Lo de mi abuela fue otro cantar. Le hizo falta mucho insistir a mi abuelo
para que ella dejase de verle como un crío.
Y él no dejó de intentarlo. Día tras día. Con lluvia, con frío, con fuertes
vientos, daba igual. Cada día salía de casa cuando ella debía ir a trabajar y muy caballerosamente la acompañaba a la fábrica. Y al salir, más de lo mismo. Él dejaba sus tareas en el negocio familiar
(me consta que recibió algún que otro palo por ello) e iba a recogerla y acompañarla a casa.
A ver, si eso no es romanticismo que venga alguien y me lo explique. Eso sí,
excesivo para mi gusto teniendo en cuenta las remotas posibilidades que había de que nada le sucediese a mi abuela en el trayecto si iba sola.
Eran otros tiempos, tiempos seguramente mejores. Tiempos en los que el
whatsapp no daba por culo. En los que a mi abuela le daba igual si mi abuelo en las cartas se reía “jajaja” o “hahaha”.
Banalidades de alguien como yo, con el drama en las venas. Sinsentidos que
creamos para no atender a lo importante, a lo que de verdad duele. Estupideces que solo quien ha pasado por lo mismo comprende.
Yo con alguien como mi abuelo habría perdido la paciencia. Pero al parecer
mi abuela era más… menos… menos yo.
Sí, ella es diferente. Su corazón alcanza límites insospechados para el mío,
su bondad roza lo abnegado y su capacidad para perdonar es más que humana, divina.
Pero bueno, no estoy aquí para hablar de lo poco que me parezco a ella.
Acabaría mal… otra vez.
Estoy aquí para contaros otra historia.
Estaba en esta misma maldita terraza, hace tres meses, esperando para conocer a…
¿el segundo amor de mi vida?...
El cual, por cierto, llegaba tarde. Alguien que conocía a alguien me había
contado que él llevaba poco tiempo en la ciudad, que necesitaba algún amigo… le dieron mi número… E voilà!
El suelo era, como ahora, de adoquín color Camel, las sombrillas
negras se juntaban entre sí y ni un rayo de luz atosigaba la velada. En cada mesa una vela con fragancias diversas. Las sillas y la mesa, de metal plateado ligero. Acogedor, lo llaman
algunos.
Y ahí estaba yo, ¡Ojo! Aunque había rezado a todos los dioses
conocidos para tener algo de suerte, no me había esmerado ni un poco, ni un poquito solo, en parecer… atractiva o deseable.
Unos legins azules, mi blusa de “granjera busca esposo” y
zapatillas. Bueno… al menos tuve la decencia de plancharme y soltarme el pelo.
El reloj de la catedral había marcado las 20:15 h, lo recuerdo bien, justo
como ahora acaba de marcar las 21:00 h, alcé la mirada, estaba justo a punto de levantarme y marcharme cuando la más puta y perfecta de las sonrisas se cruzó en mi camino. “Por las bragas de
Julieta”
Joder. ¿Qué puedo decir de esa sonrisa robada al mismísimo diablo para
hacerme la vida imposible?
Ojos negros, a juego con su pelo oscuro y su tez bronceada por el sol.
Llevaba una sudadera, varias pulseras de festivales pasados y jeans.
Es difícil explicar lo que pasó por mi mente y recorrió mi
cuerpo.
Fue una cita (tachad esa palabra, la odio) perfecta. Más que perfecta. Y
durante semanas, cada nueva cita (volved a tachar eso) fue mejor que la anterior…
… Hasta que, ¿Os conté cómo acabó aquel día en el que me presenté en su casa
lloviendo sin invitación alguna? ¿No? Pues de la siguiente manera: había estado durmiendo en el sofá antes de mi llegada, con su libro “La chica del tren” como almohada. Babeado y casi
destrozado. Me dieron ganas de destriparle el final solo por la falta de respeto.
El tema es que ese día me sentí ridícula, me sentí mal cuando él me miró con
cara de “¿Qué hago contigo?”, me sentí como una extraña en una gran habitación concurrida de gente a la que de nada conocía y tan solo quise hacerme pequeña y salir corriendo. Me invitó a
pasar con mucho respeto, pero en su mirada vi el agobio y la incomodidad. Así pues, denegué la oferta por “orgullo”. Y volví a casa, completamente mojada y llorando.
¿Sabéis qué pensaba durante todo el camino?
“Julián, Julián, ¿A qué punto estúpido he llegado yo sin ti?”