El arpa dormida:

Pedro Salinas: en busca de la esencia.

Tú vives siempre en tus actos. Con la punta de tus dedos pulsas el mundo, le arrancas auroras, triunfos, colores, alegrías: es tu música. La vida es lo que tú tocas. (Pedro Salinas)

Un trabajo de…

El madrileño Pedro Salinas y Serrano (1891 -1951), poeta, novelista, ensayista y dramaturgo español, fue uno de los escritores más destacados de la Generación del 27. Estudió y dio conferencias en la Sorbona de París entre los años 1914 al 1917, ejerció como profesor de Castellano en Sevilla y posteriormente enseñó en la Universidad de Cambridge de Inglaterra. Tras el estallido de la Guerra Civil española en 1936, marchó a los Estados Unidos, dando clases en Wellesley College de Massachusetts y en la Universidad Johns Hopkins de Baltimore, muriendo en Boston en 1951.

Pedro Salinas era un hombre con múltiples inquietudes culturales que le llevaron a cultivar todos los géneros literarios, tanto de creación: poesía, novela, teatro, como de crítica: ensayo, investigación literaria, etcétera, durante una vida plena que la circunstancias le obligaron a dividir entre dos espacios temporales marcados por sendas realidades totalmente antagonistas: la de universitario anterior a la guerra civil, y la de profesor durante su exilio americano.

En su vasta obra se aúnan las diferentes vivencias y experiencias culturales y sociales que formaron su carácter durante la etapa de formación, que iban desde el casticismo urbano de su Madrid natal, hasta el refinamiento espiritual y mundano de sus años en la Sorbona de París, pasando por el temperamento luminoso y cálido de sus temporadas mediterráneas, o la gracia y embrujo andaluz de sus años en Sevilla. Todo ello formará parte de la materia prima de donde surgirán sus frutos literarios.

No podemos olvidarnos de sus incursiones por los otros géneros, como el Salinas narrador, faceta que dio comienzo con el grupo de relatos Víspera del gozo, con cierta tendencia vanguardista, aunque ya no volvería a la novela hasta los últimos años de su vida, cuando publicó La bomba increíble, conectada temática y espiritualmente con “Cero” y con El desnudo impecable, a su vez emparentables con el teatro, en cuyo formato escribió catorce piezas teatrales, dos de tres actos y el resto de uno, obras que, en general, vuelven a plantear el tema central de todas sus obras: el poeta y la realidad. Ni tampoco debemos dejar aparte la dimensión de ensayista y de crítico, ni la del profesor de literatura española que profundizó en el estudio de nuestros clásicos. Sin embargo, donde Pedro Salinas desplegó su completa dimensión fue en la poesía.

La nómina de la creación poética de Salinas asciende, sin contar las antologías, a nueve libros, los cuales podrían estructurarse en tres bloques correspondientes a etapas diferentes: La inicial, comprendida entre 1923 a 1931, que correspondería a la búsqueda de su voz propia, compuesta por tres títulos: Presagios, Seguro azar y Fábula y signo. La intermedia, desde 1843 a 1842, donde se desarrolla su tema principal: el amor, con: La voz a ti debida, Razón de amor y Largo lamento. Y la final con otros tres libros que serían una ampliación de sus temas principales: El contemplado, Todo más claro y Confianza.

Para Salinas, la poesía es una aventura hacia lo absoluto, donde la relación con la realidad es de vital importancia, pues todo se nos muestra como por accidente, ocultando su verdadera esencia y es misión del poeta descubrir lo inmutable y lo permanente de las cosas estableciendo un diálogo creador entre el poeta y todo cuanto le rodea o siente, por lo que se podría asegurar que la poesía de Salinas es un ejercicio de contemplación que le conduce al conocimiento y la comprensión.

Su primer libro, Presagios, con ciertas influencias de Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado o Bécquer, fue publicado en 1923, aunque con anterioridad había aparecido algún poema suyo en varias revistas. En este primer poemario podemos observar a un Salinas que transforma los objetos hasta darles un sentido humano adjudicándoles un alma a cada uno de ellos o intentando reconciliar la escisión entre alma y cuerpo de los seres vivos. Es una poesía cargada de sensibilidad e imaginación descubriendo la otra realidad de las cosas, donde utiliza unos versos densos, aunque fluidos, con un lenguaje sobrio y natural. En él ya aparecen algunos de sus temas: el amor como dialéctica entre hombre y mujer, la nada o lo desconocido.

El alma tenías
tan clara y abierta,
que yo nunca pude
entrarme en tu alma.
Busqué los atajos
angostos, los pasos
altos y difíciles...
A tu alma se iba
por caminos anchos.
Preparé alta escala
—soñaba altos muros
guardándote el alma—
pero el alma tuya
estaba sin guarda
de tapial ni cerca.
Te busqué la puerta
estrecha del alma,
pero no tenía,
de franca que era,
entradas tu alma.
¿En dónde empezaba?
¿Acababa, en dónde?
Me quedé por siempre
sentado en las vagas
lindes de tu alma.

Seguro azar (1928), fue el paradójico título que Salinas dio a su segundo libro de poemas, donde pretendió captar el gozo por la vida moderna a través de varias visiones optimistas del deporte, nuevos inventos y otros aspectos culturales identificados con la modernidad en aquellos momentos, sin embargo, en el fondo de estos poemas se adivina una cierta desconfianza hacia ese afán de hacer las cosas imperecederas, esa fantasía de querer alargar el tiempo…, lo que nos muestra claramente al Salinas observador de la realidad.

FE MÍA

 

No me fío de la rosa
de papel,
tantas veces que la hice
yo con mis manos.
Ni me fío de la otra
rosa verdadera,
hija del sol y sazón,
la prometida del viento.
De ti que nunca te hice,
de ti que nunca te hicieron,
de ti me fío, redondo
seguro azar.

Por su parte, Fábula y signo (1931) es la relación entre el signo y la fábula, entre la realidad y el mito creado por el artista, donde comienza a aflorar el diálogo con la persona amada que será el núcleo de La voz a ti debida o Razón de amor y, aunque continúa en él cierta consagración de la vida moderna y sus juguetes, vemos cómo se culmina esa preparación de Salinas para lo que serán sus creaciones más originales, en la que lo esencial será el amor.

TÚ, MÍA


Estate tú donde quieras,
sigue, si quieres, creciendo.
Yo ya te tengo.

Aunque hables días y noches,
nada dices ya,
tu palabra última fue
aquella que yo te oí.
Días rindes y motores,
de tanto buscarte rumbos.
Quieta
estás, clavada en el sitio
donde te dejé de ver.
No darás un paso más.

Nunca cumplirás más años.
Te pasarán por el cuerpo
completos los almanaques,
escuadrones de los santos
del día una y otra vez.
El tiempo
siempre te estará aguardando
en el minuto siguiente
a este en que te tengo yo.
Tú eres ya una fecha sola.

Y cuando te canses ya
de vivirte en los espejos,
en las sombras, en los ojos,
de verte tan parecida
a ti, que quieras ser tú,
volverás aquí, a la cima
más alta de ti, al momento
tan perfecto, tan sin par,
imposible en lo mejor,
que quise dejarte así,
y me marché de tu lado
diciéndole al tiempo: basta.

En La voz a ti debida (1933), título inspirado en el verso: “Pienso mover la voz a ti debida” de la Égloga III de Garcilaso, Salinas refleja las vacilaciones e inseguridades del pensamiento, del sentimiento, en su constante transformación de la amada, infundiéndole un ser distinto, convirtiéndola en un concepto, cuyas cualidades y símbolos la elevarán más allá de la realidad básica, primordial. En este poemario, la imaginación del poeta se desborda a partir de una mujer real, a partir de sus experiencias, de sus besos y roces, para llegar a una visión elevada, incluso fantasmagórica que, sin llegar a la utopía, casi alcanza lo sublime. Este es un libro vital y esperanzado, un canto hacia el amor, aunque en La voz a ti debida, a lo largo de sus setenta poemas, sin títulos ni numeración, se observa una línea que va desde el nacimiento de la pasión hasta la despedida y, como el “dolorido sentir” ya no se lo podrán quitar nunca al amante, Ella le acompañará como una sombra, una ausencia habitada por una sombra. Pero Salinas no adopta una actitud resentida ante la pérdida de un amor. Este es el primer libro de la trilogía amorosa, los cuales tienen en común ese diálogo creador entre Ella y Él que caracteriza la poesía de Salinas.

 

Tú vives siempre en tus actos.

Con la punta de tus dedos

Pulsas el mundo, le arrancas

auroras, triunfos, colores,

alegrías: es tu música.

La vida es lo que tú tocas.

De tus ojos, sólo de ellos,

sale la luz que te guía

los pasos. Andas

por lo que ves Nada más.

Y si una duda te hace

señas a diez mil kilómetros,

lo dejas todo, te arrojas

sobre proas, sobre alas,

estás ya allí; con los besos,

con los dientes la desgarras:

ya no es duda.

Tú nunca puedes dudar.

Porque has vuelto los misterios

del revés. Y tus enigmas,

lo que nunca entenderás,

son esas cosas tan claras:

la arena donde te tiendes,

la marcha de tu reloj

y el tierno cuerpo rosado

que te encuentras en tu espejo

cada día al despertar,

y es el tuyo. Los prodigios

que están descifrados ya.

Y nunca te equivocaste,

más que una vez, una noche

que te encaprichó una sombra

—la única que te ha gustado—

Una sombra parecía.

Y la quisiste abrazar.

Y era yo.

El diálogo creador se convierte en estos libros en la clave de la poesía, partiendo de los pronombres y yo, nosotros en Razón de amor, quizá más sensual, aunque, al mismo tiempo, más relacionado con la realidad. Por su parte, Largo lamento escrito ya en el exilio, representaría la separación, la imposibilidad de un reencuentro, el alejamiento de aquel amor, o amores, que inspiraron los anteriores libros, pero no por ello debemos tomar su título literalmente, sino como la reafirmación del mensaje sentimental de que el fuego del amor jamás puede apagarse, pero, cuidado, pues estos versos huyen del romanticismo para arraigarse a la realidad. Así mismo, el título del libro de nuevo fue tomado de otro gran poeta español, en este caso Bécquer, concretamente de su Rima XIV: “largo lamento / del ronco viento”. En general, en este poemario Salinas examina la realidad, lo que queda de aquel sentimiento hacia una mujer de carne y hueso, no idealizada, no inventada, sino real, y lo traspone en poesía por medio de la ensoñación:

 

¿Serás, amor
un largo adiós que no se acaba?
Vivir, desde el principio, es separarse.
En el primer encuentro
con la luz, con los labios,
el corazón percibe la congoja
de tener que estar ciego y solo un día.
Amor es el retraso milagroso
de su término mismo;
es prolongar el hecho mágico
de que uno y uno sean dos, en contra
de la primer condena de la vida.
Con los besos,
con la pena y el pecho se conquistan
en afanosas lides, entre gozos
parecidos a juegos,
días, tierras, espacios fabulosos,
a la gran disyunción que está esperando,
hermana de la muerte o muerte misma.
Cada beso perfecto aparta el tiempo,
le echa hacia atrás, ensancha el mundo breve
donde puede besarse todavía.
Ni en el llegar, ni en el hallazgo
tiene el amor su cima:
es en la resistencia a separarse
en donde se le siente,
desnudo, altísimo, temblando.
Y la separación no es el momento
cuando brazos, o voces,
se despiden con señas materiales:
es de antes, de después.
Si se estrechan las manos, si se abraza,
nunca es para apartarse,
es porque el alma ciegamente siente
que la forma posible de estar juntos
es una despedida larga, clara.
Y que lo más seguro es el adiós.

Y si todo parecía haber dejado de existir, todo vuelve a tener significado gracias a Ella, pues sin Ella no sabría nombrar las cosas porque, como dice el mismo poeta: “mi verdadera voz es la voz a ti debida”:

 

¡Mañana! Qué palabra

toda vibrante, tensa

de alma y carne rosada

cuerda del arco donde

tú pusiste, agudísima,

arma de veinte años,

la flecha más segura

cuando dijiste: “Yo...”

Salinas, como ya hemos comentado, se dirigía a una mujer real, pero no quiso transmitir en sus poemas un diario íntimo de sus momentos de felicidad ni de los de dolor. No. Por eso mismo no hay nombres, no hay descripciones, simplemente hay sensaciones y experiencias, por lo que Ella es presentada como un boceto mágico o simbólico, en toda su pureza, en toda su desnudez, libre de artificios y disfraces que le aten a otras realidades y cuya personalidad, libre, pudiese habitar en los pronombres:

 

Para vivir no quiero
islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!

Quítate ya los trajes,
las señas, los retratos;
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las gentes
del mundo,
sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes
quién es el que te llama,
el que te quiere suya,
enterraré los nombres,
los rótulos, la historia.
Iré rompiendo todo
lo que encima me echaron
desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo
eterno del desnudo,
de la piedra, del mundo,
te diré:
«Yo te quiero, soy yo».

En su madurez, Pedro Salinas escribió una poesía abierta y variada, que iba desde la pura contemplación mística de El contemplado hasta la comprometida con la realidad de nuestro mundo de Todo más claro y de los poemas que se reunirían póstumamente bajo el título de Confianza. El contemplado es el primer libro publicado tras la guerra y en él da una nueva visión más original de los temas antes expresados, enfocados ahora de manera original, con el decorado del mar de Puerto Rico como unidad temática, al cual el poeta le habla en un diálogo íntimo al mismo tiempo que universal. Mar y cielo envueltos y aunados por la luz:

 

   VARIACIÓN XII

    CIVITAS DEI

 

                        1

¡Qué hermosa es la ciudad, oh Contemplado,
                    que eriges a la vista!
Capital de los ocios, rodeada
                    de espumas fronterizas,
en las torres celestes atalayan
                    blancas nubes vigías.
Flotante sobre el agua, hecha y deshecha
                    por luces sucesivas,
los que la sombra alcázares derrumba
                    el alba resucita.
Su riqueza es la luz, la sin moneda,
                    la que nunca termina,
la que después de darse un día entero
                    amanece más rica.
Todo en ella son canjes —ola y nube,
                    horizonte y orilla—,
bellezas que se cambian, inocentes
                    de la mercadería.
Por tu hermosura, sin mancharla nunca
                    resbala la codicia,
la que mueve el contrato, nunca el aire
                    en las velas henchidas,
hacia la gran ciudad de los negocios,
                    la ciudad enemiga.

 

                        2

No hay nadie, allí, que mire; están los ojos
                    a sueldo, en oficinas.
Vacío abajo corren ascensores,
                    corren vacío arriba,
transportan a fantasmas impacientes:
                    la nada tiene prisa.
Si se aprieta un botón se aclara el mundo,
                    la duda se disipa.
Instantánea es la aurora; ya no pierde
                    en fiestas nacarinas,
en rosas, en albores, en celajes,
                    el tiempo que perdía.
Aquel aire infinito lo han contado;
                    números se respiran
El tiempo ya no es tiempo, el tiempo es oro,
                    florecen compañías
para vender a plazos los veranos,
                    las horas y los días.
Luchan las cantidades con los pájaros,
                    los nombres con las cifras:
trescientos, mil, seiscientos, veinticuatro,
                    Julieta, Laura, Elisa.
Lo exacto triunfa de lo incalculable,
                    las palabras vencidas
se van al campo santo y en las lápidas
esperan elegías.
¡Clarísimo el futuro, ya aritmético,
                    mañana sin neblinas!
Expulsan el azar y sus misterios
                    astrales estadísticas.
Lo que el sueño no dio lo dará el cálculo;
                    unos novios perfilan
presupuestos en tardes otoñales:
                    el coste de su dicha.
Sin alas, silenciosas por los aires,
                    van aves ligerísimas,
eléctricas bandadas agoreras,
                    cantoras de noticias,
que desdeñan las frondas verdecientes
                   y en las radios anidan.
A su paso se mueren —ya no vuelven—
                    oscuras golondrinas.
Dos amantes se matan por un hilo
                    —ruptura a dos mil millas—;
sin que pueda salvarle una morada
                    un amor agoniza,
y Iludiéndose el teléfono en el pecho
                    la enamorada expira.
Los maniquíes su lección ofrecen,
                    moral desde vitrinas:
ni sufrir ni gozar, ni bien ni mal,
                    perfección de la línea.
Para ser tan felices las doncellas
                    poco a poco se quitan
viejos estorbos, vagos corazones
                    que apenas si latían.
Hay en las calles bocas que conducen
                    a cuevas oscurísimas:
allí no sufre nadie; sombras bellas
                    gráciles se deslizan,
sin carne en que el dolor pueda dolerles,
                    de sonrisa a sonrisa.
Entre besos y escenas de colores
                    corriendo va la intriga.
Acaba en un jardín, al fondo rosas
                    de trapo sin espinas.
Se descubren las gentes asombradas
                    su sueño: es la película,
vivir en un edén de cartón piedra,
                    ser criaturas lisas.
Hermosura posible entre tinieblas
                    con las luces se esquiva.
La yerba de los cines está llena
                    de esperanzas marchitas.
Hay en los bares manos que se afanan
                    buscando la alegría,
y prenden por el talle a sus parejas,
                    o a copas cristalinas.
Mezclado azul con rojo, verde y blanco,
                    fáciles alquimistas
ofrecen breves dosis de retorno
                    a ilusiones perdidas.
Lo que la orquesta toca y ellos bailan,
                    son todo tentativas
de salir sin salir del embolismo
                    que no tiene salida.
Mueve un ventilador aspas furiosas
                    y deshoja una Biblia.
Por el aire revuelan gemebundas
                    voces apocalípticas,
y rozan a las frentes pecadoras
                    alas de profecías.
La mejor bailarina, Magdalena,
                    se pone de rodillas.
Corren las ambulancias, con heridos
                    de muerte sin heridas.
En Wall Street banqueros puritanos
                    las escrituras firman
para comprar al río los reflejos
                    del cielo que está arriba.

 

                        3

Un hombre hay que se escapa, por milagro,
                    de tantas agonías.
No hace nada, no es nada, es Charlie Chaplin,
                    es este que te mira;
somos muchos, yo solo, centenares
                    las almas fugitivas
de Henry Ford, de Taylor, de la técnica,
                    los que nada fabrican
y emplean en las nubes vagabundas
                    ojos que no se alquilan.
No escucharán anuncios de la radio;
                    atienden la doctrina
que tú has ido pensando en tus profundos,
                    la que sale a tu orilla,
ola tras ola, espuma tras espuma,
y se entra por los ojos toda luz,
                    y ya nunca se olvida.

En Todo más claro y otros poemas Salinas trata de expresar su angustia ante el mundo del progreso y de la técnica, que van a conseguir confundir ser humano creándole una crisis existencia. Y a pesar de establecer ese contacto con la realidad que le circunda, no podemos decir que su poesía sea realista, sino más bien una reflexión angustiada donde se vislumbra su preocupación por el mundo. En la lectura de estos poemas se quiere adivinar un cierto aroma a las voces de Unamuno o Antonio Machado, sin olvidar el sarcasmo de Quevedo. Podríamos decir que este libro es un alejamiento de la poesía pura para acercarse a la poesía social, defendiendo los valores perdurables del arte en contra de lo cotidiano. De Todo más claro hemos elegido dos poemas como ejemplo: Nocturno de los avisos y Cero.

 

¿Quién va a dudar de ti, la rectilínea,
que atraviesas el mundo tan derecha
como el asceta, entre las tentaciones?
Todos acatan, hasta el más rebelde,
tus rigurosas normas paralelas:
aceras, el arroyo,
los rieles del tranvía,
tus orillas, altísimos ribazos
sembrados de ventanas, hierba espesa,
que a la noche rebrilla
con gotas del eléctrico rocío.
Infinita a los ojos
y toda numerada, a cada paso
un algo nos revelas
de dos en dos, muy misteriosamente:
setenta y seis, setenta y ocho, ochenta.
¿Marca es de nuestro avance hacia la suma
total, esclavitud a una aritmética
que nos escolta, pertinaz pareja
de pares y de impares,
recordando a los pájaros
esta forzosa lentitud del hombre?
¿O son, como los años, tantas cifras
señas con que marcar en la carrera
sin señales del tiempo, a cada vida,
las lindes del aliento,
año de cuna, año de tumba, texto
sencillo de dos fechas
que cabe en cualquier losa de sepulcro?
¿Llegaré hasta qué número? Quizá
tú no sabes tampoco a dónde acabas.
Tu número cien mil, si tú pudieras
prolongarte, ya muerta, sin tus casas,
seguir, por el espacio, así derecha,
¿no sería la Arcadia, y dos amantes,
a la siesta tendidos en la grama,
antes de Cristo y de los rascacielos?
Nunca respondes, hasta que es de noche,
cuando en lo alto de tus dos orillas
empiezan los eléctricos avisos
a sacudir las almas indecisas.

“¡Lucky Strike, Lucky Strike!” ¡Qué refulgencia!
¿Y todo va a ser eso?
¿Un soplo entre los labios,
imitación sin canto de la música,
tránsito de humo a nada?
¿Naufragaré en el aire, sin tragedia?
Ya desde la otra orilla, otros destellos
me alumbran otra oferta:
“White Horse. Caballo Blanco.” ¿Whisky? No.
Sublimación, Pegaso.
Dócil sirviente antiguo de las musas,
ofreciendo su grupa de botella,
al que encuentre el estribo que le suba.
¿Cambiaré el humo aquél por tu poema?
¡Cuantas más luces hay, más hay, de dudas!
Tu piso, sí, tu acera, están muy claros,
pero rayos se cruzan en tus crestas
y el aire se me vuelve laberinto,
sin más hilo posible que aquí abajo:
el hilo de un tranvía sin Ariadna.

¡Qué fácil, sí, perderse en una recta!
Nace centelleante, otra divisa,
un rumbo más, y confusión tercera:
“¡Dientes blancos, cuidad los dientes blancos!”
Se abre en la noche una sonrisa inmensa
dibujada con trazos de bombillas
sobre una faz supuesta en el espacio.
¡Tan bien que me llevabas por tu asfalto,
cuando no me ofrecías tus anuncios!
Ahora, al mirarlos, no hay nada seguro,
para las mariposas, que se queman
un millar por minuto en torpes aras.
No sé por dónde voy más que en el suelo.
Y sin embargo el alba no se alquila.
Lo malo son las luces, las hechizas
luces, las ignorantes pitonisas
que responden con voces más oscuras
a las oscuras voces que pedían.
Ya otra surge,
más trágica que todas: “Coca Cola.
La pausa que refresca.” Pausa. ¿En dónde?
¿La de Paolo y Francesca en su lectura?
¿La del Crucificado entre dos mundos,
muerte y resurrección? O la otra, ésta,
la nada entre dos nadas: el domingo.
Van derechos los pasos todavía:
quebrada línea, avanza, triste, el alma:
tu falsa rectitud no la encamina.
Fingiendo una alegría de arco iris
pluricolor se enciende otra divisa:
“Gozad del mundo. Hoy, a las ocho y treinta.”
La van a defender cien bailarinas
con la precisa lógica de un cuerpo
que argumenta desnudo por el aire
mientras que los coristas,
con un ritmo de jazz, van repitiendo
aquel sofisma, aquel, aquel sofisma.
¿A eso llevabas? ¿El final, tan simple?
¿Vale la pena haber llegado al número
seiscientos veintisiete,
y encontrarse otra vez con nuestros padres?
Mas no será. Ya el príncipe constante,
que vuelve, si se fue, que no se rinde,
con su grito de guerra. “Dientes blancos,
no hay nada más hermoso”, nos avisa,
contra la gran tramoya
que no se cansan de cantar los besos.
El dentífrico salva:
meditación, mañana tras mañana,
al verse en el espejo el esqueleto;
cuidarlo bien. Los huesos nunca engañan,
y ellos han de heredar lo que dejemos.
Ellos, puro resumen de Afrodita
poso final del sueño.

Ya no sigo.
Incrédulo de letras y de aceras
me sentaré en el borde de la una
a esperar que se apaguen estas luces
y me dejen en paz, con las antiguas.
Las que hay detrás, publicidad de Dios,
Orión, Cefeo, Arturo, Casiopea,
anunciadoras de supremas tiendas,
con ángeles sirviendo
al alma, que los pague sin moneda,
la última, sí, la para siempre moda,
de la final, sin tiempo, primavera.

Como habréis comprobado, en este poema se representa la calle como un mundo ilusorio, ese que todos tomamos como el símbolo de nuestras vidas y del cual cada vez dependemos más. Salinas, como le ocurrió a Lorca en su Poeta en Nueva York, intenta encontrarle el sentido al mismo tiempo que una voz íntima, humana que le responda ante ese despliegue del consumismo, pero no lo encuentra.

 

Y esa Nada, ha causado muchos llantos,
Y Nada fue instrumento de la Muerte,
Y Nada vino a ser muerte de tantos.

FRANCISCO DE QUEVEDO


 

Ya maduró un nuevo cero
que tendrá su devoción.

ANTONIO MACHADO



I

Invitación al llanto. Esto es un llanto,
ojos, sin fin, llorando,
escombrera adelante, por las ruinas
de innumerables días.
Ruinas que esparce un cero autor de nadas,
obra del hombre, un cero, cuando estalla.

Cayó ciega. La soltó,
la soltaron, a seis mil
metros de altura, a las cuatro.
¿Hay ojos que le distingan
a la Tierra sus primores
desde tan alto?
¿Mundo feliz? ¿Tramas, vidas,
que se tejen, se destejen,
mariposas, hombres, tigres,
amándose y desamándose?
No. Geometría. Abstractos
colores sin habitantes,
embuste liso de atlas.
Cientos de dedos del viento
una tras otra pasaban
las hojas
márgenes de nubes blancas
de las tierras de la Tierra,
vuelta cuaderno de mapas.
Y a un mapa distante, ¿quién
le tiene lástima? Lástima
de una pompa de jabón
irisada, que se quiebra;
o en la arena de la playa
un crujido, un caracol
roto
sin querer, con la pisada.
Pero esa altura tan alta
que ya no la quieren pájaros,
le ciega al querer su causa
con mil aires transparentes.
Invisibles se le vuelven
al mundo delgadas gracias:
La azucena y sus estambres,
colibríes y sus alas,
las venas que van y vienen,
en tierno azul dibujadas,
por un pecho de doncella.
¿Quién va a quererlas
si no se las ve de cerca?

Él hizo su obligación:
lo que desde veinte esferas
instrumentos ordenaban,
exactamente: soltarla
al momento justo.

Nada.
Al principio
no vio casi nada. Una
mancha, creciendo despacio,
blanca, más blanca, ya cándida.
¿Arrebañados corderos?
¿Vedijas, copos de lana?
Eso sería...
¡Qué peso se le quitaba!
Eso sería: una imagen
que regresa.
Veinte años, atrás, un niño.

Él era un niño allá atrás
que en estíos campesinos
con los corderos jugaba
por el pastizal. Carreras,
topadas, risas, caídas
de bruces sobre la grama,
tan reciente de rocío
que la alegría del mundo
al verse otra vez tan claro,
le refrescaba la cara.
Sí; esas blancuras de ahora,
allá abajo
en vellones dilatadas,
no pueden ser nada malo:
rebaños y más rebaños
serenísimos que pastan
en ancho mapa de tréboles.
Nada malo. Ecos redondos
de aquella inocencia doble
veinte años atrás: infancia
triscando con el cordero
y retazos celestiales,
del sol niño con las nubes
que empuja, pastora, el alba.

Mientras,
detrás de tanta blancura
en la Tierra no era mapa
en donde el cero cayó,
el gran desastre empezaba.

II

Muerto inicial y víctima primera:
lo que va a ser y expira en los umbrales
del ser. ¡Ahogado coro de inminencias!
Heráldicas palabras voladoras
“¡pronto!”, “¡en seguida!”, “¡ya!” nuncios de dichas
colman el aire, lo vuelven promesa.
Pero la anunciación jamás se cumple:
la que aguardaba el éxtasis, doncella,
se quedará en su orilla, para siempre
entre su cuerpo y Dios alma suspensa.
¡Qué de esparcidas ruinas de futuro
por todo alrededor, sin que se vean!
Primer beso de amantes incipientes.
¡Asombro! ¿Es obra humana tanto gozo?
¿Podrán los labios repetirlo? Vuelan
hacia el segundo beso; más que beso,
claridad quieren, buscan la certeza
alegre de su don de hacer milagros
donde las bocas férvidas se encuentran.
¿Por qué si ya los hálitos se juntan
los labios a posarse nunca llegan?
Tan al borde del beso, no se besan.

Obediente al ardor de un mediodía
la moza muerde ya la fruta nueva.
La boca anhela el más celado jugo;
del anhelo no pasa. Se le niega
cuando el labio presiente su dulzura
la condensada dentro, primavera,
pulpas de mayo, azúcares de junio,
día a día sumados a la almendra.

Consumación feliz de tanta ruta,
último paso, amante, pie en el aire,
que trae amor adonde amor espera.
Tiembla Julieta de Romeos próximos,
ya abre el alma a Calixto, Melibea.
Pero el paso final no encuentra suelo.
¿Dónde, si se hunde el mundo en la tiniebla,
si ya es nada Verona, y si no hay huerto?
De imposibles se vuelve la pareja.

¿Y esa mano ¿de quién?, la mano trunca
blanca, en el suelo, sin su brazo, huérfana,
que buscas en el rosal la única abierta,
y cuando ya la alcanza por el tallo
se desprende, dejándose a la rosa,
sin conocer los ojos de su dueña?

¡Cimeras alegrías tremolantes,
gozo inmediato, pasmo que se acerca:
la frase más difícil, la penúltima,
la que lleva, derecho, hasta el acierto,
perfección vislumbrada, nunca nuestra!
¡Imágenes que inclinan su hermosura
sobre espejos que nunca las reflejan!

¡Qué cadáver ingrávido: una mañana
que muere al filo de su aurora cierta!
Vísperas son capullos. Sí, de dichas;
sí, de tiempo, futuros en capullos.
¡Tan hermosas, las vísperas!
¡Y muertas!

III

¿Se puede hacer más daño, allí en la Tierra?
Polvo que se levanta de la ruina,
humo del sacrificio, vaho de escombros
dice que sí se puede. Que hay más pena.
Vasto ayer que se queda sin presente,
vida inmolada en aparentes piedras.

¡Tanto afinar la gracia de los fustes
contra la selva tenebrosa alzados
de donde el miedo viene al alma, pánico!
Junto a un altar de azul, de ola y espuma,
el pensar y la piedra se desposan;
el mármol, que era blanco, es ya blancura.
Alborean columnas por el mundo,
ofreciéndole un orden a la aurora.
No terror, calma pura da este bosque,
de noble savia pórtico.
Vientos y vientos de dos mil otoños
con hojas de esta selva inmarcesible
quisieran aumentar sus hojarascas.
Rectos embisten, curvas les engañan.
Sin botín huyen. ¿Dónde está su fronda?
No pájaros, sus copas, procesiones
de doncellas mantienen en lo alto,
que atraviesan el tiempo, sin moverse.

Este espacio que no era más que espacio
a nadie dedicado, aire en vacío,
la lenta cantería lo redime
piedras poniendo, de oro, sobre piedras,
de aquella indiferencia sin plegaria.
Fiera luz, la del sumo mediodía,
claridad, toda hueca, de tan clara
va aprendiendo, ceñida entre altos muros
mansedumbres, dulzuras; ya es misterio.
Cantan coral callado las ojivas.
Flechas de alba cruzan por los santos
incorpóreos, no hieren, les traen vida
de colores. La noche se la quita.
La bóveda, al cerrarse abre más cielo.
Y en la hermosura vasta de estos límites
siente el alma que nada la termina.

Tierra sin forma, pobre arcilla; ahora
el torno la conduce hasta su auge:
suave concavidad, nido de dioses.
Poseidón, Venus, Iris, sus siluetas
en su seno se posan. A esta crátera
ojos, siempre sedientos, a abrevarse
vienen de agua de mito, inagotable.
Guarda la copa en este fondo oscuro
callado resplandor, eco de Olimpo.
Frágil materia es, mas se acomodan
los dioses, los eternos, en su círculo.

Y así, con lentitud que no descansa,
por las obras del hombre se hace el tiempo
profusión fabulosa. Cuando rueda
el mundo, tesorero, va sumando
en cada vuelta gana una hermosura
a belleza de ayer, belleza inédita.
Sobre sus hombros gráciles las horas
dádivas imprevistas acarrean.
¿Vida? Invención, hallazgo, lo que es
hoy a las cuatro, y a las tres no era.
Gozo de ver que si se marchan unas
trasponiendo la ceja de la tarde,
por el nocturno alcor otras se acercan.
Tiempo, fila de gracias que no cesa.
¡Qué alegría, saber que en cada hora
algo que está viniendo nos espera!
Ninguna ociosa, cada cual su don;
ninguna avara, todo nos lo entregan.
Por las manos que abren somos ricos
y en el regazo, Tierra, de este mundo
dejando van sin pausa
novísimos presentes: diferencias.

¿Flor? Flores. ¡Qué sinfín de flores, flor!
Todo, en lo igual, distinto: primavera.
Cuando se ve la Tierra amanecerse
se siente más feliz. La luz que llega
a estrecharle las obras que este día
la acrece su plural. ¡Es más diversa!

IV

El cero cae sobre ellas.
Ya no las veo, a las muchas,
las bellísimas, deshechas,
en esa desgarradora
unidad que las confunde,
en la nada, en la escombrera.

Por el escombro busco yo a mis muertos;
más me duele su ser tan invisibles.
Nadie los ve: lo que se ve son formas
truncas; prodigios eran, singulares,
que retornan, vencidos, a su piedra.
Muertos añosos, muertos a lo lejos,
cadáveres perdidos,
en ignorado osario perfecciona
la Tierra, lentamente, su esqueleto.
Su muerte fue hace mucho. Esperanzada
en no morir, su muerte. Ánima dieron
a masas que yacían en canteras.
Muchas piedras llenaron de temblores.
Mineral que camina hacia la imagen,
misteriosa tibieza, ya corriendo
por las vetas del mármol,
cuando, curva tras curva, se le empuja
hacia su más, a ser pecho de ninfa.
Piedra que late así con un latido
de carne que no es suya, entra en el juego
ruleta son las horas y los días:
el jugarse a la nada, o a lo eterno
el caudal de sus formas confiado:
el alma de los hombres, sus autores.
Si es su bulto de carne fugitivo,
ella queda detrás, la salvadora
roca, hija de sus manos, fidelísima,
que acepta con marmóreo silencio
augusto compromiso: eternizarlos.
Menos morir, morir así: transbordo
de una carne terrena a bajel pétreo
que zarpa, sin más aire que le impulse
que un soplo, al expirar, último aliento.
Travesía que empieza, rumbo a siempre;
la brújula no sirve, hay otro norte
que no confía a mapas su secreto;
misteriosos pilotos invisibles,
desde tumbas los guían, mareantes
por aguja de fe, según luceros.
Balsa de dioses, ánfora.
Naves de salvación con un polícromo
velamen de vidrieras, y sus cuentos
mármol, que flota porque vista de Venus.
Naos prodigiosas, sin cesar hendiendo
inmóviles, con proas tajadoras
auroras y crepúsculos, espumas
del tumbo de los años; años, olas
por los siglos alzándose y rompiendo.
Peripecia suprema día y noche,
navegar tesonero
empujado por racha que no atregua:
negación del morir, ansia de vida,
dando sus velas, piedras, a los vientos.
Armadas extrañísimas de afanes,
galeras, no de vivos, no de muertos,
tripulaciones de querencias puras,
incansables remeros,
cada cual con su remo, lo que hizo,
soñando en recalar en la celeste
ensenada segura, la que está
detrás, salva, del tiempo.

V

¡Y todos, ahora, todos,
qué naufragio total, en este escombro!
No tibios, no despedazados miembros
me piden compasión, desde la ruina:
de carne antigua voz antigua, oigo.

Desgarrada blancura, torso abierto,
aquí, a mis pies, informe.
Fue ninfa geométrica, columna.
El corazón que acaban de matarle,
Leucipo, pitagórico,
calculador de sueños, arquitecto,
de su pecho lo fue pasando a mármoles.
Y así, edad tras edad, en estas cándidas
hijas de su diseño
su vivir se salvó. Todo invisible,
su pálpito y su fuego.
Y ellas abstractos bultos se fingían,
pura piedra, columnas sin misterio.

Más duelo, más allá: serafín trunco,
ángel a trozos, roto mensajero.
Quebrada en seis pedazos
sonrisa, que anunciaba, por el suelo.
Entre el polvo guedejas
de rubia piedra, pelo tan sedeño
que el sol se lo atusaba a cada aurora
con sus dedos primeros.
Alas yacen usadas a lo altísimo,
en barro acaba su plumaje célico.
(A estas plumas del ángel desalado
encomendó su vuelo
sobre los siglos el hermano Pablo,
dulce monje cantero.)
Sigo escombro adelante, solo, solo.
Hollando voy los restos
de tantas perfecciones abolidas.
Años, siglos, por siglos acudieron
aquí, a posarse en ellas; rezumaban
arcillas o granitos,
linajes de humedad, frescor edénico.
No piso la materia; en su pedriza
piso al mayor dolor, tiempo deshecho.
Tiempo divino que llegó a ser tiempo
poco a poco, mañana tras su aurora,
mediodía camino de su véspero,
estío que se junta con otoño,
primaveras sumadas al invierno.
Años que nada saben de sus números,
llegándose, marchándose sin prisa,
sol que sale, sol puesto,
artificio diario, lenta rueda
que va subiendo al hombre hasta su cielo.
Piso añicos de tiempo.
Camino sobre anhelos hechos trizas,
sobre los días lentos
que le costó al cincel llegar al ángel;
sobre ardorosas noches,
con el ardor ardidas del desvelo
que en la alta madrugada da, por fin,
con el contorno exacto de su empeño...
Hollando voy las horas jubilares:
triunfo, toque final, remate, término
cuando ya, por constancia o por milagro,
obra se acaba que empezó proyecto.
Lo que era suma en un instante es polvo.
¡Qué derroche de siglos, un momento!
No se derrumban piedras, no, ni imágenes;
lo que se viene abajo es esa hueste
de tercos defensores de sus sueños.
Tropa que dio batalla a las milicias
mudas, sin rostro, de la nada; ejército
que matando a un olvido cada día
conquistó lentamente los milenios.
Se abre por fin la tumba a que escaparon;
les llega aquí la muerte de que huyeron.
Ya encontré mi cadáver, el que lloro.
Cadáver de los muertos que vivían
salvados de sus cuerpos pasajeros.
Un gran silencio en el vacío oscuro,
un gran polvo de obras, triste incienso,
canto inaudito, funeral sin nadie.
Yo sólo le recuerdo, al impalpable,
al NO dicho a la muerte, sostenido
contra tiempo y marea: ése es el muerto.
Soy la sombra que busca en la escombrera.
Con sus siete dolores cada una
mil soledades vienen a mi encuentro.
Hay un crucificado que agoniza
en desolado Gólgota de escombros,
de su cruz separado, cara al cielo.
Como no tiene cruz parece un hombre.
Pero aúlla un perro, un infinito perro
inmenso aullar nocturno ¿desde dónde?,
voz clamante entre ruinas por su Dueño.

El poema “Cero” va precedido de textos de Machado y de Quevedo en los que se alude al cero y a la nada. Es el ambiente propicio para un texto en el que se registra el tema del estancamiento y el sacrificio causados por una bomba, pero no pensemos que se refiere a la atómica, pues este poema es anterior. El protagonista es el tiempo y en esta ocasión, como siempre, conduce hacia la muerte.

Para finalizar, lo haremos con una referencia hacia su libro póstumo, Confianza, donde se concentran los poemas escritos por Salinas entre 1942 y 1944, del que os proponemos la lectura del poema que le da título y cierra el libro, en el que, curiosamente, descubrimos a un Salinas optimista, esperanzado, disfrutando de la vida y de todo cuanto le rodea:

Mientras haya
alguna ventana abierta,
ojos que vuelven del sueño,
otra mañana que empieza.

Mar con olas trajineras
mientras haya
trajinantes de alegrías,
llevándolas y trayéndolas.

Lino para la hilandera,
árboles que se aventuren,
mientras haya
y viento para la vela.

Jazmín, clavel, azucena,
donde están, y donde no
en los nombres que los mientan.

Mientras haya
sombras que la sombra niegan,
pruebas de luz, de que es luz
todo el mundo, menos ellas.

Agua como se la quiera
mientras haya
voluble por el arroyo,
fidelísima en la alberca.

Tanta fronda en la sauceda,
tanto pájaro en las ramas
mientras haya
tanto canto en la oropéndola.

Un mediodía que acepta
serenamente su sino
que la tarde le revela.

Mientras haya
quien entienda la hoja seca,
falsa elegía, preludio
distante a la primavera.

Colores que a sus ausencias
mientras haya
siguiendo a la luz se marchan
y siguiéndola regresan.

Diosas que pasan ligeras
pero se dejan un alma
mientras haya
señalada con sus huellas.

Memoria que le convenza
a esta tarde que se muere
de que nunca estará muerta.

Mientras haya
trasluces en la tiniebla,
claridades en secreto,
noches que lo son apenas.

Susurros de estrella a estrella
mientras haya
Casiopea que pregunta
y Cisne que la contesta.

Tantas palabras que esperan,
invenciones, clareando
mientras haya
amanecer de poema.

Mientras haya
lo que hubo ayer, lo que hay hoy,
lo que venga.

Gracias por leernos...

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