Irene Vallejo escribe lo que no puede dejar de escribir, como mi amiga María describe la vocación del
escritor.
A menudo, como profesora de lengua y literatura, ocupo mi mente en cómo organizar, procedimentalmente, un
acercamiento lo más completo posible a la literatura ¡de todos los tiempos! Objetivo vano e iluso. En la línea de los objetivos pretenciosos y/o inalcanzables de los planes de estudio. No sé si para
consolarme de temarios inacabables, acabo creyendo que no importa qué libro selecciones y cuál discrimines, porque los libros se tejen en redes.
Creo que se escribe un libro; sólo se pinta un cuadro… se crea una obra. Si al mismo Dios sólo le asignamos
una obra, ¿quiénes somos los mortales para asignarnos más de una?
Irene Vallejo en su libro El infinito en un junco me ha hecho disfrutar y regocijarme en esta idea y
sensación, que hace tanto tiempo anida en mí.
Este ensayo me ha acompañado en estos días primaverales de descanso, antes de la recta de final de curso. Lo
he leído tumbada en el sofá, sentada a la mesa o en un banco de madera frente al río, a hurtadillas mientras hacía tiempo para salir de casa, echada en la hierba... y me ha acompañado en los paseos
solitarios y silenciosos por la montaña, en mi mochila, y, a modo de amuleto, ha inspirado las palabras que aquí escribo. He disfrutado de sus palabras en silencio y al recitarlas en voz alta para
deleite de los oyentes.
Irene Vallejo nos relata el pasado en la continuidad del presente, haciéndonos evidentes los lazos infinitos
que nos mantienen entrelazados, y, a veces, enmarañados, en la red humana. Nos habla de Homero en el contexto del Premio Nobel concedido de manera tan polémica a Bob Dylan, y nos lleva con ello a las
disquisiciones y tránsitos de la antigüedad clásica desde la transmisión oral a la escrita y los vericuetos que ello conlleva.
Sam, el hijo de una amiga, al que conozco desde su adolescencia en ciernes, dice que le inspiran las
personas que son felices y no lo esconden. A mí me inspiran las personas como Irene Vallejo que están en contacto con la lucidez y lo comparten. Son, pues, personas lúcidas y generosas; tal y como
imagino la vivencia adulta de Sam.
En la vida te vas encontrando con personas lúcidas que entierran su lucidez. (Entendiendo la lucidez tal y
como la describe Fidel Delgado: Luz somos todos). Y personas estúpidas que derrochan su superchería por doquier. (Entendiendo la estupidez como la describe Carlo María Cipolla en su libro
Allegro ma non troppo: Un estúpido es una persona que ocasiona pérdidas a otra persona o a un grupo sin que él se lleve nada o incluso salga perdiendo). Y de la misma manera, a modo de espejo cóncavo
o convexo, te encuentras esta doble clasificación entre tus alumnos. Hay alumnos lúcidos (y mucho) que han aprendido a acallar su lucidez por miedo a perderla para siempre, anudando su alma a la
espera de mejores tiempos. Y alumnos estúpidos (y mucho) que derrochan palabrería vacía, encadenando su alma a la inocencia porque tienen un miedo atroz a crecer. Tanto unos como otros desbordan, en
ocasiones, la sostenibilidad de mi confianza. Y esto no es más que el espejo de la vajilla vital: lúcidos poco generosos; estúpidos manirrotos. (Tanto adentro como afuera). Esto cabría tenerlo
en cuenta cuando se habla de motivación.
¡Cómo me gustaría que Irene Vallejo fuera la ensayista de algunos de estos recovecos pedagógicos y recogiera
las andanzas de los docentes! Si bien sería imposible recogerlos todos porque los hay por miles, estoy segura de que la autora haría una selección pormenorizada y ejemplar de la peculiaridad de la
tarea docente. Y seguro que encontraba el espejo en alguna de las anécdotas de nuestros ancestros clásicos. De hecho, muchas de esas anécdotas relatadas en El infinito en un junco me recuerdan al
instante vivencias cotidianas del aula. Algunas, por su impactante actualidad; otras, paradójicamente, por su también impactante distancia. La sangre, sudor y lágrimas del aprendizaje de los escribas
no hace tanto tiempo que aún se mostraba en las escuelas; de hecho, ahí tenemos la sabiduría popular la letra con sangre entra.
Irene Vallejo nos adentra sigilosamente, a caballo entre el ensayo y la autoficción, en la intrahistoria de
la literatura clásica. Nos habla de reyes y emperadores, pero también, y sobre todo, de personajes anónimos, como Arquíloco, que nombra como “ el primer incordio de Europa”, en el 680-640 a.C., por
“su lenguaje franco, sin tapujos hasta rozar la brutalidad, que no le acobardó hablar de sexo oral en su poesía y que murió en el campo de batalla como Aquiles, pero dejó claro que la promesa de
gloria póstuma le parecía otra fanfarronada más”. Arquíloco fue el digno antecesor de actuales tránsfugas políticos y cambio de chaquetas ideológicas, priorizando los placeres de la vida antes que el
honor. (Junto a Arquíloco también podríamos incluir a Tigelino, tal y como Irene Vallejo hace en la columna de El heraldo este cinco de abril). Tan anónimos son, a veces, sus personajes que uno de
ellos lo describe como “él”; un él, quizá, imprescindible para entender la vida tal y como ahora la conocemos. Un él que vivió en el S. VIII a.C. y que cambió nuestro mundo al transformar los quince
signos consonánticos fenicios en nuestro actual alfabeto griego. Es conmovedor leer las reflexiones de los expertos que consideran “que la invención del alfabeto griego no fue un proceso anónimo a
cargo de una colectividad sin nombre ni rostro. Fue un acto individual, deliberado e inteligente (…) Hubo alguien, un sabio anónimo, asiduo de tabernas hasta el amanecer, amigo de los navegantes
forasteros en un lugar bañado por el mar, que se atrevió a forjar las palabras del futuro dando forma a todas nuestras letras. Y nosotros seguimos escribiendo, en esencia, de la misma manera que
imaginó el creador de ese instrumento prodigioso”.
Me fascina cómo Irene Vallejo pone su “auto” y su formación ensayística, que me recuerda a los hombres del
98, y la integra con la “ficción” clásica repleta de personajes en la línea fronteriza de la realeza histórica o la intrahistoria y los mitos. Rescata a personajes como Aspasia, (extranjera con mala
reputación y sin pedigrí) que, en pleno S. V a.C., cuando las mujeres tenían nula presencia en los ámbitos sociales y mucho menos políticos, es escogida por Pericles como esposa por un motivo tan
absurdo como el amor. Aspasia apoyó a Pericles en su carrera política y, aunque se desconoce casi todo de ella los textos dan a entender que era una auténtica oradora en la sombra. Y junto a Aspasia
aparece Obama y los Kennedy. Y junto a Aspasia, personajes de ficción como Medea, Lisístrata, Antígona… que llegaron a ser presencias reales en la vida ateniense de aquellos años. Y con ellas las
drag queens. La vida se teje y se desteje, como los mitos. Y ni siquiera Telémaco logrará acallar las voces de las mujeres, las tejedoras de historias.
¿Cómo relataría Irene Vallejo las trapisondas de la vida escolar actualmente? Contaría que los alumnos se
copian los textos, casi al pie de la letra, por no dedicar unos minutos a reflexionar sobre su propia opinión al respecto de cómo nos afecta el miedo en nuestras vidas; de qué manera nos vemos
invadidos o asistidos por la tecnología y la telefonía móvil… Contaría, acaso, que los alumnos entregan sus trabajos copiados sin revisar ni las faltas de ortografía, ajenos al contenido, a veces
desvirtuando el original hasta hacerlo ilegible o surrealista; con marcas de agua o incluyendo el membrete del texto original… Y seguro que podría reflejar las anécdotas en el espejo de alguna fuente
clásica. Aun sin llegar a la radicalidad de la disciplina de sangre aplicada a los escribas…
Quizá, sin necesidad de llegar a esta radical disciplina de sangre aplicada a los estudiantes escribas,
encontraría Irene Vallejo algún ejemplo de metodología utilizada en las primeras escuelas.
Tras la lectura de El infinito en un junco la expresión “volver a la normalidad” cobra un especial matiz
interesante e inquietante.