que deseaba que el pañero la tomara de nuevo, y que le había ofrecido con ese propósito que lo convirtiera en el administrador de su casa. Pero este comerciante, que era un hombre de honor, nunca le escucharía.

Permaneció en Grenoble, mientras que M. de Lesdiguieres estaba sitiado en algún lugar de Languedoc. En ese momento, cierto coronel Alard, piamontés, vino a reclutar en Dauphine. Fue persuadido, pero no tan abiertamente como lo había sido antes por M. de Nemours, quien le hizo mil galanterías, durante un viaje que M. de Lesdiguieres se había visto obligado a hacer a Picardía. Ahora, como pensaba solo en convertirse en esposa de Lesdiguieres, y que la vida de su esposo era un obstáculo insuperable, ella persuadió al coronel para que lo asesinara; lo que hizo de esta manera: El pañero, después de abandonar su oficio, se retiró a los campos durante unos años, en un lugar llamado Port-de-Gien, en la parroquia de Mellan, una pequeña villa de Grenoble. El coronel cabalgaba a caballo, acompañado por un alto lacayo italiano; llega temprano a este lugar y, después de conocer a un pastor, le pidió que le indicara la casa del capitán Clavel. El pastor le dijo que no conocía a nadie con ese nombre, pero que, si preguntaba por la casa de Sir Mathel, era uno de estas dos que veía cerca. El coronel le suplicó que lo llevara allí, para que el pastor pudiera mostrarle al hombre que estaba buscando, porque no lo conocía. No habían avanzado mucho cuando el pastor le mostró a un hombre que caminaba solo por un campo, el coronel le dio las gracias, le dio una propina y lo despidió. Luego se acerca al comerciante y lo deja en el suelo con un disparo de pistola, que acompaña con unos cuantos golpes, por temor a no matarlo.

La justicia tomó declaración al ayuda de cámara del muerto y a una sirvienta, que era su concubina, y al pastor, que contó toda la historia sin poder dar el nombre del asesino. Se le preguntó si lo reconocería bien. Él respondió que sí. Es por eso que lo pusieron en Grenoble en una puerta de la prisión que abre a la plaza principal, llamada de Saint-André. No estuvo mucho tiempo sin ver al Coronel, a quien reconoció de inmediato, y que fue inmediatamente encarcelado porque tontamente creía que este pastor no había visto nada.

M. de Lesdiguieres, después de haber recibido un aviso de diligencia, temía que, si este asunto se profundizaba, su amante no lo avergonzaría terriblemente, por lo que abandonó rápidamente el lugar donde estaba y, entrando a la ciudad sin que se le esperase, fue a entregar al piamontés y a salvarlo al mismo tiempo, ya que el Coronel dicidido vengarse de la amante del señor de Lesdiguieres, pero como éste era un hábil abogado, pudo negociar tan bien con cada parte en particular que ya no se habló más de este asunto.

Desde entonces todavía pasaron cinco o seis años sin casarse con la marquesa, pues, aunque finalmente decidió legitimar a las dos niñas que habían tenido, sin embargo, seguían siendo adúlteros. Al ir a casarse, le dijo a su amante: "Vamos a hacer esta tontería, ya que la quieres”.

Esto es lo que Bezançon informó sobre su muerte. Estaba trabajando con él, el mismo día de su muerte, en la partida de la gente de guerra. "Sería necesario", dijo Bezangon, "que Monsieur de Crequi estuviera aquí”. "De hecho", respondió el gobernador, "podríamos esperarlo, pero si ha encontrado una habitación en su camino, no vendrá hoy". Con gran sentido común, envió a por un médico. "Monsieur Cure", dijo, "haga todo lo que sea necesario”. Cuando todo estuvo hecho: "¿Eso es todo?", Dijo él, "¿Señor le Cure? - Sí señor. "Adiós, señor le Cure”, le despidió agradecido. El médico le dijo: "Señor, he visto salvarse a personas más enfermas”. "Puede ser", respondió, "pero no tenían ochenta y cinco años como yo”. Llegaron monjes a los que les había dado cuatro mil coronas, pero a quienes les hubiera gustado cobrar muchas más. Le prometieron el paraíso como recompensa. "¿Ves", dijo él, "mis padres? Si me salvo por cuatro mil coronas, no me salvaré por ocho mil. Adiós”. Y murió en él más silenciosamente del mundo.

Gedeón Tallemant

Kalle Päätalo, el 11 de noviembre de 2019 se cumplen cien años de su nacimiento.

 

 

 

 

Päätalo nació en Taivalkoski, Oulu, al Norte de Finlandia. Con tan solo catorce años tuvo que trabajar de leñador para mantener a su familia ya que su padre padecía una enfermedad mental, sin embargo, era un ávido lector, sobre todo de Waltari y Jack Londo, y soñaba con convertirse en un escritor algún día. A los veinte años tuvo que ir al frente durante la Guerra de Invierno, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, para defender a su país de la invasión de la Unión Soviética, algo que volvería a ocurrir dos años más tarde, a la Guerra de la Continuación, donde fue herido. Concluida la guerra, marchó a la ciudad de Tempere para estudiar en una escuela técnica y donde se estableció como contratista de obras y comenzó a escribir relatos cortos que editó en algunas revistas.

Su primera novela apareció en 1958, Ihmisiä telineillä, pero fue a partir de la edición de El pan nuestro de cada día (1960), con la que daría inicio a la serie Koillismaa, cuando comenzó a tener un reconocimiento entre el público y a escribir al ritmo de casi una novela al año. En 1971 apareció la primera novela de la serie de veintiséis, titulada Juuret Lijoen törmässä, que está basada en hecho autobiográficos.

Escritor meticuloso y detallista es a veces acusado de una exagerada lentitud en sus narraciones, aunque en el fondo resulta entrañable su forma tan sincera de mostrar el mundo tal y como él lo veía, lo cual le supuso un gran éxito en ventas.

Päätalo fue nombrado Doctor Honoris Causa por la Universidad de Oulu y ganador de la Medalla Pro Finlandia. Murió el 20 de noviembre de 2000.

El pan nuestro de cada día

(Fragmento)

Apuntó diagonalmente a través del lago con un palo de esquí, hacia donde una amplia pendiente de pinos cubiertos de escarcha brillaba dorada al sol.

- ¿Sabes qué son esos bultos negros en las ramas de ese pino?

- ¡Solo brezo! - Gritó Auku.

- ¡Solo brezo! ¡Es una maravilla que no hayas dicho solo carboneros! Eres un cazador, lo eres. Esos son perdices nivales, auténticas perdices nivales con pico de anzuelo, ¡maldita sea!

- Estás comenzando a acostumbrarte a maldecir.

Kauko estaba un poco molesto por la agudeza de los ojos de su hermano. que no está dispuesto a admitir que tenía razón.

- La frase 'maldita sea' no es estar maldiciendo.

- ¿Qué es entonces? Y no hay pruebas de que esos sean perdices.

- ¡Hmh!

Kauko escuchó una risa detrás de él.

- Cargaríamos muchos más conejos y pájaros de regreso a la casa si yo hiciera el ataque.

- Todavía no puedes obtener un permiso para portar un arma - dijo Kauko.

- ¿A quién le importan los permisos? Si no puedo obtener un permiso para portar un arma, entonces lo arrastraré detrás de mí ¿Necesitas un permiso para eso también?

- No te hagas el listo.

De Kalle Päätalo

George Eliot, el 22 de noviembre se cumplen doscientos años de su nacimiento.

 

 

 

 

Su verdadero nombre era Mary Ann Evans y nació en Chilvers Coton, Warwickshire, Inglaterra, dentro de una familia de clase media rural donde su padre se encargaba de la granja y el castillo de Arbury Hall. Fue una niña estudiosa y muy aficionada a la lectura, aunque tuvo que dejar los estudios a los dieciséis años, cuando murió su madre, para encargarse de las labores del hogar, como correspondía a las hijas más pequeñas.

En 1841 se mudó con su padre a Coventry, donde conoció a un próspero fabricante de cintas, Charles Bray, un librepensador que apoyaba a los radicales. George era una ferviente religiosa debido a su estricta educación evangélica, pero comenzó a tener grandes dudas tras leer un libro escrito por su cuñado Charles Hennell, An Inquiry Concerning the Origin of Christianity, al que siguieron otros sobre la relación de la Biblia con la ciencia, a estas influencias se sumaron las procedentes de la cercanía de los Brays y los Hennells que la sacaron de su provincialismo extremo y la introdujeron en el racionalismo y el librepensamiento, creciendo en ella un violento enfrentamiento con el conservadurismo de su familia, lo que le supuso un gran conflicto con su padre que solo se arregló con el acuerdo de que ella sería libre de pensar lo que quisiera siempre que fuera a la Iglesia cada domingo y viviera con el padre hasta su muerte, cosa que ocurrió en 1849.

A partir de ese momento, comenzó a viajar y se acercó a los pensamientos de Spinoza, Feuerbach y David Strauss, traduciendo y publicando La esencia del cristianismo, del segundo, y La vida de Jesús críticamente examinada, del tercero, y manteniendo contactos con el feminista y liberal Stuart Mill y con el evolucionista Herbert Spencer.

Pasó el invierno de 1849 en Ginebra con la familia de François D’Albert Durade, quien le hizo un retrato que se encuentra en la National Portrait Gallery. De vuelta a Inglaterra, decidió instalarse en Londres como escritora independiente. En 1851 se enamoró de George Henry Lewes, científico y periodista, un hombre de moral bastante abierta que incluso toleraba que su mujer, Agenes, tuviera amantes e hijos con otro hombre que él mismo mantenía, sin embargo, al conocer a Evans (Eliot) inició con ella una relación estable que duraría más de veinte años, hasta la muerte de Lewes. Juntos marcharon a Alemania donde George Eliot escribió algunos de sus mejores ensayos y tradujo la Ética de Spinoza, así como una historia sobre un episodio de su infancia en la parroquia de Chilvers Coton publicado en Blackwood’s Magazine en 1857 que llevaba por título Las tristes fortunas del reverendo Amos Barton, siendo un éxito instantáneo, al que le siguieron otros dos relatos: La historia de amor del Sr. Gilfil y El arrepentimiento de Janet, todos ya con su seudónimo de George Eliot.

En 1859 editó su primera novela larga en tres volúmenes, Adam Bede, a la que describió como “una historia de campo llena de aliento de las vacas y el olor a heno”, que representa un ejemplo magistral del realismo. Con El molino del Floss (1859), también en tres volúmenes, regresó nuevamente a las escenas de sus primeros años de vida con escenas atractivas de sutileza psicológica.

Durante una visita a Florencia en 1860 comenzó a planificar Romola (1863), novela situada en aquella ciudad a finales del siglo XV que trata sobre la carrera del reformador Girolamo Savonarola y la caída del gobernante Medicis, apuntándose con ella a la moda de las novelas históricas, aunque primero editaría Silas Marner (1861), donde el personaje principal es un tejedor sin amigos que solo se preocupa por su dinero, pero que, al final, es redimido por su amor por Eppie, una niña abandonada de cabellos dorado a la que cuidará como si fuera su propia hija. En 1866 aparece Felix Holt, el radical, que publicada en tres volúmenes se desarrolla en Inglaterra a principios de la década de 1830, en el momento de agitación por la aprobación del “proyecto de ley de reforma”, que pretendía transformar le sistema electoral británico. Y llegamos a la que se considera la obra maestra de Eliot, Middlemarch, publicada en ocho volúmenes entre 1871 y 1872, es un estudio realista de cada clase social en la ciudad que le da título, desde la nobleza terrateniente y el clero, hasta los fabricantes y hombres profesionales, granjeros y trabajadores, bajo el punto de vista, sin embargo, del idealismo frustrado de sus dos principales personajes, Dorothea Brooke y Tertius Lydgate. Posteriormente, en 1876, aparece su Danie Doronda, así mismo publicada en ocho volúmenes y en donde se expone el antisemitismo victoriano y en la que aparece, tal vez, su personaje más logrado, Gwendolen Harleth, una joven de clase alta que se casa por posición y dinero y posteriormente lo lamenta.

George Eliot falleció en Londres el 22 de diciembre de 1880.

Middlemarch

(Fragmento)

Cierto que esos actos decisivos de su vida no fueron idealmente hermosos. Fueron la resultante de un joven y noble impulso forcejeando entre las condiciones de un estado social imperfecto, en el que los grandes sentimientos a menudo toman el aspecto de un error y la fe excesiva el aspecto de una ilusión. Pues no existe criatura cuyo ser interior sea tan fuerte que no esté determinado en gran parte por lo que encuentra en el exterior. Una nueva Teresa es muy posible que no tuviera la oportunidad de reformar la vida conventual, no más de lo que una nueva Antígona dedicaría su piedad heroica a desafiarlo todo por el entierro de su hermano: el medio en que sus ardientes proezas tomaron forma ha desaparecido para siempre. Pero nosotros, gentes insignificantes, con nuestras palabras y actos cotidianos, preparamos las vidas de muchas Dorotheas, algunas de las cuales pueden realizar un sacrificio mucho más triste que el de la Dorothea cuya historia conocemos.

Su espíritu aún poseía aspectos hermosos, aunque no fueran ampliamente visibles. Su íntegra naturaleza, al igual que ese río que Ciro logró domeñar, se pierde en canales que no poseen ningún nombre importante sobre la tierra. Pero la influencia que ella ejerció sobre quienes la rodeaban tuvo una difusión incalculable: pues el aumento de la bondad en el mundo depende en parte de hechos ahistóricos; y que las cosas no nos vayan tan mal a ti y a mí como podrían habernos ido se debe en parte a las personas que llevaron una vida estrictamente oculta, y yacen en tumbas que nadie visita.

De George Eliot

Frederik Pohl, el 26 de noviembre de 2019 se cumplen cien años de su nacimiento.

 

 

 

 

Frederil George Pohl, nacido en Nueva York, es utiliza la ciencia ficción como un modo de crítica social y como una exploración de las consecuencias de la tecnología en una sociedad enferma.

Pohl no acabó la escuela secundaria, sin embargo, a los veinte años era editor de dos revistas de ciencia ficción, Astonishing Stories y Super Science Stories y al final de la década de los 30, junto con un grupo de futuristas como él, entre los que se encontraban Issac Asimov y CM Kornbluth, crearon una asociación para la creación y promoción de la ciencia ficción constructiva y progresista. Durante la Segunda Guerra Mundial, sirvió en las Fuerzas Aéreas norteamericanas y posteriormente trabajó en una agencia de publicidad antes de volver a escribir y editar.

Pohl suele abordar problemas serios en sus obras a pesar de ser conocido por su humor. Mercaderes del espacio (1953), su obra más conocida, fue escrita en colaboración con Kornbluth, y en ella se retrata un mundo escalofriante dominado por la perspectiva económica de los ejecutivos de la publicidad.

Sus trabajos han sido profusamente premiados, así como por mejor editor, mejor blog y por sus relatos cortos. Entre sus novelas más conocidas podemos destacar: Homo Plus (1976), Pórtico (1977), Tras el incierto horizonte (1980), Jem (1978), Los años de la ciudad (1984) o Mineros de Oort (1992), así como sus colecciones de relatos, sus ensayos y una memoria, The way the future was (1978), muriendo cuando estaba preparando su segunda edición en 2013.

Pórtico

(Fragmento)

Me llamo Robinette Broadhead, pese a lo cual soy varón. A mi analista (a quien doy el nombre de Sigfrid von Schrink, aunque no se llama así, carece de nombre por ser una máquina) hace mucha gracia este hecho:

- ¿Por qué te importa que algunas personas crean que es nombre de chica, Bob?

- No me importa.

- Entonces, ¿por qué no dejas de mencionarlo?

Me fastidia cuando no deja de mencionarme lo que yo no dejo de mencionar. Miro hacia el techo, con sus colgantes movibles y sus piñatas, y luego miro la ventana, que en realidad no es una ventana, sino un móvil holópico del deaje en Kaena Point; la programación de Sigfrid es bastante ecléctica. Al cabo de un rato le contesto:

- No puedo evitar que mis padres me llamaran así. He intentado escribirlo R-O-B-I-N-ET, pero entonces todo el mundo lo pronuncia mal.

- Podrías cambiarlo por otro.

- Si lo cambiara - digo, seguro de que en esto tengo razón -, tú me dirías que llego a extremos obsesivos para defender mis dicotomías internas.

- Lo que te diría - replica Sigfrid en uno de sus torpes y mecánicos intentos de humor - es que no debes emplear términos psicoanalíticos técnicos. Te agradecería que te limitaras a decir lo que sientes.

- Lo que siento - digo yo por milésima vez - es felicidad. No tengo problemas. ¿Por qué no habría de sentirme feliz?

Jugamos mucho con ésta y otras frases parecidas y a mí no me gusta. Creo que hay un fallo en su programa. Insiste:

- Dímelo, Robbie. ¿Por qué no eres feliz?

No le contesto y él vuelve a la carga:

- Me parece que estás preocupado.

- Mierda, Sigfrid - replico, un poco harto -, siempre dices lo mismo. No estoy preocupado por nada.

Intenta convencerme:

- No hay nada malo en explicar lo que se siente. Vuelvo a mirar hacia la ventana, enfadado porque me doy cuenta de que tiemblo y no sé por qué.

- Eres un latazo, Sigfrid, ¿lo sabías?

Dice algo, pero yo no le escucho. Me pregunto por qué vengo aquí a perder el tiempo. Si ha habido alguna vez alguien con todos los motivos para ser feliz, ése soy yo. Rico, bastante apuesto, no demasiado viejo, y en cualquier caso, tengo el Certificado Médico Completo, por lo que durante los próximos cincuenta años puedo tener la edad que me plazca. Vivo en la ciudad de Nueva York y bajo la Gran Burbuja, donde no puede permitirse el lujo de vivir nadie que no esté bien forrado y sea, además, una especie de celebridad. Poseo un apartamento de verano con vistas al mar de Tappan y la presa de Palisades. Y las chicas se vuelven locas con mis tres brazaletes de Fuera. No se ve a muchos prospectores en la Tierra, ni siquiera en Nueva York. Todas están deseando que les cuente qué aspecto tiene la Nebulosa de Orión o la Nube Menor Magallánica. (Naturalmente, no he estado en ninguno de los dos sitios. Y no me gusta hablar del único lugar interesante donde sí he estado.)

- Entonces - dice Sigfrid, después de esperar el apropiado número de microsegundos una respuesta a lo último que ha dicho -, si de verdad eres feliz, ¿por qué vienes aquí en busca de ayuda?

Detesto que me haga las mismas preguntas que yo mismo me formulo. No le respondo. Me contorsiono hasta que vuelvo a sentirme cómodo sobre la alfombra de espuma de plástico, ya que presiento que esta sesión va a ser muy larga. Si yo supiera por qué necesito ayuda, ¿acaso la necesitaría?

- Rob, hoy no estás cooperando mucho - dice Sigfrid a través del pequeño altavoz que hay en el extremo superior de la alfombra. A veces utiliza un muñeco de aspecto muy real, que está sentado en un sillón, da golpecitos con un lápiz y me dedica una rápida sonrisa de vez en cuando. Pero no le he dicho que esto me pone nervioso -. ¿Por qué no me dices lo que piensas?

- No pienso nada en particular.

De Frederik Pohl

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