El problema es que Manolo (a
quien no le gusta que le llamen Manolo, él prefiere Manu, pero lo llamo Manolo igual) es el compañero de baile y novio de una de mis amigas y día sí, día también, tengo que ver cómo prácticamente le
hace el amor mientras bailan como jodidos perfectos condenados.
Odio esas manos sobre la
cintura de Lucia. Por el amor de dios, si es que la toca y ... puedo jurar que ha habido hombres que me han excitado menos tocándome que cuando le veo a él con Lucia. Y la cara de
ella...
No, no tengo que pensar en
él.
Al fin en casa. María sigue
riéndose a pulmón abierto de mi noche. Maldita amiga.
Luego es capaz de enfadarse
cuando monta un santo drama por si Llueve o hace mal tiempo si yo le digo que está sacando las cosas de contexto.
En mi cabeza repaso, por no
pensar en Manolo, la secuencia de nuestro siguiente coreo, una y otra vez. De vez en cuando se me van los pies y doy pequeños pasos por la tarima de madera de mi piso diáfano. Incluso llego a
tararear la melodía. Y al final me dejo llevar por la música en mi cabeza y acabo danzando sin miramiento en la abertura de mi comedor.
Sus manos, amarrando mis
costados, su respiración chocando en mi cuello, sus piernas entrelazándose contra las mías...
Abro los ojos súbitamente,
estoy sudando, mi corazón desbocado y...
Sé que Nacho, mi
amigo de silicona a ocho velocidades, me espera en el tercer cajón de mi mesita.
¿Qué le voy a hacer? Le necesito para despejar la tormenta que se ha generado en mi corazón y
cabeza.