Fundido en negro

La trilogía de Nueva York, de Paul Auster

En las obras de Paul Auster, los acontecimientos se precipitan tras sucesos de una naturaleza, aparentemente, insignificante: lo pequeño marca la diferencia y el azar condiciona las decisiones. La investigación de lo otro se convierte en la búsqueda de uno mismo, en el afán de hallar una identidad propia y distintiva.

Un trabajo de…

Paul Auster, Premio Príncipe de Asturias en 2006, tiene la facultad de sorprendernos en cada una de sus novelas, y no iba a ser menos con estas tres, de pequeño formato, que componen la Trilogía de Nueva York, y cuyos títulos, por orden de aparición, son: Ciudad de cristal, publicada en 1985, Fantasmas, que apareció en 1986, y La habitación cerrada, 1987. Las tres forman una pequeña antología donde se unen el suspense, el azar, el paisaje urbano y social de Nueva York, problemas de identidad y una profunda evolución psicológica de los personajes, consiguiendo un cóctel bastante peculiar que caracterizará a la totalidad de su obra de ficción. Pero vayamos analizando una a una para comprenderlo mejor.

La cidad de cristal

Cuando comienzas a leer La ciudad de cristal, tienes la seguridad de estar ante una novela policiaca de corte tradicional: hay un detective, un caso por resolver y una investigación que puede, o no, conducirnos hacia la solución. Sin embargo, en este caso el detective no es tal, sino que, Daniel Quinn, un escritor que hace poco perdió a su mujer e hijo en un accidente, recibe, por error, repetidas llamadas telefónicas preguntando por una agencia de detectives. Él intenta aclarar el equívoco, pero al final decide aceptar el caso y se hace pasar por el supuesto detective que, curiosamente, se llama Paul Auster. Esto tiene una explicación: al autor le ocurrió realmente esto y, aunque él no se hizo pasar por el detective buscado, utilizó ese malentendido para crear esta historia.

 

Daniel Quinn se hace pasar, pues, por Paul Auster y acepta el caso que, en un principio, no le parece demasiado complicado, sin embargo, a medida que avanzamos en la lectura, comprobamos que esto no es así. Quinn, que ahora es Auster, Se va involucrando más y más en el caso y, cuanto más profundiza, menos comprende el misterio que lo envuelve. Da igual que intente organizar los datos mediante la lógica pues, tal como el autor juega con el título, Ciudad de cristal, donde nos imaginamos un lugar transparente, aunque frágil, en el que todo esté a la vista, resulta, sin embargo, todo lo contrario y nada se ve tan claro como se podría esperar. Todo es ambiguo, quebradizo y delicado para Quinn y a nosotros, los lectores, nos invade la sensación de que el mundo es un lugar donde la realidad es difícil de entender. Y encima, Quinn, ve a dos hombres parecidos en la estación y debe decidirse por seguir a uno de ellos, y a partir de ese momento, no tenemos claro si al que vigila es o no el correcto. Así que llega un momento en el que Quinn está desesperado e intenta descubrir pistas donde no las hay, por lo que incluso piensa que todo puede deberse a una intervención sobrenatural, lo que le conduce, si no lo remedia, a un rotundo fracaso.

 

El verdadero argumento de esta novela se concentra en el análisis psicoanalítico del protagonista, en sus problemas de identidad, en su lucha individual dentro de una esfera donde nada es lo que parece, debatiéndose entre lo que Quinn es capaz de discernir dentro de su propia personalidad y de las que se imagina representar,  y aunque se recrea un yo simbólico con el que pueda identificarse, sin embargo, la realidad le supera, va más allá de sus propias expectativas dando un giro inesperado a todo el argumento, lo cual aleja a esta historia de lo que, según la concepción tradicional, sería una novela policiaca convencional.

 

Intentaremos explicarlo:

 

Daniel Quinn es un autor de historias de detectives que se encuentra en una difícil y profunda crisis porque ha perdido a su esposa e hijo y todavía está en el proceso de admitirlo y de llenar su vacío existencial, lo cual le dificulta para escribir, (hasta aquí es lo real). Esto decide hacerlo bajo una segunda identidad, la de William Wilson, con la que firma sus últimos libros, no para esconder su verdadero nombre, sino para alejarse de su pasado al trabajar bajo una identidad ficticia que nada tenía que ver con él yo anterior y, al mismo tiempo, no sentirse responsable de lo que escribe, de esa manera puede seguir creando (y esto podría considerarse un estado simbólico). Sin embargo, no todavía contento con esto, se crea otra identidad, la de Max Work, el protagonista de las novelas que escribe bajo el seudónimo de William Wilson, y como Quinn, tras la tragedia sufrida, ha cortado la mayoría de sus relaciones sociales, es a través de Max Work como vive la vida que ha abandonado, aunque sea sobre el papel (este sería el estado imaginario). Pero, cuando decide aceptar el trabajo de investigación que iba destinado a un tal Paul Auster, quizá en un último intento de huir de una vida sin sentido aferrándose a un mundo de ficción, lo real, lo imaginario y lo simbólico se mezclan borrando los límites y creando un caos que le impide ver con claridad. Si la misión de un detective es ordenar los elementos que le ayuden a resolver el caso, nada más opuesto a esto que una perspectiva mental totalmente fuera de lo racional. Por ello parece bastante lógico que, en un momento de la novela, el protagonista se compare con Don Quijote.

 

Aunque parece un laberinto sin salida, Auster tiene la capacidad de ir acompañando a sus lectores mostrándoles los datos con claridad para que se vayan haciendo sus propios mapas mentales y vivan, en primera persona, las sensaciones y los sentimientos de los protagonistas.

Fantasmas

Lo primero que nos llama la atención de esta novela es que los nombres de los personajes son colores, como bien indica Auster al comienzo: “En primer lugar está Azul. Más tarde viene Blanco, y luego Negro, y antes del principio está Castaño.” Estos son los cuatro personajes que, más o menos, encuadran el argumento, aunque aparecen otros secundarios igualmente nombrados mediante colores.

 

El personaje principal es Azul, a quien Blanco contrata para que vigile a Negro. Como veremos, esta segunda novela de la Trilogía comienza de forma parecida a la primera, aunque Azul sí es un detective real y, a diferencia de aquella, en esta Azul no sufre ninguna confusión y vigila a la persona correcta, sin embargo, así como en La ciudad de cristal teníamos claro el porqué de que Quinn siguiera al señor Stillman, en Fantasmas no conocemos el motivo de tal persecución, simplemente debe observarlo y enviar informes periódicos a Blanco de todo lo que hace Negro.

 

Pero la vida de Negro es muy rutinaria: lee, escribe y, de vez en cuando, sale a comprar lo que necesita, da algún paseo o come en algún restaurante, y así día tras día. Y Azul se aburre enormemente, pues él siempre ha sido un hombre de acción. Así que Azul llega a pensar que la única forma de enterarse de las intenciones de Negro es estar dentro de su mente, pero ¿cómo?..

 

Azul dispone de mucho tiempo, demasiado, y por ello comienza a hacer algo que nunca antes había hecho, examinarse en su interior, donde, además de descubrirse nuevas facetas, encuentra historias que le producen placer y, como Negro no hace absolutamente nada, Azul comienza a escribir sus historias inventadas en los informes que envía a Blanco, lo cual le trae problemas inesperados, por lo que decide olvidarse de las historias y rellenar los informes de manera meticulosa escribiendo, con solo hechos concretos, los movimientos de Negro. Esto le trastorna y pierde la seguridad en el mundo que le rodea, por lo que decide buscar la identidad de las cosas, nombrando los objetos de su entorno para sentirse de nuevo vinculado con la realidad.

 

Auster escribe sobre la vida y sobre la escritura, demostrando cómo la una interfiere en la otra. Pero, sobre todo, está el problema de comprender a la otra persona pues, aunque puedas ver lo que hace, no tendrás una verdadera comprensión hasta que sepas lo que piensa. Claro que esto no es posible, solo llegas a especular sobre lo hay en su mente y, aún así, no puedes evitar implicarte en la historia que escribes sobre esa persona. Y eso es lo que le ocurre a Azul y donde aparecen sus fantasmas de los que hace partícipes a los propios lectores.

La habitación cerrada

“La vida nos arrastra de muchas maneras que no podemos controlar y casi nada permanece con nosotros. Muere cuando nosotros morimos, y la muerte es algo que nos sucede todos los días.” Este párrafo nos lo encontramos en la primera página de la última entrega de la Trilogía de Nueva York que, a diferencia de las anteriores, tiene una trama mucho más realista: Fanshawe ha desaparecido dejando a su joven y bella esposa Sophie embarazada de seis meses quien, tras un largo tiempo de espera, lo da por muerto y se pone en contacto con el mejor amigo de su marido, que no es otro que el narrador de esta historia, cuyo nombre no aparece en ningún momento, para que se haga cargo, como albacea, de la obra literaria de Fanshawe y que determine si debe ser o no publicada. Tras revisar todos los documentos recibidos, el narrador decide que el trabajo de su amigo tiene mucha calidad y se pone en contacto con un editor para lanzar las primeras publicaciones. Entre tanto, Sophie y el narrador se enamoran. Sin embargo, en vista de que la presencia de Fanshawe en sus vidas está muy presente, el narrador decide buscarlo, y es aquí donde reaparecen dos nombres de La ciudad de cristal: el detective Quinn y Peter Stillman, convirtiéndose el narrador en el tercer investigador de la trilogía.

 

Al igual que en las anteriores novelas, continuamos con los temas de la identidad, la amistad, la teorización sobre la escritura y la incapacidad de las palabras para expresar la verdad. De nuevo el narrador tiene problemas para escribir sobre alguien, en este caso su mejor amigo, si no se incluye a sí mismo en la narración y solo podemos llegar hasta el significado de la historia si nos introducimos en la mente del protagonista, pero, según el propio Auster, la vida de cualquier persona carece de sentido, por eso es imposible encontrárselo, la vida no puede ser otra cosa que ella misma.

 

La metáfora que implica el título, La habitación cerrada, solo se descubre al final, por lo que no diremos nada aquí sobre ello. Sin embargo, sí podemos comentar que las narraciones de Paul Auster distan mucho, a primera vista, de mantener unas líneas coherentes, pero es que Auster es el maestro de la ambigüedad que, al contrario de resultar frustrante, produce caminos y soluciones inesperados, lo cual es un buen ejercicio para los lectores.

Gracias por leernos...

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