Centenarios:

Octubre, noviembre y diciembre  2023.

El escritor italiano Italo Calvino nació el 15 de octubre en la ciudad cubana de Santiago de las Vegas, la poeta uruguaya Ida Vitale nació el 2 de noviembre en Montevideo, y el escritor español Jorge Semprún nació el 10 de diciembre en Madrid. Todos en el año 1923.

Entre las palmeras de Cuba y las flores de Italia, nació Italo Calvino, un escritor que supo ver la magia en la realidad. Hijo de científicos, aprendió a observar el mundo con curiosidad y rigor, y a plasmarlo con imaginación y belleza. Su educación laica y antifascista, y su participación en la resistencia contra el régimen de Mussolini, le hicieron valorar la libertad, la identidad y la tenacidad como temas esenciales de su obra. También buscó recrear los universos de su infancia, marcados por la naturaleza y la ciencia, que le acompañaron toda su vida. Calvino empezó escribiendo novelas neorrealistas, con un fuerte contenido social. Pero pronto se dio cuenta de que podía contar más cosas si se alejaba de lo cotidiano y se acercaba a lo fantástico. Así, creó obras llenas de poesía y alegoría, que reflexionaban sobre la filosofía y el hombre contemporáneo. Algunos de sus textos más famosos son la trilogía Nuestros antepasados (1952–1959), los cuentos de Las cosmicómicas (1965) y las novelas Ciudades invisibles (1972) y Si una noche de invierno un viajero (1979). Fue el escritor italiano más leído y traducido de su época. También fue un crítico literario en la revista Il Menabo, que compartía con Elio Vittorini. Allí conoció la obra de Raymond Queneau y del grupo Oulipo, que experimentaban con las formas literarias. Calvino fue un maestro en combinar el mundo de las humanidades con el de la ciencia, y en defender la libertad de las personas frente a la jaula social que las condicionaba. Italo Calvino ha sido una fuente de inspiración para muchos otros escritores. Su forma de narrar, que mezclaba la ciencia, la filosofía y la literatura, era única y original. Fue un intelectual comprometido con su tiempo, y se atrevió a explorar y cuestionar las distintas corrientes literarias, desde el neorrealismo hasta el postmodernismo. Su versatilidad y su pasión por la literatura han dejado una huella imborrable en muchos escritores. Además, Calvino contribuyó a la literatura italiana al promover la publicación de escritores argentinos como Julio Cortázar.

El jardín encantado

Italo Calvino

 

Giovannino y Serenella caminaban por las vías del tren. Abajo había un mar todo escamas azul oscuro azul claro; arriba un cielo apenas estriado de nubes blancas. Los rieles eran relucientes y quemaban. Por las vías se caminaba bien y se podía jugar de muchas maneras: mantener el equilibrio, él sobre un riel y ella sobre el otro, y avanzar tomados de la mano. O bien saltar de un durmiente a otro sin apoyar nunca el pie en las piedras. Giovannino y Serenella habían estado cazando cangrejos y ahora habían decidido explorar las vías, incluso dentro del túnel. Jugar con Serenella daba gusto porque no era como las otras niñas, que siempre tienen miedo y se echan a llorar por cualquier cosa. Cuando Giovannino decía: “Vamos allá”, Serenella lo seguía siempre sin discutir.

¡Deng! Sobresaltados miraron hacia arriba. Era el disco de un poste de señales que se había movido. Parecía una cigüeña de hierro que hubiera cerrado bruscamente el pico. Se quedaron un momento con la nariz levantada; ¡qué lástima no haberlo visto! No volvería a repetirse.

-Está a punto de llegar un tren -dijo Giovannino.

Serenella no se movió de la vía.

-¿Por dónde? -preguntó.

Giovannino miró a su alrededor, con aire de saber. Señaló el agujero negro del túnel que se veía ya límpido, ya desenfocado, a través del vapor invisible que temblaba sobre las piedras del camino.

-Por allí -dijo. Parecía oír ya el oscuro resoplido que venía del túnel y vérselo venir encima, escupiendo humo y fuego, las ruedas tragándose los rieles implacablemente.

-¿Dónde vamos, Giovannino?

Había, del lado del mar, grandes pitas grises, erizadas de púas impenetrables. Del lado de la colina corría un seto de ipomeas cargadas de hojas y sin flores. El tren aún no se oía: tal vez corría con la locomotora apagada, sin ruido, y saltaría de pronto sobre ellos. Pero Giovannino había encontrado ya un hueco en el seto.

-Por ahí.

Debajo de las trepadoras había una vieja alambrada en ruinas. En cierto lugar se enroscaba como el ángulo de una hoja de papel. Giovannino había desaparecido casi y se escabullía por el seto.

-¡Dame la mano, Giovannino!

Se hallaron en el rincón de un jardín, los dos a cuatro patas en un arriate, el pelo lleno de hojas secas y de tierra. Alrededor todo callaba, no se movía una hoja. “Vamos” dijo Giovannino y Serenella dijo: “Sí”.

Había grandes y antiguos eucaliptos de color carne y senderos de pedregullo. Giovannino y Serenella iban de puntillas, atentos al crujido de los guijarros bajo sus pasos. ¿Y si en ese momento llegaran los dueños?

Todo era tan hermoso: bóvedas estrechas y altísimas de curvas hojas de eucaliptos y retazos de cielo, sólo que sentían dentro esa ansiedad porque el jardín no era de ellos y porque tal vez fueran expulsados en un instante. Pero no se oía ruido alguno. De un arbusto de madroño, en un recodo, unos gorriones alzaron el vuelo rumorosos. Después volvió el silencio. ¿Sería un jardín abandonado?

Pero en cierto lugar la sombra de los árboles terminaba y se encontraron a cielo abierto, delante de unos bancales de petunias y volúbilis bien cuidados, y senderos y balaustradas y espalderas de boj. Y en lo alto del jardín, una gran casa de cristales relucientes y cortinas amarillo y naranja.

Y todo estaba desierto. Los dos niños subían cautelosos por la grava: tal vez se abrirían las ventanas de par en par y severísimos señores y señoras aparecerían en las terrazas y soltarían grandes perros por las alamedas. Cerca de una cuneta encontraron una carretilla. Giovannino la cogió por las varas y la empujó: chirriaba a cada vuelta de las ruedas con una especie de silbido. Serenella se subió y avanzaron callados, Giovannino empujando la carretilla y ella encima, a lo largo de los arriates y surtidores.

-Esa -decía de vez en cuando Serenella en voz baja, señalando una flor.

Giovannino se detenía, la cortaba y se la daba. Formaban ya un buen ramo. Pero al saltar el seto para escapar, tal vez tendría que tirarlas.

Llegaron así a una explanada y la grava terminaba y el pavimento era de cemento y baldosas. Y en medio de la explanada se abría un gran rectángulo vacío: una piscina. Se acercaron: era de mosaicos azules, llena hasta el borde de agua clara.

-¿Nos zambullimos? -preguntó Giovannino a Serenella.

Debía de ser bastante peligroso si se lo preguntaba y no se limitaba a decir: “¡Al agua!”. Pero el agua era tan límpida y azul y Serenella nunca tenía miedo. Bajó de la carretilla donde dejó el ramo. Llevaban el bañador puesto: antes habían estado cazando cangrejos. Giovannino se arrojó, no desde el trampolín porque la zambullida hubiera sido demasiado ruidosa, sino desde el borde. Llegó al fondo con los ojos abiertos y no veía más que azul, y las manos como peces rosados, no como debajo del agua del mar, llena de informes sombras verdinegras. Una sombra rosada encima: ¡Serenella! Se tomaron de la mano y emergieron en la otra punta, con cierta aprensión. No había absolutamente nadie que los viera. No era la maravilla que imaginaban: quedaba siempre ese fondo de amargura y de ansiedad, nada de todo aquello les pertenecía y de un momento a otro ¡fuera!, podían ser expulsados.

Salieron del agua y justo allí cerca de la piscina encontraron una mesa de ping-pong. Inmediatamente Giovannino golpeó la pelota con la paleta: Serenella, rápida, se la devolvió desde la otra punta. Jugaban así, con golpes ligeros para que no los oyeran desde el interior de la casa. De pronto la pelota dio un gran rebote y para detenerla Giovannino la desvió y la pelota golpeó en un gong colgado entre los pilares de una pérgola, produciendo un sonido sordo y prolongado. Los dos niños se agacharon en un arriate de ranúnculos. En seguida llegaron dos criados de chaqueta blanca con grandes bandejas, las apoyaron en una mesa redonda debajo de un parasol de rayas amarillas y anaranjadas y se marcharon.

Giovannino y Serenella se acercaron a la mesa. Había té, leche y bizcocho. No había más que sentarse y servirse. Llenaron dos tazas y cortaron dos rebanadas. Pero estaban mal sentados, en el borde de la silla, movían las rodillas. Y no lograban saborear los pasteles y el té con leche. En aquel jardín todo era así: bonito e imposible de disfrutar, con esa incomodidad dentro y ese miedo de que fuera sólo una distracción del destino y de que no tardarían en pedirles cuentas.

Se acercaron a la casa de puntillas. Mirando entre las tablillas de una persiana vieron, dentro, una hermosa habitación en penumbra, con colecciones de mariposas en las paredes. Y en la habitación había un chico pálido. Debía de ser el dueño de la casa y del jardín, agraciado de él. Estaba tendido en una mecedora y hojeaba un grueso libro ilustrado. Tenía las manos finas y blancas y un pijama cerrado hasta el cuello, a pesar de que era verano.

A los dos niños que lo espiaban por entre las tablillas de la persiana se les calmaron poco a poco los latidos del corazón. El chico rico parecía pasar las páginas y mirar a su alrededor con más ansiedad e incomodidad que ellos. Y era como si anduviese de puntillas, como temiendo que alguien pudiera venir en cualquier momento a expulsarlo, como si sintiera que el libro, la mecedora, las mariposas enmarcadas y el jardín con juegos y la merienda y la piscina y las alamedas le fueran concedidos por un enorme error y él no pudiera gozarlos y sólo experimentase la amargura de aquel error como una culpa.

El chico pálido daba vueltas por su habitación en penumbra con paso furtivo, acariciaba con sus blancos dedos los bordes de las cajas de vidrio consteladas de mariposas y se detenía a escuchar. A Giovannino y Serenella el corazón les latió aún con más fuerza. Era el miedo de que un sortilegio pesara sobre la casa y el jardín, sobre todas las cosas bellas y cómodas, como una antigua injusticia.

El sol se oscureció de nubes. Muy calladitos, Giovannino y Serenella se marcharon. Recorrieron de vuelta los senderos, con paso rápido, pero sin correr. Y atravesaron gateando el seto. Entre las pitas encontraron un sendero que llevaba a la playa pequeña y pedregosa, con montones de algas que dibujaban la orilla del mar. Entonces inventaron un juego espléndido: la batalla de algas. Estuvieron arrojándoselas a la cara a puñados, hasta caer la noche. Lo bueno era que Serenella nunca lloraba.

FIN

 

Ida Vitale es poeta, traductora, ensayista, profesora y crítica, y una de las figuras más relevantes de la “Generación del 45” en Uruguay. Su poesía es esencialista, es decir, busca la esencia de las cosas a través de las palabras. Sus poemas son breves, pero intensos, y a menudo reflexionan sobre el propio acto de escribir. Ha recibido muchos galardones por su obra, entre ellos el Premio Octavio Paz, el Premio Reina Sofía, el Premio Cervantes y el Premio Max Jacob.

 

La vida de Ida Vitale ha estado marcada por el exilio. En 1974, tuvo que dejar su país por la dictadura y se fue a México, donde vivió una década. Allí conoció a Octavio Paz, quien la invitó a formar parte de la revista Vuelta. También se enamoró de la cultura mexicana, especialmente de las palabras del náhuatl, que aprendió a pronunciar. En México, además de escribir poesía, se dedicó al ensayo y la crítica, y participó en varios eventos literarios. Más tarde, se mudó a Estados Unidos, donde siguió escribiendo y traduciendo. En 2018, tras la muerte de su segundo marido, el poeta Enrique Fierro, volvió a Montevideo, donde vive actualmente. Tiene un libro pendiente sobre su experiencia mexicana, que se llamará “Shakespeare Palace”.

 

Ida Vitale es una poeta de la vida, la ética y el verbo. Su obra refleja su pasión por la naturaleza, que le viene de su infancia, cuando le gustaba observar las plantas y los animales. Algunos de sus libros, como “De plantas y animales” y “Léxico de afinidades”, son testimonio de ello. Su estilo es a la vez conceptual y sensorial, y sus temas abarcan desde la existencia hasta el sentido de las palabras. Es una de las voces más importantes de la literatura latinoamericana, y una referente para las nuevas generaciones de poetas. También ha hecho una gran labor como traductora de autores como Mario Praz, Simone de Beauvoir, Gaston Bachelard, Luigi Pirandello y Jules Supervielle.

Accidentes nocturnos

Ida Vitale

 

Palabras minuciosas, si te acuestas
te comunican sus preocupaciones.
Los árboles y el viento te argumentan
juntos diciéndote lo irrefutable
y hasta es posible que aparezca un grillo
que en medio del desvelo de tu noche
cante para indicarte tus errores.
Si cae un aguacero, va a decirte
cosas finas, que punzan y te dejan
el alma, ay, como un alfiletero.
Sólo abrirte a la música te salva:
ella, la necesaria, te remite
un poco menos árida a la almohada,
suave delfín dispuesto a acompañarte,
lejos de agobios y reconvenciones,
entre los raros mapas de la noche.
Juega a acertar las sílabas precisas
que suenen como notas, como gloria,
que acepte ella para que te acunen,
y suplan los destrozos de los días.

Jorge Semprún Maura fue un escritor, intelectual, político y guionista español que dejó una huella imborrable en la cultura europea del siglo XX. Su obra, escrita en su mayor parte en francés, refleja su intensa y dramática vida, marcada por la guerra, el exilio, la resistencia, la deportación, la clandestinidad y la política.

 

Nacido en una familia de clase alta y nieto del político conservador Antonio Maura, Semprún tuvo que huir de España con su familia al estallar la Guerra Civil. Se instaló en París, donde estudió Filosofía en la Sorbona y se unió a la Resistencia contra la ocupación nazi. En 1942, se afilió al Partido Comunista de España (PCE), al que dedicaría gran parte de su vida.

 

En 1943, fue detenido por la Gestapo y deportado al campo de concentración de Buchenwald, donde vivió el horror del Holocausto. Esta experiencia le marcaría profundamente y le inspiraría para escribir algunos de sus libros y guiones más célebres, como “El largo viaje” o “La escritura o la vida”.

 

Tras la liberación del campo, Semprún regresó a París y trabajó como traductor. También participó en las actividades culturales de los exiliados españoles. En 1953, volvió a España de forma clandestina como enviado del PCE, bajo el nombre de Federico Sánchez. Durante más de una década, se dedicó a reconstruir las redes comunistas y a luchar contra el franquismo desde los medios intelectuales. Esta fue, según él, “la etapa más feliz de mi vida”.

 

Semprún ocupó cargos de responsabilidad en el PCE, pero fue expulsado en 1965 por sus discrepancias con la dirección. A pesar de ello, siguió siendo una figura influyente en la política española y europea. En 1988, fue nombrado ministro de Cultura de España por Felipe González, aunque nunca se afilió al Partido Socialista Obrero Español (PSOE).

 

La obra literaria de Semprún está impregnada de su experiencia histórica y personal. Sus libros y guiones, la mayoría en francés, combinan la memoria, la ficción, el ensayo y el testimonio. En ellos, Semprún explora temas como la guerra, el exilio, la resistencia, el comunismo, el Holocausto, la supervivencia, la escritura y la identidad. Algunos ejemplos son “La segunda muerte de Ramón Mercader”, “Autobiografía de Federico Sánchez” o “Veinte años y un día”.

 

Semprún recibió numerosos reconocimientos por su obra, entre ellos el Premio Formentor, el Premio Fémina y el Premio Planeta. También fue candidato al Premio Nobel de Literatura. Jorge Semprún murió el 7 de junio de 2011 en su casa de París, a los 87 años de edad.

El largo viaje (fragmento)
Jorge Semprún



"Este hacinamiento de cuerpos en el vagón, este punzante dolor en la rodilla derecha. Días, noches. Hago un esfuerzo e intento contar los días, contar las noches. Tal vez esto me ayude a ver claro. Cuatro días, cinco noches. Pero habré contado mal, o es que hay días que se han convertido en noches. Me sobran noches; noches de saldo. Una mañana, claro está, fue una mañana cuando comenzó este viaje. Aquel día entero. Después, una noche. Levanto el dedo pulgar en la penumbra del vagón. Mi pulgar por aquella noche. Otra jornada después. Aún seguíamos en Francia y el tren apenas se movió. En ocasiones, oíamos las voces de los ferroviarios, por encima del ruido de botas de los centinelas. Olvídate de aquel día, fue una desesperación. Otra noche. Yergo en la penumbra un segundo dedo. Tercer día. Otra noche. Tres dedos de mi mano izquierda. Y el día en que estamos. Cuatro días, pues, y tres noches. Avanzamos hacia la cuarta noche, el quinto día. Hacia la quinta noche, el sexto día. Pero ¿avanzamos nosotros? Estamos inmóviles, hacinados unos encima de otros, la noche es quien avanza, la cuarta noche, hacia nuestros inmóviles cadáveres futuros. Me asalta una risotada: va a ser la Noche de los Búlgaros, de verdad.

–No te canses –dice el chico.

En el torbellino de la subida, en Compiègne, bajo los golpes y los gritos, cayó a mi lado. Parece no haber hecho otra cosa en su vida, viajar con otros ciento diecinueve tipos en un vagón de mercancías cerrado con candados. «La ventana», dijo brevemente. En tres zancadas y otros tantos codazos, nos abrió paso hasta una de las aberturas, atrancada con alambre de púas.

«Respirar es lo más importante, entiendes, poder respirar».

(...)

Pero he aquí el valle del Mosela. Cierro los ojos y saboreo esta oscuridad que me invade, esta certeza del valle del Mosela, fuera, bajo la nieve. Esta certeza deslumbrante de matices grises, los altos abetos, los pueblos rozagantes, las serenas humaredas bajo el cielo invernal. Procuro mantener los ojos cerrados, el mayor tiempo posible. El tren rueda despacio, con un monótono ruido de ejes. Silba, de repente. Ha debido desgarrar el paisaje de invierno, como ha desgarrado mi corazón. Deprisa, abro los ojos, para sorprender el paisaje, para cogerlo desprevenido. Ahí está. Está, simplemente, no tiene otra cosa que hacer. Podría morirme ahora, de pie en el vagón atiborrado de futuros cadáveres, él seguiría ahí. El valle del Mosela estaría ahí, ante mi mirada muerta, suntuosamente hermoso como un Breughel de invierno. Podríamos morir todos, yo mismo y este chico de Semur-en-Auxois, y el viejo que aullaba hace un rato sin parar, sus vecinos han debido derribarle, ya no se le oye, él seguiría ahí, ante nuestras miradas muertas. Cierro los ojos, los abro. Mi vida no es más que este parpadeo que me descubre el valle del Mosela. Mi vida se me ha escapado, se cierne sobre este valle de invierno, es este valle dulce y tibio en el frío del invierno. "

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