Soy norteamericano. Nací y crecí en Hartford, en el
Estado de Connecticut o sea, justamente al otro lado del río. De manera que soy el más yanqui de los yanquis, y un hombre práctico, sí, y supongo que desprovisto casi por completo de sensibilidad o,
en otras palabras, desprovisto de poesía. Mi padre era herrero; mi tío, médico de caballos, y en un principio yo era un poco lo uno y un poco lo otro.
Luego entré en la gran fábrica de armas y aprendí mi
verdadero oficio, todo lo que había que aprender, aprendí a fabricarlo todo: fusiles, revólveres, cañones, calderas, motores, cualquier tipo de maquinarias para ahorrar mano de obra. ¡Diantres! Era
capaz de fabricar lo que me pidiesen, cualquier cosa en el mundo, lo que fuese, y si no existía una manera veloz y novedosa de fabricarla, yo era capaz de inventarla con la misma facilidad con que se
hace flotar un tronco. Llegué a ser superintendente en jefe, con unos dos mil hombres a mi cargo.
Pues bien, un hombre así se ve envuelto en muchas
peleas, sobra decirlo. Cuando tienes un par de miles de hombres duros a tu cargo, abunda ese tipo de diversión. Por lo menos, eso me ocurría a mí. Finalmente, encontré un temible contrincante y
recibí una buena soba. Ocurrió durante un malentendido con un individuo a quien llamábamos Hércules, que se zanjó con barras de hierro. Me derribó de un golpe tan contundente en la cabeza que me dejó
viendo las estrellas y pareció desencajar todas las articulaciones del cráneo y dejarlas en completo desorden. Después se oscureció el mundo entero y ya no sentí nada más ni supe nada más, al menos
durante cierto tiempo.
Cuando volví en mí estaba sentado en un prado a la
sombra de un roble, con un amplio paisaje a mi entera disposición..., o casi. No del todo, porque había un individuo a caballo que me contemplaba desde lo alto de su posición, un individuo recién
salido de un libro de cuentos. iba cubierto de arriba abajo por una armadura antigua y llevaba en la cabeza un casco que parecía un barrilete para clavos, y tenía un escudo, una espada y una
formidable lanza; su caballo también iba cubierto con una armadura y ostentaba un cuerno de acero que se proyectaba desde su frente, y magníficos jaeces de seda, rojos y verdes, que colgaban de los
lados como las colchas de una cama y casi tocaban el suelo.
-Gentil señor, ¿queréis justar conmigo? -preguntó el
individuo.
-¿Que si quiero qué?
-Batiros en singular batalla por unas tierras, una dama,
o...
-¿De qué me hablas? -dije-. Vuelve a tu circo o te
denuncio.
Y entonces al hombre no se le ocurre nada mejor que
retroceder unos doscientos o trescientos pasos y arremeter contra mí a toda velocidad de su caballo, con el barrilete para clavos inclinado casi a la altura de la nuca de su caballo, y su larga lanza
apuntada hacia adelante. Me di cuenta de que la cosa iba en serio, de modo que cuando llegó ya estaba yo en lo alto del árbol.