Páginas razonadas:

Musas y libros en la lectura de El infinito en un junco, de Irene Vallejo Moreu.

Luis Landero dijo: “Esos libros que te desbravan, que te doman, que te imponen el ritmo de lectura, que te quitan los nervios, no suelen encontrarse, pese a ser tan necesarios, en las primeras líneas de las mesas de novedades. El último de los descubiertos por mí se titula ‘El infinito en un junco’ y es de Irene Vallejo”.

Un trabajo de…

En esta primavera de 2021 mi amigo Antonio y yo nos intercambiamos libros. Antonio me prestó El infinito en un junco de Irene Vallejo, y yo, un ensayo de Almudena Hernando, La fantasía de la individualidad. Ambos con muy buenos pronósticos.

 

Antonio me pidió que escribiera una reseña para publicarla en la revista literaria que edita, El volumen de una sombra. Una reseña. No obstante, casi al instante de leer la primera página, supe que iba a ser imposible que esta reseña fuera breve. Y no sólo por la extensión y contundencia del ensayo (casi imposible de resumir sin quedarse corta por cualquier lado), sino, sobre todo, por la inspiración con la que te envuelve esta lectura. Me atraen y conmueven las obras que me inspiran y desperezan las musas que me habitan. Es para mí un éxito, casi siempre consustancial al escrito, el hecho de que una obra despierte la inspiración del lector, y no sólo lo deslumbre. Es mágico que una obra de arte pueda mediar con la luz y el encuentro con la Belleza, sin cegar ni deslumbrar. Ser luz, y no sólo seducción.

 

Irene Vallejo escribe lo que no puede dejar de escribir, como mi amiga María describe la vocación del escritor.

A menudo, como profesora de lengua y literatura, ocupo mi mente en cómo organizar, procedimentalmente, un acercamiento lo más completo posible a la literatura ¡de todos los tiempos! Objetivo vano e iluso. En la línea de los objetivos pretenciosos y/o inalcanzables de los planes de estudio. No sé si para consolarme de temarios inacabables, acabo creyendo que no importa qué libro selecciones y cuál discrimines, porque los libros se tejen en redes.

 

Creo que se escribe un libro; sólo se pinta un cuadro… se crea una obra. Si al mismo Dios sólo le asignamos una obra, ¿quiénes somos los mortales para asignarnos más de una?

 

Irene Vallejo en su libro El infinito en un junco me ha hecho disfrutar y regocijarme en esta idea y sensación, que hace tanto tiempo anida en mí.

 

Este ensayo me ha acompañado en estos días primaverales de descanso, antes de la recta de final de curso. Lo he leído tumbada en el sofá, sentada a la mesa o en un banco de madera frente al río, a hurtadillas mientras hacía tiempo para salir de casa, echada en la hierba... y me ha acompañado en los paseos solitarios y silenciosos por la montaña, en mi mochila, y, a modo de amuleto, ha inspirado las palabras que aquí escribo. He disfrutado de sus palabras en silencio y al recitarlas en voz alta para deleite de los oyentes.

 

Irene Vallejo nos relata el pasado en la continuidad del presente, haciéndonos evidentes los lazos infinitos que nos mantienen entrelazados, y, a veces, enmarañados, en la red humana. Nos habla de Homero en el contexto del Premio Nobel concedido de manera tan polémica a Bob Dylan, y nos lleva con ello a las disquisiciones y tránsitos de la antigüedad clásica desde la transmisión oral a la escrita y los vericuetos que ello conlleva.

 

Sam, el hijo de una amiga, al que conozco desde su adolescencia en ciernes, dice que le inspiran las personas que son felices y no lo esconden. A mí me inspiran las personas como Irene Vallejo que están en contacto con la lucidez y lo comparten. Son, pues, personas lúcidas y generosas; tal y como imagino la vivencia adulta de Sam.

 

En la vida te vas encontrando con personas lúcidas que entierran su lucidez. (Entendiendo la lucidez tal y como la describe Fidel Delgado: Luz somos todos).  Y personas estúpidas que derrochan su superchería por doquier. (Entendiendo la estupidez como la describe Carlo María Cipolla en su libro Allegro ma non troppo: Un estúpido es una persona que ocasiona pérdidas a otra persona o a un grupo sin que él se lleve nada o incluso salga perdiendo). Y de la misma manera, a modo de espejo cóncavo o convexo, te encuentras esta doble clasificación entre tus alumnos. Hay alumnos lúcidos (y mucho) que han aprendido a acallar su lucidez por miedo a perderla para siempre, anudando su alma a la espera de mejores tiempos. Y alumnos estúpidos (y mucho) que derrochan palabrería vacía, encadenando su alma a la inocencia porque tienen un miedo atroz a crecer. Tanto unos como otros desbordan, en ocasiones, la sostenibilidad de mi confianza. Y esto no es más que el espejo de la vajilla vital: lúcidos poco generosos; estúpidos manirrotos.  (Tanto adentro como afuera). Esto cabría tenerlo en cuenta cuando se habla de motivación.

 

¡Cómo me gustaría que Irene Vallejo fuera la ensayista de algunos de estos recovecos pedagógicos y recogiera las andanzas de los docentes! Si bien sería imposible recogerlos todos porque los hay por miles, estoy segura de que la autora haría una selección pormenorizada y ejemplar de la peculiaridad de la tarea docente. Y seguro que encontraba el espejo en alguna de las anécdotas de nuestros ancestros clásicos. De hecho, muchas de esas anécdotas relatadas en El infinito en un junco me recuerdan al instante vivencias cotidianas del aula. Algunas, por su impactante actualidad; otras, paradójicamente, por su también impactante distancia. La sangre, sudor y lágrimas del aprendizaje de los escribas no hace tanto tiempo que aún se mostraba en las escuelas; de hecho, ahí tenemos la sabiduría popular la letra con sangre entra.

 

Irene Vallejo nos adentra sigilosamente, a caballo entre el ensayo y la autoficción, en la intrahistoria de la literatura clásica. Nos habla de reyes y emperadores, pero también, y sobre todo, de personajes anónimos, como Arquíloco, que nombra como “ el primer incordio de Europa”, en el 680-640 a.C., por “su lenguaje franco, sin tapujos hasta rozar la brutalidad, que no le acobardó hablar de sexo oral en su poesía y que murió en el campo de batalla como Aquiles, pero dejó claro que la promesa de gloria póstuma le parecía otra fanfarronada más”. Arquíloco fue el digno antecesor de actuales tránsfugas políticos y cambio de chaquetas ideológicas, priorizando los placeres de la vida antes que el honor. (Junto a Arquíloco también podríamos incluir a Tigelino, tal y como Irene Vallejo hace en la columna de El heraldo este cinco de abril). Tan anónimos son, a veces, sus personajes que uno de ellos lo describe como “él”; un él, quizá, imprescindible para entender la vida tal y como ahora la conocemos. Un él que vivió en el S. VIII a.C. y que cambió nuestro mundo al transformar los quince signos consonánticos fenicios en nuestro actual alfabeto griego. Es conmovedor leer las reflexiones de los expertos que consideran “que la invención del alfabeto griego no fue un proceso anónimo a cargo de una colectividad sin nombre ni rostro. Fue un acto individual, deliberado e inteligente (…) Hubo alguien, un sabio anónimo, asiduo de tabernas hasta el amanecer, amigo de los navegantes forasteros en un lugar bañado por el mar, que se atrevió a forjar las palabras del futuro dando forma a todas nuestras letras. Y nosotros seguimos escribiendo, en esencia, de la misma manera que imaginó el creador de ese instrumento prodigioso”.

 

Me fascina cómo Irene Vallejo pone su “auto” y su formación ensayística, que me recuerda a los hombres del 98, y la integra con la “ficción” clásica repleta de personajes en la línea fronteriza de la realeza histórica o la intrahistoria y los mitos. Rescata a personajes como Aspasia, (extranjera con mala reputación y sin pedigrí) que, en pleno S. V a.C., cuando las mujeres tenían nula presencia en los ámbitos sociales y mucho menos políticos, es escogida por Pericles como esposa por un motivo tan absurdo como el amor. Aspasia apoyó a Pericles en su carrera política y, aunque se desconoce casi todo de ella los textos dan a entender que era una auténtica oradora en la sombra. Y junto a Aspasia aparece Obama y los Kennedy. Y junto a Aspasia, personajes de ficción como Medea, Lisístrata, Antígona… que llegaron a ser presencias reales en la vida ateniense de aquellos años. Y con ellas las drag queens. La vida se teje y se desteje, como los mitos. Y ni siquiera Telémaco logrará acallar las voces de las mujeres, las tejedoras de historias.

 

¿Cómo relataría Irene Vallejo las trapisondas de la vida escolar actualmente? Contaría que los alumnos se copian los textos, casi al pie de la letra, por no dedicar unos minutos a reflexionar sobre su propia opinión al respecto de cómo nos afecta el miedo en nuestras vidas; de qué manera nos vemos invadidos o asistidos por la tecnología y la telefonía móvil… Contaría, acaso, que los alumnos entregan sus trabajos copiados sin revisar ni las faltas de ortografía, ajenos al contenido, a veces desvirtuando el original hasta hacerlo ilegible o surrealista; con marcas de agua o incluyendo el membrete del texto original… Y seguro que podría reflejar las anécdotas en el espejo de alguna fuente clásica. Aun sin llegar a la radicalidad de la disciplina de sangre aplicada a los escribas…

 

Quizá, sin necesidad de llegar a esta radical disciplina de sangre aplicada a los estudiantes escribas, encontraría Irene Vallejo algún ejemplo de metodología utilizada en las primeras escuelas.

 

Tras la lectura de El infinito en un junco la expresión “volver a la normalidad” cobra un especial matiz interesante e inquietante. 

Los pasillos que va trazando el ensayo para acercarnos a la historia de la escritura y de los libros nos conducen una y otra vez a la Gran Biblioteca de Alejandría y a la comunidad de sabios que la habita; sin romanticismos condescendientes hacia los lectores que nos acercamos a su obra: de hecho, a menudo, hace referencia a las rencillas y recelos que también habitaban las paredes de esa Gran Biblioteca, que algunas de sus paredes se sustentaban en la arrogancia, y a la búsqueda de supremacía de los dirigentes que la llevaron a cabo. Irene Vallejo no nos deja inocentes como lectores. Si nos queda “lejano” el incendio o incendios que asolaron la Gran Biblioteca de Alejandría, no nos puede dejar indemnes ser testigos callados de las llamas que saquearon la Biblioteca Nacional de Sarajevo. Cuando esto ocurrió yo ya tenía edad para darme cuenta de que no podíamos creer los occidentales que esta guerra iba a resultar gratuita para nuestras conciencias y para nuestras arcas. Cómo podemos pensar que la destrucción y la violación de derechos humanos y de la memoria histórica de un pueblo puede no producir ondas concéntricas que puedan expandirse más allá de las fronteras y cadenas montañosas.

 

Son caminos, como decía, que siempre acaban llevándonos al mismo sitio. Pero no es una invitación a quedarnos como residentes en la jaula de oro de dicha comunidad de sabios; convivientes con el oro de su sabiduría y la mediocridad de sus rejas… Irene Vallejo nos invita a tomar lo que nos permita la concavidad de nuestras manos para nutrir nuestros cuerpos y almas. No en vano, en la época clásica los gimnasios y las bibliotecas compartían espacios comunes. Ahora los gimnasios huelen a glucosas artificiales que alimentan músculos insatisfechos. Ahora los gimnasios no prestan libros; venden proteínas.

 

Me gustaría poder decir que en las escuelas ya no invade el silencio de las diferencias. Pero me temo que lo único que ha cambiado es que ahora sí se le pone nombre (sobre todo, anglicismos); pero el dolor es el mismo. Otra de las diferencias es que, externamente, se interviene desde la hipercorrección en lo que considero, a veces, un despropósito, y, otras, una perversión. (Entendiendo “perversión” tal y como la define Fritz Perls: “una desviación de los medios mediante los cuales”). El silencio delator sigue instalado en las aulas y en los claustros. Algunos docentes con cargos directivos aplican el despotismo, confundiendo los privilegios con prebendas y cambian derechos por favores. En el fondo, en las aulas o fuera de ellas, se escucha la música en la frecuencia del miedo: el miedo de los adolescentes a perder el privilegio de la inocencia, y el miedo de los adultos a las represalias, es decir, a perder los privilegios que han sido cedidos como favores o el miedo a no conseguir este trueque siniestro. En cualquier caso, se confunden privilegios con bienestar y bienestar con felicidad. Con los adolescentes, esta vivencia me produce una profunda tristeza; con los adultos, una descalabrada decepción.

 

Quizá por esta vivencia que tengo de mi vocación y tarea docente, que me da la voz y la palabra, unas veces, y, otras, ata mis palabras y mi garganta en nudos acallados… quizá por la convivencia con flores y dagas… me ha impactado tanto la referencia de Irene Vallejo a Tácito en la Antigua Grecia, en los libros de Tácito comprendimos los mecanismos de la dictadura, dice Irene Vallejo. Puedo ver a Tácito en el espejo del filósofo coreano Byung-Chul Han, que dice que ahora uno se explota a sí mismo y dice que está realizándose. El autocastigo es el gran éxito de la actitud despótica. (Ahora que tanto se habla de autoestima).  Me sorprende y desasosiega descubrirme en la autolesión. Esta pandemia nos inunda de autocastigo, que es el castigo más eficiente porque se esconde tras una pantalla de falsa libertad. La inertiae dulcedo que nombra Irene Vallejo, la “dulce inercia”, la “autocensura”. ¡Me impresiona! No en vano nos rescata Irene Vallejo el mito de la diosa femenina del silencio, Tácita Muda, a la que Júpiter impide hablar cortándole la lengua, tal y como ocurre en el S. I a.C. con las voces femeninas.  

 

El infinito en un junco es de esos libros cuyas palabras quisieras recordar. ¡Todas! Para contárselas a mis alumnos y para contárselas a la alumna que me habita. Recordar que lo que adoptamos de otras partes nos hace ser quienes somos, por ejemplo, que vivimos en sociedades mestizas… la frase de Aristóteles que decía a sus alumnos que la diferencia entre el sabio y el ignorante es la misma que entre el vivo y el muerto… descubrir que las palabras de reivindicación feminista de Melibea en La Celestina estaban ya presentes en la transgresión de Sulpicia al hacer públicos sus sentimientos y su rebeldía a través de la escritura… descubrir, en estos tiempos de inmersiones lingüísticas e inclusiones, que el método educativo griego se basaba en la inmersión en los clásicos.  

 

… ando sobre rastrojos de difuntos…, Miguel Hernández

 

En estos tiempos de pandemias y confinamientos, quisiera no olvidar las primeras victorias contra la ignorancia en aquellas niñas asistiendo a la escuela hace veinticinco siglos, allá por el S. II a.C. cuando un donante del que desconocemos el nombre, dejó establecido que se contratara a tres maestros, uno por cada grado de instrucción, y además especificaba que los tres debían enseñar a niños y niñas. (Hace veinticinco siglos el desdoble tuvo una utilidad más allá de atender la corrección política).

 

Gracias, Irene Vallejo Moreu, por regalarme, entre tantas otras, esta historia: Homero acusó a Circe, tía de Medea, de usar sus ungüentos mágicos para convertir en cerdos a los compañeros de Ulises. Ella cuenta una historia infinitamente más sarcástica: “Jamás convertí a nadie en cerdo. Algunas personas ya son cerdos; yo hago que lo parezcan. Estoy harta de tu mundo, donde lo exterior disfraza lo interior”. Y, cuando su amante Ulises decide abandonarla, la bruja, sola en la playa, dialoga con el mar de todos los relatos: “El gran hombre vuelve su espalda a la isla. Ahora ya no morirá en el paraíso… Ahora es tiempo de que vuelva a escuchar el pulso del narrativo mar, al alba. Lo que nos trajo hasta aquí nos llevará de aquí; nuestra nave se mece sobre las tintas aguas del puerto. Se terminó el hechizo. Devuélveme su vida, mar que sólo puedes marchar hacia delante”.

Gracias por leernos...

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