Éste interpretó de un modo muy extraño el relato sobre el robo del capote. En vez de interesarse por el
punto esencial empezó a preguntar a Akakiy Akakievich por qué volvía a casa a tan altas horas de la noche y si no habría estado en una casa sospechosa. De tal suerte, que el pobre Akakiy Akakievich
se quedó todo confuso. Se fue sin saber si el asunto estaba bien encomendado. En todo el día no fue a la oficina (hecho sin precedente en su vida). Al día siguiente se presentó todo pálido y vestido
con su viejo capote, que tenía el aspecto aún más lamentable. El relato del robo del capote -aparte de que no faltaron algunos funcionarios que aprovecharon la ocasión para burlarse- conmovió a
muchos. Decidieron en seguida abrir una suscripción en beneficio suyo, pero el resultado fue muy exiguo, debido a que los funcionarios habían tenido que gastar mucho dinero en la suscripción para el
retrato del director y para un libro que compraron a indicación del jefe de sección, que era amigo del autor. Así, pues, sólo consiguieron reunir una suma insignificante. Uno de ellos, movido por la
compasión y deseos de darle por lo menos un buen consejo, le dijo que no se dirigiera al Comisario, pues suponiendo aún que deseara granjearse las simpatías de su superior y encontrar el capote, este
permanecería en manos de la Policía hasta que lograse probar que era su legítimo propietario. Lo mejor sería, pues, que se dirigiera a una «alta personalidad», cuya mediación podría dar un rumbo
favorable al asunto. Como no quedaba otro remedio, Akakiy Akakievich se decidió a acudir a la «alta personalidad».
¿Quién era aquella «alta personalidad» y qué cargo desempeñaba? Eso es lo que nadie sabría decir.
Conviene saber que dicha «alta personalidad» había llegado a ser tan sólo esto desde hacía algún tiempo, por lo que hasta entonces era por completo desconocido. Además su posición tampoco ahora se
consideraba como muy importante en comparación con otras de mayor categoría. Pero siempre habrá personas que consideran como muy importante lo que los demás califican de insignificante. Además,
recurriría a todos los medios para realzar su importancia. Decretó que los empleados subalternos le esperasen en la escalera hasta que llegase él y que nadie se presentara directamente a él sino que
las cosas se realizaran con un orden de lo más riguroso. El registrador tenía que presentar la solicitud de audiencia al secretario del Gobierno, quien a su vez la transmitía al consejero titular o a
quien se encontrase de categoría superior. Y de esta forma llegaba el asunto a sus manos. Así, en nuestra santa Rusia, todo está contagiado de la manía de imitar y cada cual se afana en imitar a su
superior. Hasta cuentan que cierto consejero titular, cuando le ascendieron a director de una cancillería pequeña, en seguida se hizo separar su cuarto por medio de un tabique de lo que él llamaba
«sala de reuniones». A la puerta de dicha sala colocó a unos conserjes con cuellos rojos y galones que siempre tenían la mano puesta sobre el picaporte para abrir la puerta a los visitantes, aunque
en la «sala de reuniones» apenas si cabía un escritorio de tamaño regular.
El modo de recibir y las costumbres de la «alta personalidad» eran majestuosos e imponentes, pero un
tanto complicados. La base principal de su sistema era la severidad. «Severidad, severidad, y… severidad», solía decir, y al repetir por tercera vez esta palabra dirigía una mirada significativa a la
persona con quien estaba hablando aunque no hubiera ningún motivo para ello, pues los diez empleados que formaban todo el mecanismo gubernamental, ya sin eso estaban constantemente atemorizados. Al
verle de lejos, interrumpían ya el trabajo y esperaban en actitud militar a que pasase el jefe. Su conversación con los subalternos era siempre severa y consistía sólo en las siguientes frases:
«¿Cómo se atreve? ¿Sabe usted con quién habla ? ¿Se da usted cuenta? ¿Sabe a quién tiene delante?»
Por lo demás, en el fondo era un hombre bondadoso, servicial y se comportaba bien con sus compañeros,
sólo que el grado de general le había hecho perder la cabeza. Desde el día en que le ascendieron a general se hallaba todo confundido, andaba descarriado y no sabía cómo comportarse. Si trataba con
personas de su misma categoría se mostraba muy correcto y formal y en muchos aspectos hasta inteligente. Pero en cuanto asistía a alguna reunión donde el anfitrión era tan sólo de un grado inferior
al suyo, entonces parecía hallarse completamente descentrado. Permanecía callado y su situación era digna de compasión, tanto más cuanto él mismo se daba cuenta de que hubiera podido pasar el tiempo
de una manera mucho más agradable. En sus ojos se leía a menudo el ardiente deseo de tomar parte en alguna conversación interesante o de juntarse a otro grupo, pero se retenía al pensar que aquello
podía parecer excesivo por su parte o demasiado familiar, y que con ello rebajaría su dignidad. Y por eso permanecía eternamente solo en la misma actitud silenciosa, emitiendo de cuando en cuando un
sonido monótono, con lo cual llegó a pasar por un hombre de lo más aburrido.
Tal era la «alta personalidad» a quien acudió Akakiy Akakievich, y el momento que eligió para ello no
podía ser más inoportuno para él; sin embargo, resultó muy oportuno para la «alta personalidad». Ésta se hallaba en su gabinete conversando muy alegremente con su antiguo amigo de la infancia, a
quien no veía desde hacía muchos años, cuando le anunciaron que deseaba hablarle un tal Bachmachkin.
-¿Quién es? -preguntó bruscamente.
-Un empleado.
-¡Ah! ¡Que espere! Ahora no tengo tiempo -dijo la alta personalidad. Es preciso decir que la alta
personalidad mentía con descaro; tenía tiempo; los dos amigos ya habían terminado de hablar sobre todos los temas posibles, y la conversación había quedado interrumpida ya más de una vez por largas
pausas, durante las cuales se propinaban cariñosas palmaditas, diciendo:
-Así es, Iván Abramovich.
-En efecto, Esteban Varlamovich.
Sin embargo, cuando recibió el aviso de que tenía visita, mandó que esperase el funcionario, para
demostrar a su amigo, que hacía mucho que estaba retirado y vivía en una casa de campo, cuánto tiempo hacía esperar a los empleados en la antesala. Por fin. después de haber hablado cuanto quisieron
o, mejor dicho, de haber callado lo suficiente, acabaron de fumar sus cigarros cómodamente recostados en unos mullidos butacones, y entonces su excelencia pareció acordarse de repente de que alguien
le esperaba, y dijo al secretario, que se hallaba en pie, junto a la puerta, con unos papeles para su informe:
-Creo que me está esperando un empleado. Dígale que puede pasar.
Al ver el aspecto humilde y el viejo uniforme de Akakiy Akakievich, se volvió hacia él con brusquedad y
le dijo:
-¿Qué desea?
Pero todo esto con voz áspera y dura, que sin duda alguna había ensayado delante del espejo, a solas en
su habitación, una semana antes que le nombraran para el nuevo cargo.
Akakiy Akakievich, que ya de antemano se sentía todo tímido, se azoró por completo. Sin embargo, trató de
explicar como pudo o mejor dicho, con toda la fluidez de que era capaz su lengua, que tenía un capote nuevo y que se lo habían robado de un modo inhumano, añadiendo, claro está, más particularidades
y más palabras innecesarias. Rogaba a su excelencia que intercediera por escrito… o así…. como quisiera…. con el jefe de la Policía u otra persona para que buscasen el capote y se lo restituyesen. Al
general le pareció, sin embargo, que aquel era un procedimiento demasiado familiar, y por eso dijo bruscamente:
-Pero, ¡señor!, ¿no conoce usted el reglamento? ¿Cómo es que se presenta así? ¿Acaso ignora cómo se
procede en estos asuntos? Primero debería usted haber hecho una instancia en la cancillería, que habría sido remitida al jefe del departamento, el cual la transmitiría al secretario y éste me la
hubiera presentado a mí.
-Pero, excelencia… -dijo Akakiy Akakievich recurriendo a la poca serenidad que aún quedaba en él y
sintiendo que sudaba de una manera horrible-. Yo, excelencia, me he atrevido a molestarle con este asunto porque los secretarios…, los secretarios… son gente de poca confianza..
-¡Cómo! ¿Qué? ¿Qué dice usted?.-exclamó la «alta personalidad»-. ¿Cómo se atreve a decir semejante cosa?
¿De dónde ha sacado usted esas ideas? ¡Qué audacia tienen los jóvenes con sus superiores y con las autoridades!
Era evidente que la «alta personalidad» no había reparado en que Akakiy Akakievich había pasado de los
cincuenta años, de suerte que la palabra «joven» sólo podía aplicársele relativamente, es decir, en comparación con un septuagenario.
-¿Sabe usted con quién habla? ¿Se da cuenta de quién tiene delante? ¿Se da usted cuenta, se da usted
cuenta? ¡Le pregunto yo a usted!
Y dio una fuerte patada en el suelo y su voz se tornó tan cortante, que aun otro que no fuera Akakiy
Akakievich se habría asustado también.
Akakiy Akakievich se quedó helado, se tambaleó, un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo, y apenas
si se pudo tener en pie. De no ser porque un guardia acudió a sostenerle, se hubiera desplomado. Le sacaron fuera casi desmayado.
Pero aquella «alta personalidad», satisfecha del efecto que causaron sus palabras, y que habían superado
en mucho sus esperanzas, no cabía en sí de contento, al pensar que una palabra suya causaba tal impresión, que podía hacer perder el sentido a uno. Miró de reojo a su amigo, para ver lo que opinaba
de todo aquello, y pudo comprobar, no sin gran placer, que su amigo se hallaba en una situación indefinible, muy próxima al terror.
Cómo bajó las escaleras Akakiy Akakievich y cómo salió a la calle, esto son cosas que ni él mismo podía
recordar, pues apenas si sentía las manos y los pies. En su vida le habían tratado con tanta grosería, y precisamente un general y además un extraño. Caminaba en medio de la nevasca que bramaba en
las calles, con la boca abierta, haciendo caso omiso de las aceras. El viento, como de costumbre en San Petersburgo, soplaba sobre él de todos los lados, es decir, de los cuatro puntos cardinales y
desde todas las callejuelas. En un instante se resfrío la garganta y contrajo una angina. Llegó a casa sin poder proferir ni una sola palabra: tenía el cuerpo todo hinchado y se metió en la cama.
¡Tal es el efecto que puede producir a veces una reprimenda!
Al día siguiente amaneció con una fiebre muy alta. Gracias a la generosa ayuda del clima petersburgués,
el curso de la enfermedad fue más rápido de lo que hubiera podido esperarse, y cuando llegó el médico y le cogió el pulso, únicamente pudo prescribirle fomentos, sólo con el fin de que el enfermo no
muriera sin el benéfico auxilio de la medicina. Y sin más ni más, le declaró en el acto que le quedaban sólo un día y medio de vida. Luego se volvió hacia la patrona, diciendo:
-Y usted, madrecita, no pierda el tiempo: encargue en seguida un ataúd de madera de pino, pues uno de
roble sería demasiado caro para él.
Ignoramos si Akakiy Akakievich oyó estas palabras pronunciadas acerca de su muerte, y en el caso de que
las oyera, si llegaron a conmoverle profundamente y le hicieron quejarse de su Destino, ya que todo el tiempo permanecía en el delirio de la fiebre.
Visiones extrañas a cuál más curiosas se le aparecían sin cesar. Veía a Petrovich y le encargaba que le
hiciese un capote con alguna trampa para los ladrones, que siempre creía tener debajo de la cama, y a cada instante llamaba a la patrona y le suplicaba que sacara un ladrón que se había escondido
debajo de la manta; luego preguntaba por qué el capote viejo estaba colgado delante de él, cuando tenía uno nuevo. Otras veces creía estar delante del general, escuchando sus insultos y diciendo:
«Perdón, excelencia.» Por último se puso a maldecir y profería palabras tan terribles, que la vieja patrona se persignó, ya que jamás en la vida le había oído decir nada semejante; además, estas
palabras siguieron inmediatamente al título de excelencia. Después sólo murmuraba frases sin sentido, de manera que era imposible comprender nada. Sólo se podía deducir realmente que aquellas
palabras e ideas incoherentes se referían siempre a la misma cosa: el capote. Finalmente, el pobre Akakiy Akakievich exhaló el último suspiro.
Ni la habitación ni sus cosas fueron selladas por la sencilla razón de que no tenía herederos y que sólo
dejaba un pequeño paquete con plumas de ganso, un cuaderno de papel blanco oficial, tres pares de calcetines, dos o tres botones desprendidos de un pantalón y el capote que ya conoce el lector. ¡Dios
sabe para quién quedó todo esto!
Reconozco que el autor de esta narración no se interesó por el particular. Se llevaron a Akakiy
Akakievich y lo enterraron; San Petersburgo se quedó sin él como si jamás hubiera existido.
Así desapareció un ser humano que nunca tuvo quién le amparara, a quien nadie había querido y que jamás
interesó a nadie. Ni siquiera llamó la atención del naturalista, quien no desprecia de poner en el alfiler una mosca común y examinarla en el microscopio. Fue un ser que sufrió con paciencia las
burlas de sus colegas de oficina y que bajó a la tumba sin haber realizado ningún acto extraordinario; sin embargo, divisó, aunque sólo fuera al fin de su vida, el espíritu de la luz en forma de
capote, el cual reanimó por un momento su miserable existencia, y sobre quien cayó la desgracia, como también cae a veces sobre los privilegiados de la tierra…
Pocos días después de su muerte mandaron a un ordenanza de la oficina con orden de que Akakiy Akakievich
se presentase inmediatamente, porque el jefe lo exigía. Pero el ordenanza tuvo que volver sin haber conseguido su propósito y declaró que Akakiy Akakievich ya no podía presentarse. Le
preguntaron:
-¿Y por qué?
-¡Pues, porque no! Ha muerto; hace cuatro días que lo enterraron.
Y de este modo se enteraron en la oficina de la muerte de Akakiy Akakievich. Al día siguiente su sitio se
hallaba ya ocupado por un nuevo empleado. Era mucho más alto y no trazaba las letras tan derechas al copiar los documentos, sino mucho más torcidas y contrahechas. Pero ¿quién iba a imaginarse que
con ello termina la historia de Akakiy Akakievich, ya que estaba destinado a vivir ruidosamente aún muchos días después de muerto como recompensa a su vida que pasó inadvertido? Y, sin embargo, así
sucedió, y nuestro sencillo relato va a tener de repente un final fantástico e inesperado.
En San Petersburgo se esparció el rumor de que en el puente de Kalenik, y a poca distancia de él, se
aparecía de noche un fantasma con figura de empleado que buscaba un capote robado y que con tal pretexto arrancaba a todos los hombres, sin distinción de rango ni profesión, sus capotes, forrados con
pieles de gato, de castor, de zorro, de oso, o simplemente guateados: en una palabra: todas las pieles auténticas o de imitación que el hombre ha inventado para protegerse.
Uno de los empleados del Ministerio vio con sus propios ojos al fantasma y reconoció en él a Akakiy
Akakievich. Se llevó un susto tal, que huyó a todo correr, y por eso no pudo observar bien al espectro. Sólo vio que aquel le amenazaba desde lejos con el dedo. En todas partes había quejas de que
las espaldas y los hombros de los consejeros, y no sólo de consejeros titulares, sino también de los áulicos, quedaban expuestos a fuertes resfriados al ser despojados de sus capotes.
Se comprende que la Policía tomara sus medidas para capturar de la forma que fuese al fantasma, vivo o
muerto, y castigarlo duramente, para escarmiento de otros, y por poco lo logró. Precisamente una noche un guarda en una sección de la calleja Kiriuchkin casi tuvo la suerte de coger al fantasma en el
lugar del hecho, al ir aquél a quitar el capote de paño corriente a un músico retirado que en otros tiempos había tocado la flauta. El guarda, que lo tenía cogido por el cuello, gritó para que
vinieran a ayudarle dos compañeros, y les entregó al detenido, mientras él introducía sólo por un momento la mano en la bota en busca de su tabaquera para reanimar un poco su nariz, que se le había
quedado helada ya seis veces. Pero el rapé debía de ser de tal calidad que ni siquiera un muerto podía aguantarlo. Apenas el guarda hubo aspirado un puñado de tabaco por la fosa nasal izquierda,
tapándose la derecha, cuando el fantasma estornudó con tal violencia, que empezó a salpicar por todos lados. Mientras se frotaba los ojos con los puños, desapareció el difunto sin dejar rastros, de
modo que ellos no supieron si lo habían tenido realmente en sus manos.
Desde entonces los guardas cogieron un miedo tal a los fantasmas, que ni siquiera se atrevían a detener a
una persona viva, y se limitaban solo a gritarle desde lejos: «¡Oye, tú! ¡Vete por tu camino!» El espectro del empleado empezó a esparcirse también más allá del puente de Kalenik, sembrando un miedo
horrible entre la gente tímida.
Pero hemos abandonado por completo a la «alta personalidad», quien, a decir verdad, fue el culpable del
giro fantástico que tomó nuestra historia, por lo demás muy verídica. Pero hagamos justicia a la verdad y confesemos que la «alta personalidad» sintió algo así como lástima, poco después de haber
salido el pobre Akakiy Akakievich completamente deshecho. La compasión no era para él realmente ajena: su corazón era capaz de nobles sentimientos, aunque a menudo su alta posición le impidiera
expresarlos. Apenas marchó de su gabinete el amigo que había venido de fuera, se quedó pensando en el pobre Akakiy Akakievich. Desde entonces se le presentaba todos los días, pálido e incapaz de
resistir la reprimenda de que él le había hecho objeto. El pensar en él le inquietó tanto, que pasada una semana se decidió incluso a enviar un empleado a su casa para preguntar por su salud y
averiguar si se podía hacer algo por él. Al enterarse de que Akakiy Akakievich había muerto de fiebre repentina, se quedó aterrado, escuchó los reproches de su conciencia y todo el día estuvo de mal
humor. Para distraerse un poco y olvidar la impresión desagradable, fue por la noche a casa de un amigo, donde encontró bastante gente y, lo que es mejor, personas de su mismo rango, de modo que en
nada podía sentirse atado. Esto ejerció una influencia admirable en su estado de ánimo. Se tornó vivaz, amable, tomó parte en las conversaciones de un modo agradable; en un palabra: pasó muy bien la
velada. Durante la cena tomó unas dos copas de champaña, que, como se sabe, es un medio excelente para comunicar alegría. El champaña despertó en él deseos de hacer algo fuera de lo corriente, así es
que resolvió no volver directamente a casa, sino ir a ver a Carolina Ivanovna, dama de origen alemán al parecer, con quien mantenía relaciones de íntima amistad. Es preciso que digamos que la «alta
personalidad» ya no era un hombre joven. Era marido sin tacha y buen padre de familia, y sus dos hijos, uno de los cuales trabajaba ya en una cancillería, y una linda hija de dieciséis años, con la
nariz un poco encorvada sin dejar de ser bonita, venían todas las mañanas a besarle la mano, diciendo: «Bonjour, papa.» Su esposa, que era joven aún y no sin encantos, le alargaba la mano para que él
se la besara, y luego, volviéndola hacia fuera tomaba la de él y se la besaba a su vez. Pero la «alta personalidad», aunque estaba plenamente satisfecho con las ternuras y el cariño de su familia,
juzgaba conveniente tener una amiga en otra parte de la ciudad y mantener relaciones amistosas con ella. Esta amiga no era más joven ni más hermosa que su esposa; pero tales problemas existen en el
mundo y no es asunto nuestro juzgarlos.
Así, pues, la «alta personalidad» bajó las escaleras, subió al trineo y ordenó al cochero:
-¡A casa de Carolina Ivanovna!
Envolviéndose en su magnífico capote permaneció en este estado, el más agradable para un ruso, en que no
se piensa en nada y entre tanto se agitan por sí solas las ideas en la cabeza, a cual más gratas, sin molestarse en perseguirlas ni en buscarlas. Lleno de contento, rememoró los momentos felices de
aquella velada y todas sus palabras que habían hecho reír a carcajadas a aquel grupo, alguna de las cuales repitió a media voz. Le parecieron tan chistosas como antes, y por eso no es de extrañar que
se riera con todas sus ganas.
De cuando en cuando le molestaba en sus pensamientos un viento fortísimo que se levantó de pronto Dios
sabe dónde, y le daba en pleno rostro, arrojándole además montones de nieve. Y como si ello fuera poco, desplegaba el cuello del capote como una vela, o de repente se lo lanzaba con fuerza
sobrehumana en la cabeza, ocasionándole toda clase de molestias, lo que le obligaba a realizar continuos esfuerzos para librarse de él.
De repente sintió como si alguien le agarrara fuertemente por el cuello; volvió la cabeza y vio a un
hombre de pequeña estatura, con un uniforme viejo muy gastado, y no sin espanto reconoció en él a Akakiy Akakievich. E1 rostro del funcionario estaba pálido como la nieve, y su mirada era totalmente
la de un difunto. Pero el terror de la «alta personalidad» llegó a su paroxismo cuando vio que la boca del muerto se contraía convulsivamente exhalando un olor de tumba y le dirigía las siguientes
palabras:
-¡Ah! ¡Por fin te tengo!… ¡Por fin te he cogido por el cuello! ¡Quiero tu capote! No quisiste preocuparte
por el mío y hasta me insultaste. ¡Pues bien: dame ahora el tuyo!
La pobre «alta personalidad» por poco se muere. Aunque era firme de carácter en la cancillería y en
general para con los subalternos, y a pesar de que al ver su aspecto viril y su gallarda figura, no se podía por menos de exclamar: «¡Vaya un carácter!», nuestro hombre, lo mismo que mucha gente de
figura gigantesca, se asustó tanto, que no sin razón temió que le diese un ataque. Él mismo se quitó rápidamente el capote y gritó al cochero, con una voz que parecía la de un extraño:
-¡A casa, a toda prisa!
El cochero, al oír esta voz que se dirigía a él generalmente en momentos decisivos, y que solía ser
acompañado de algo más efectivo, encogió la cabeza entre los hombros para mayor seguridad, agitó el látigo y lanzó los caballos a toda velocidad. A los seis minutos escasos la «alta personalidad» ya
estaba delante del portal de su casa.
Pálido, asustado y sin capote había vuelto a su casa, en vez de haber ido a la de Carolina Ivanovna. A
duras penas consiguió llegar hasta su habitación y pasó una noche tan intranquila, que a la mañana siguiente, a la hora del té, le dijo su hija:
-¡Qué pálido estás, papá!
Pero papá guardaba silencio y a nadie dijo una palabra de lo que le había sucedido, ni en dónde había
estado, ni adónde se había dirigido en coche. Sin embargo, este episodio le impresionó fuertemente, y ya rara vez decía a los subalternos: «¿Se da usted cuenta de quién tiene delante?» Y si así
sucedía, nunca era sin haber oído antes de lo que se trataba. Pero lo más curioso es que a partir de aquel día ya no se apareció el fantasma del difunto empleado. Por lo visto, el capote del general
le había venido justo a la medida. De todas formas, no se oyó hablar más de capotes arrancados de los hombros de los transeúntes.
Sin embargo, hubo unas personas exaltadas e inquietas que no quisieron tranquilizarse y contaban que el
espectro del difunto empleado seguía apareciéndose en los barrios apartados de la ciudad. Y, en efecto, un guardia del barrio de Kolomna vio con sus propios ojos asomarse el fantasma por detrás de su
casa. Pero como era algo débil desde su nacimiento -en cierta ocasión un cerdo ordinario, ya completamente desarrollado, que se había escapado de una casa particular, le derribó, provocando así las
risas de los cocheros que le rodeaban y a quienes pidió después, como compensación por la burla de que fue objeto, unos centavos para tabaco-, como decimos, pues, era muy débil y no se atrevió a
detenerlo. Se contentó con seguirlo en la oscuridad hasta que aquel volvió de repente la cabeza y le preguntó:
-¿Qué deseas? -y le enseñó un puño de esos que no se dan entre las personas vivas.
-Nada -replicó el guardia, y no tardó en dar media vuelta.
El fantasma era, no obstante, mucho más alto y tenía bigotes inmensos. A grandes pasos se dirigió al
puente Obuko, desapareciendo en las tinieblas de la noche.