Respiraron todos. Aún tenían hambre y pidieron de cenar. Tardarían
media hora en poder sentarse a la mesa, y mientras las criadas hacían los preparativos, los viajeros curioseaban las habitaciones que les destinaban. Abrían sus puertas a un largo pasillo, al extremo
del cual una mampara de cristales raspados lucía un expresivo número.
Iban a sentarse a la mesa cuando se presentó el posadero. Era un
antiguo chalán asmático y obeso que padecía constantes ahogos, con resoplidos, ronqueras y estertores. De su padre había heredado el nombre de Follenvie.
Al entrar hizo esta pregunta:
- ¿La señorita Isabel Rousset?
Bola de Sebo, sobresaltándose, dijo:
- ¿Qué ocurre?
- Señorita, el oficial prusiano quiere hablar con usted ahora
mismo.
- ¿Para qué?
- Lo ignoro, pero quiere hablarle.
- Es posible. Yo, en cambio, no quiero hablar con
él.
Hubo un momento de preocupación; todos pretendían adivinar el motivo
de aquella orden. El conde se acercó a la moza:
- Señorita, es necesario reprimir ciertos ímpetus. Una intemperancia
por parte de usted podría originar trastornos graves. No se debe nunca resistir a quien puede aplastarnos. La entrevista no revestirá importancia y, sin duda, tiene por objeto aclarar algún error
deslizado en el documento.
Los demás se adhirieron a una opinión tan razonable; instaron,
suplicaron, sermonearon y, al fin, la convencieron, porque todos temían las complicaciones que pudieran sobrevenir. La moza dijo:
- Lo hago solamente por complacerlos a ustedes.
La condesa le estrechó la mano al decir:
- Agradecemos el sacrificio.
Bola de Sebo salió, y aguardaron a servir la comida para cuando
volviera.
Todos hubieran preferido ser los llamados, temerosos de que la moza
irascible cometiera una indiscreción y cada cual preparaba en su magín varias insulseces para el caso de comparecer.
Pero a los cinco minutos la moza reapareció, encendida, exasperada,
balbuciendo:
- ¡Miserable! ¡Ah, miserable!
Todos quisieron averiguar lo sucedido; pero ella no respondió a las
preguntas y se limitaba a repetir:
- Es un asunto mío, sólo mío, y a nadie le importa.
Como la moza se negó rotundamente a dar explicaciones, reinó el
silencio en torno de la sopera humeante. Cenaron bien y alegremente, a pesar de los malos augurios. Como era muy aceptable la sidra, el matrimonio Loiseau y las monjas la tomaron, para economizar.
Los otros pidieron vino, excepto Cornudet, que pidió cerveza. Tenía una manera especial de descorchar la botella, de hacer espuma, de contemplarla, inclinando el vaso, y de alzarlo para observar a
trasluz su transparencia. Cuando bebía sus barbazas -de color de su brebaje predilecto- estremecíanse de placer; guiñaba los ojos para no perder su vaso de vista y sorbía con tanta solemnidad como si
aquélla fuese la única misión de su vida. Se diría que parangonaba en su espíritu, hermanándolas, confundiéndolas en una, sus dos grandes pasiones: la cerveza y la Revolución, y seguramente no le
fuera posible paladear aquélla sin pensar en ésta.
El posadero y su mujer comían al otro extremo de la mesa. El señor
Follenvie, resoplando como una locomotora desportillada, tenía demasiado estertor para poder hablar mientras comía, pero ella no callaba ni su solo instante. Refería todas sus impresiones desde que
vio a los prusianos por vez primera, lo que hacían, lo que decían los invasores, maldiciéndolos y odiándolos porque le costaba dinero mantenerlos, y también porque tenía un hijo soldado. Se dirigía
siempre a la condesa, orgullosa de que la oyese una dama de tanto fuste.
Luego bajaba la voz para comunicar apreciaciones comprometidas; y su
marido, interrumpiéndola de cuando en cuando, aconsejaba:
- Más prudente fuera que callases.
Pero ella, sin hacer caso, proseguía:
- Sí, señora; esos hombres no hacen más que atracarse de cerdo y
papas, de papas y de cerdo. Y no crea usted que son pulcros. ¡Oh, nada pulcros! Todo lo ensucian, y donde les apura… lo sueltan, con perdón sea dicho. Hacen el ejercicio durante horas todos los días,
y anda por arriba y anda por abajo, y vuelve a la derecha y vuelve a la izquierda. ¡Si labrasen los campos o trabajasen en las carreteras de su país! Pero no, señora; esos militares no sirven para
nada. El pobre tiene que alimentarlos mientras aprenden a destruir. Yo soy una vieja sin estudios; a mí no me han educado, es cierto; pero al ver que se fatigan y se revientan en ese ir y venir
mañana y tarde, me digo: habiendo tantas gentes que trabajaban para ser útiles a los demás, ¿por qué otros procuran, a fuerza de tanto sacrificio, ser perjudiciales? ¿No es una compasión que se mate
a los hombres, ya sean prusianos o ingleses, o poloneses o franceses? Vengarse de uno que nos hizo daño es punible, y el juez lo condena; pero si degüellan a nuestros hijos, como reses llevadas al
matadero, no es punible, no se castiga; se dan condecoraciones al que destruye más. ¿No es cierto? Nada sé, nada me han enseñado; tal vez por mi falta de instrucción ignoro ciertas cosas, y me
parecen injusticias.
Cornudet dijo campanudamente:
- La guerra es una salvajada cuando se hace contra un pueblo
tranquilo; es una obligación cuando sirve para defender la patria.
La vieja murmuró:
- Sí, defenderse ya es otra cosa. Pero ¿no deberíamos antes ahorcar a
todos los reyes que tienen la culpa?
Los ojos de Cornudet se abrillantaron:
- ¡Magnífico, ciudadana!
El señor Carré-Lamadon reflexionaba. Sí, era fanático por la gloria y
el heroísmo de los famosos capitanes; pero el sentido práctico de aquella vieja le hacía calcular el provecho que reportarían al mundo todos los brazos que se adiestran en el manejo de las armas,
todas las energías infecundas, consagradas a preparar y sostener las guerras, cuando se aplicasen a industrias que necesitan siglos de actividad.
Levantose Loiseau y, acercándose al fondista, le habló en voz baja.
Oyéndolo, Follenvie reía, tosía, escupía; su enorme vientre rebotaba gozoso con las guasas del forastero; y le compró seis barriles de burdeos para la primavera, cuando se hubiesen retirado los
invasores.
Acabada la cena, como era mucho el cansancio que sentían, se fueron
todos a sus habitaciones.
Pero Loiseau, observador minucioso y sagaz, cuando su mujer se hubo
acostado, aplicó los ojos y oído alternativamente al agujero de la cerradura para descubrir lo que llamaba “misterios de pasillo”.
Al cabo de una hora, aproximadamente, vio pasar a Bola de Sebo, más
apetitosa que nunca, rebozando en su peinador de casimir con blondas blancas. Alumbrábase con una palmatoria y se dirigía a la mampara de cristales raspados, en donde lucía un expresivo número. Y
cuando la moza se retiraba, minutos después, Cornudet abría su puerta y la seguía en calzoncillos.
Hablaron y después Bola de Sebo defendía enérgicamente la entrada de
su alcoba. Loiseau, a pesar de sus esfuerzos, no pudo comprender lo que decían; pero, al fin, como levantaron la voz, cogió al vuelo algunas palabras. Cornudet, obstinado, resuelto,
decía:
- ¿Por qué no quieres? ¿Qué te importa?
Ella, con indignada y arrogante apostura, le
respondió:
- Amigo mío, hay circunstancias que obligan mucho; no siempre se
puede hacer todo, y además, aquí sería una vergüenza.
Sin duda, Cornudet no comprendió, y como se obstinase, insistiendo en
sus pretensiones, la moza, más arrogante aun y en voz más recia, le dijo:
- ¿No lo comprende?… ¿Cuando hay prusianos en la casa, tal vez pared
por medio?
Y calló. Ese pudor patriótico de cantinera que no permite libertades
frente al enemigo, debió de reanimar la desfallecida fortaleza del revolucionario, quien después de besarla para despedirse afectuosamente, se retiró a paso de lobo hasta su alcoba.
Loiseau, bastante alterado, abandonó su observatorio, hizo unas
cabriolas y, al meterse de nuevo en la cama, despertó a su amiga y correosa compañera, la besó y le dijo al oído:
- ¿Me quieres mucho, vida mía?
Reinó el silencio en toda la casa. Y al poco rato se alzó resonando
en todas partes, un ronquido, que bien pudiera salir de la cueva o del desván; un ronquido alarmante, monstruoso, acompasado, interminable, con estremecimientos de caldera en ebullición. El señor
Follenvie dormía.
Como habían convenido en proseguir el viaje a las ocho de la mañana,
todos bajaron temprano a la cocina; pero la diligencia, enfundada por la nieve, permanecía en el patio, solitaria, sin caballos y sin mayoral. En vano buscaban a éste por los desvanes y las cuadras.
No encontrándolo dentro de la posada, salieron a buscarlo y se hallaron de pronto en la plaza, frente a la Iglesia, entre casuchas de un solo piso, donde se veían soldados alemanes. Uno pelaba papas;
otro, muy barbudo y grandote, acariciaba a una criaturita de pecho que lloraba, y la mecía sobre sus rodillas para que se calmase o se durmiese, y las campesinas, cuyos maridos y cuyos hijos estaban
“en las tropas de la guerra”, indicaban por signos a los vencedores, obedientes, los trabajos que debían hacer: cortar leña, encender lumbre, moler café. Uno lavaba la ropa de su patrona, pobre vieja
impedida.
El conde, sorprendido, interrogó al sacristán, que salía del
presbiterio. El acartonado murciélago le respondió:
- ¡Ah! Esos no son dañinos; creo que no son prusianos: vienen de más
lejos, ignoro de qué país; y todos han dejado en su pueblo un hogar, una mujer, unos hijos; la guerra no los divierte. Juraría que también sus familias lloran mucho, que también se perdieron sus
cosechas por la falta de brazos; que allí como aquí, amenaza una espantosa miseria a los vencedores como a los vencidos. Después de todo, en este pueblo no podemos quejarnos, porque no maltratan a
nadie y nos ayudan trabajando como si estuvieran en su casa. Ya ve usted, caballero: entre los pobres hay siempre caridad…Son los ricos los que hacen las guerras crueles.
Cornudet, indignado por la recíproca y cordial condescendencia
establecida entre vencedores y vencidos, volvió a la posada, porque prefería encerrarse aislado en su habitación a ver tales oprobios. Loiseau tuvo, como siempre, una frase oportuna y graciosa;
“Repueblan”; y el señor Carré-Lamadon pronunció una solemne frase “Restituyen”.
Pero no encontraban al mayoral. Después de muchas indagaciones, lo
descubrieron sentado tranquilamente, con el ordenanza del oficial prusiano, en una taberna.
El conde lo interrogó:
- ¿No le habían mandado enganchar a las ocho?
- Sí; pero después me dieron otra orden.
- ¿Cuál?
- No enganchar.
- ¿Quién?
- El comandante prusiano.
- ¿Por qué motivo?
- Lo ignoro. Pregúnteselo. Yo no soy curioso. Me prohíben enganchar y
no engancho. Ni más ni menos.
- Pero ¿le ha dado esa orden el mismo comandante?
- No; el posadero, en su nombre.
- ¿Cuándo?
- Anoche, al retirarme.
Los tres caballeros volvieron a la posada bastante
intranquilos.
Preguntaron por Follenvie, y la criada les dijo que no se levantaba
el señor hasta muy tarde, porque apenas lo dejaba dormir el asma; tenía terminantemente prohibido que lo llamasen antes de las diez, como no fuera en caso de incendio.
Quisieron ver al oficial, pero tampoco era posible, aun cuando se
hospedaba en la casa, porque únicamente Follenvie podía tratar con él de sus asuntos civiles.
Mientras los maridos aguardaban en la cocina, las mujeres volvieron a
sus habitaciones para ocuparse de las minucias de su tocado.
Cornudet se instaló bajo la saliente campana del hogar, donde ardía
un buen leño; mandó que le acercaran un veladorcito de hierro y que le sirvieran un jarro de cerveza; sacó la pipa, que gozaba entre los demócratas casi tanta consideración como el personaje que
chupaba en ella -una pipa que parecía servir a la patria tanto como Cornudent-, y se puso a fumar entre sorbo y sorbo, chupada tras chupada.
Era una hermosa pipa de espuma, primorosamente trabajada, tan negra
como los dientes que la oprimían pero brillante, perfumada, con una curvatura favorable a la mano, de una forma tan discreta, que parecía una facción más de su dueño.
Y Cornudet, inmóvil, tan pronto fijaba los ojos en las llamas del
hogar como en la espuma del jarro; después de cada sorbo acariciaba satisfecho con su mano flaca su cabellera sucia, cruzando vellones de humo blanco en las marañas de sus bigotes
macilentos.
Loiseau, con el pretexto de salir a estirar las piernas, recorrió el
pueblo para negociar sus vinos en todos los comercios. El conde y el industrial discurrían acerca de cuestiones políticas y profetizaban el provenir de Francia. Según el uno, todo lo remediaría el
advenimiento de los Orleáns; el otro solamente confiaba en un redentor ignorado, un héroe que apareciera cuando todo agonizase; un Duguesclin, una Juana de Arco y ¿por qué no un invencible Napoleón
I? ¡Ah! ¡Si el príncipe imperial no fuese demasiado joven! Oyéndolos, Cornudet sonreía como quien ya conoce los misterios del futuro; y su pipa embalsamaba el ambiente.
A las 10 bajó Follenvie. Le hicieron varias preguntas apremiantes,
pero él sólo pudo contestar:
- El comandante me dijo: “Señor Follenvie, no permita usted que
mañana enganche la diligencia. Esos viajeros no saldrán de aquí hasta que yo lo disponga”.
Entonces resolvieron avistarse con el oficial prusiano. El conde le
hizo pasar una tarjeta, en la cual escribió Carré-Lamdon su nombre y sus títulos.
El prusiano les hizo decir que los recibiría cuando hubiera
almorzado. Faltaba una hora.
Ellos y ellas comieron, a pesar de su inquietud. Bola de Sebo estaba
febril y extraordinariamente desconcertada.
Acababan de tomar el café cuando les avisó el
ordenanza.
Loiseau se agregó a la comisión; intentaron arrastrara Cornudet, pero
éste dijo que no entraba en sus cálculos pactar con los enemigos. Y volvió a instalarse cerca del fuego, ante otro jarro de cerveza.
Los tres caballeros entraron en la mejor habitación de la casa, donde
los recibió el oficial, tendido en un sillón, con los pies encima de la chimenea, fumando en una larga pipa de loza y envuelto en una espléndida bata, recogida tal vez en la residencia campestre de
algún ricacho de gustos chocarreros. No se levantó, ni saludó, ni los miró siquiera. ¡Magnífico ejemplar de la soberbia desfachatez acostumbrada entre los militares victoriosos!
Luego dijo:
- ¿Qué desean ustedes?
El conde tomó la palabra:
-Deseamos proseguir nuestro viaje, caballero.
-No.
-Sería usted lo bastante bondadoso para comunicarnos la causa de tan
imprevista detención?
- Mi voluntad.
- Me atrevo a recordarle, respetuosamente, que traemos un
salvoconducto, firmado por el general en jefe, que nos permite llegar a Dieppe. Y supongo que nada justifica tales rigores.
- Nada más que mi voluntad. Pueden ustedes
retirarse.
Hicieron una reverencia y se retiraron.
La tarde fue desastrosa: no sabían cómo explicar el capricho del
prusiano y les preocupaban las ocurrencias más inverosímiles. Todos en la cocina se torturaban imaginando cuál pudiera ser el motivo de su detención. ¿Los conservarían como rehenes? ¿Por qué? ¿Los
llevarían prisioneros? ¿Pedirían por su libertad un rescate de importancia? El pánico los enloqueció. Los más ricos se amilanaban con ese pensamiento: se creían ya obligados, para salvar la vida en
aquel trance, a derramar tesoros entre las manos de un militar insolente. Se derretían la sesera inventando embustes verosímiles, fingimientos engañosos que salvaran su dinero del peligro en que lo
veían, haciéndolos aparecer como infelices arruinados. Loiseau, disimuladamente, guardó en el bolsillo la pesada cadena de oro de su reloj. Al oscurecer aumentaron sus aprensiones. Encendieron el
quinqué, y, como aún faltaban dos horas para la comida, resolvieron jugar a la treinta y una. Cornudet, hasta el propio Cornudet, apagó su pipa y, cortésmente, se acercó a la mesa.
El conde cogió los naipes, Bola de Sebo hizo treinta y una. El
interés del juego ahuyentaba los temores.
Cornudet pudo advertir que la señora y el señor Loiseau, de común
acuerdo, hacían trampas.
Cuando iban a servir la comida, Follenvie apareció y
dijo:
- El oficial prusiano pregunta si la señora Isabel Rousset se ha
decidido ya.
Bola de Sebo, en pie, al principio descolorida, luego arrebatada,
sintió un impulso de cólera tan grande, que de pronto no le fue posible hablar. Después dijo:
- Contéstele a ese canalla, sucio y repugnante, que nunca me decidiré
a eso. ¡Nunca, nunca, nunca!
El posadero se retiró. Todos rodearon a Bola de Sebo, solicitada,
interrogada por todos para revelar el misterio de aquel recado. Negose al principio, hasta que reventó exasperada:
- ¿Qué quiere?… ¿Qué quiere?… ¿Qué quiere?… ¡Nada! ¡Estar
conmigo!
La indignación instantánea no tuvo límites. Se alzó un clamoreo de
protesta contra semejante iniquidad. Cornudet rompió un vaso, al dejarlo, violentamente, sobre la mesa. Se emocionaban todos, como si a todos alcanzara el sacrificio exigido a la moza. El conde
manifestó que los invasores inspiraban más repugnancia que terror, portándose como los antiguos bárbaros. Las mujeres prodigaban a Bola de Sebo una piedad noble y cariñosa.
Cuando le efervescencia hubo pasado, comieron. Se habló poco
Meditaban.
Se retiraron pronto las señoras, y los caballeros organizaron una
partida de ecarté, invitando a Follenvie con el propósito de sondearle con habilidad en averiguación de los recursos más convenientes para vencer la obstinada insistencia del prusiano. Pero Follenvie
sólo pensaba en sus cartas, ajeno a cuanto le decían y sin contestar a las preguntas, limitándose a repetir:
- Al juego, al juego, señores.
Fijaba tan profundamente su atención en los naipes, que hasta se
olvidaba de escupir y respiraba con estertor angustioso. Producían sus pulmones todos los registros del asma, desde los más graves y profundos a los chillidos roncos y destemplados que lanzan los
polluelos cuando aprenden a cacarear.
No quiso retirarse cuando su mujer, muerta de sueño, bajó en su
busca, y la vieja se volvió sola porque tenía por costumbre levantarse con el sol, mientras su marido, de natural trasnochador, estaba siempre dispuesto a no acostarse hasta el
alba.
Cuando se convencieron de que no eran posible arrancarle ni media
palabra, lo dejaron para irse cada cual a su alcoba.
Tampoco fueron perezosos para levantarse al otro día, con la
esperanza que les hizo concebir su deseo cada vez mayor de continuar libremente su viaje. Pero los caballos descansaban en los pesebres; el mayoral no comparecía. Entretuviéronse dando paseos en
torno de la diligencia.
Desayunaron silenciosos, indiferentes ante Bola de Sebo. Las
reflexiones de la noche habían modificado sus juicios; odiaban a la moza por no haberse decidido a buscar en secreto al prusiano, preparando un alegre despertar, una sorpresa muy agradable a sus
compañeros. ¿Había nada más justo? ¿Quién lo hubiera sabido? Pudo salvarlas apariencias, dando a entender al oficial prusiano que cedía para no perjudicar a tan ilustres personajes. ¿Qué importancia
pudo tener su complacencia, para una moza como Bola de Sebo?
Reflexionaban así todos, pero ninguno declaraba su
opinión.
Al mediodía, para distraerse del aburrimiento, propuso el conde que
diesen un paseo por las afueras. Se abrigaron bien y salieron; sólo Cornudet prefirió quedarse junto a la lumbre, y las dos monjas pasaban las horas en la iglesia o en casa del
párroco.
El frío, cada vez más intenso, les pellizcaba las orejas y las
narices; los pies les dolían al andar; cada paso era un martirio. Y al descubrir la campiña les pareció tan horrorosamente lúgubre su extensa blancura, que todos a la vez retrocedieron con el corazón
oprimido y el alma helada.
Las cuatro señoras iban y las seguían a corta distancia los tres
caballeros.
Loiseau, muy seguro de que los otros pensaban como él, preguntó si
aquella mala pécora no daba señales de acceder, para evitarles que se prolongara indefinidamente su detención. El conde, siempre cortés, dijo que no podía exigírsele a una mujer sacrificio tan
humillante cuando ella no se lanzaba por impulso propio.
El señor Carré-Lamdon hizo notar que, si los franceses, como estaba
proyectado, tomaran de nuevo la ofensiva por Dieppe, la batalla probablemente se desarrollaría en Totes. Puso a los otros dos en cuidado semejante ocurrencia.
- ¿Y si huyéramos a pie? -dijo Loiseau.
- ¿Cómo es posible, pisando nieve y con las señoras? - exclamó el
conde-. Además, nos perseguirían y luego nos juzgarían como prisioneros de guerra.
- Es cierto, no hay escape.
Y callaron.
Las señoras hablaban de vestidos; pero por su ligera conversación
flotaba una inquietud que les hacía opinar de opuesto modo.
Cuando apenas lo recordaban, apareció el oficial prusiano en el
extremo de la calle. Sobre la nieve que cerraba el horizonte perfilaba su talle oprimido y separaba las rodillas al andar, con ese movimiento propio de los militares que procuran salvar del barro las
botas primorosamente charoladas.
Inclinose al pasar junto a las damas y miró despreciativo a los
caballeros, los cuales tuvieron suficiente coraje para no descubrirse, aun cuando Loiseau echase mano al sombrero.
La moza se ruborizó hasta las orejas y las tres señoras casadas
padecieron la humillación de que las viera el prusiano enl a calle con la mujer a la cual trataba él tan groseramente.
Y hablaron de su empaque, de su rostro. La señora Carré-Lamdon, que
por haber sido amiga de muchos oficiales podía opinar con fundamento, juzgó al prusiano aceptable, y hasta se dolió de que no fuera francés, muy segura de que seduciría con el uniforme de húsar a
muchas mujeres.
Ya en casa, no se habló más del asunto. Se intercambiaron algunas
actitudes con motivos insignificantes. La cena, silenciosa, terminó pronto, y cada uno fue a su alcoba con ánimo de buscar en el sueño un recurso contra el hastío.
Bajaron por la mañana con los rostros fatigados; se mostraron
irascibles; y las damas apenas dirigieron la palabra a Bola de Sebo.
La campana de la iglesia tocó a gloria. La muchacha recordó al pronto
su casi olvidada maternidad (pues tenía una criatura encasa de unos labradores de Yvetot). El anunciado bautizo la enterneció y quiso asistir a la ceremonia.
Ya libres de su presencia, y reunidos los demás, se agruparon,
comprendiendo que tenían algo que decirse, algo que acordar. Se le ocurrió a Loiseau proponer al comandante que se quedara con la moza y dejase a los otros proseguir tranquilamente su
viaje.
Follenvie fue con la embajada y volvió al punto, porque, sin oírle
siquiera, el oficial repitió que ninguno se iría mientras él no quedara complacido.
Entonces, el carácter populachero de la señora Loiseau la hizo
estallar:
- No podemos envejecer aquí. ¿No es el oficio de la moza complacer a
todos los hombres? ¿Cómo se permite rechazara uno? ¡Si la conoceremos! En Rúan lo arrebaña todo; hasta los cocheros tienen que ver con ella. Sí, señora; el cochero de la Prefectura. Lo sé de buena
tinta; como que toman vino de casa. Y hoy que podría sacarnos de un apuro sin la menor violencia, ¡hoy hace dengues, la muy zorra! En mi opinión, ese prusiano es un hombre muy correcto. Ha vivido sin
trato de mujeres muchos días; hubiera preferido, seguramente, a cualquiera de nosotras; pero se contenta, para no abusar de nadie, con la que pertenece a todo el mundo. Respeta el matrimonio y la
virtud ¡cuando es el amo, el señor! Le bastaría decir: “Ésta quiero” y obligar a viva fuerza, entre soldados, a la elegida.
Estremeciéronse las damas. Los ojos de la señora Carré-Lamadon
brillaron; sus mejillas palidecieron, como si ya se viese violada por el prusiano.
Los hombres discutían aparte y llegaron a un
acuerdo.
Al principio, Loiseau, furibundo, quería entregar a la miserable
atada de pies y manos. Pero el conde, fruto de tres abuelos diplomáticos, prefería tratar el asunto hábilmente, y propuso:
- Tratemos de convencerla.
Se unieron a las damas. La discusión se generalizó. Todos opinaban en
voz baja, con mesura. Principalmente las señoras proponían el asunto con rebuscamiento de frases ocultas y rodeos encantadores, para no proferir palabras vulgares.
Alguien que de pronto las hubiera oído, sin duda no sospechara el
argumento de la conversación; de tal modo se cubrían con flores las torpezas audaces. Pero como el baño de pudor que defiende a las damas distinguidas en sociedad es muy tenue, aquella brutal
aventura las divertía, sintiéndose a gusto, en su elemento, interviniendo en un lance de amor, con la sensualidad propia de un cocinero goloso que prepara una cena exquisita sin poder probarla
siquiera.
Se alegraron, porque la historia les hacía mucha gracia. El condese
permitió alusiones bastantes atrevidas -pero decorosamente apuntadas-que hicieron sonreír. Loiseau estuvo menos correcto, y sus audacias no lastimaron los oídos pulcros de sus oyentes. La idea,
expresada brutalmente por su mujer, persistía en los razonamientos de todos: “¿No es el oficio de la moza complacer a los hombres? ¿Cómo se permite rechazar a uno?” La delicada señora Carré-Lamadon
imaginaba tal vez que, puesta en tan duro trance, rechazaría menos al prusiano que a otro cualquiera.
Prepararon el bloqueo, lo que tenía que decir cada uno y las
maniobras correspondientes; quedó en regla el plan de ataque, los amaños y astucias que deberían abrir al enemigo la ciudadela viviente.
Cornudet no entraba en la discusión, completamente ajeno al
asunto.
Estaban todos tan preocupados, que no sintieron llegar a Bola de
Sebo; pero el conde, advertido al punto, hizo una señal que los demás comprendieron.
Callaron, y la sorpresa prolongó aquel silencio, no permitiéndoles de
pronto hablar. La condesa, más versada en disimulos y tretas de salón, dirigió a la moza esta pregunta:
- ¿Estuvo muy bien el bautizo?
Bola de Sebo, emocionada, les dio cuenta de todo, y acabó con esta
frase:
- Algunas veces consuela mucho rezar.
Hasta la hora del almuerzo se limitaron a mostrarse amables con ella,
para inspirarle confianza y docilidad a sus consejos.
Ya en la mesa, emprendieron la conquista. Primero, una conversación
superficial acerca del sacrificio. Se citaron ejemplos: Judit y Holofernes; y, sin venir al caso, Lucrecia y Sextus. Cleopatra, esclavizando con los placeres de su lecho a todos los generales
enemigos. Y apareció una historia fantaseada por aquellos millonarios ignorantes, conforme a la cual iban a Capua las matronas romanas para adormecer entre sus brazos amorosos al fiero Aníbal, a sus
lugartenientes y a sus falanges de mercenarios. Citaron a todas las mujeres que han detenido a los conquistadores ofreciendo sus encantos para dominarlos con un arma poderosa e irresistible; que
vencieron con sus caricias heroicas a monstruos repulsivos y odiados; que sacrificaron su castidad a la venganza o a la sublime abnegación.
Discretamente, fue mencionada la inglesa linajuda que se mandó
inocular una horrible y contagiosa podredumbre para transmitírsela con fingido amor a Bonaparte, quien se libró milagrosamente gracias a una flojera repentina en la cita fatal.
Y todo se decía con delicadeza y moderación, ofreciéndose de cuando
en cuando el entusiástico elogio que provocase la curiosidad heroica.
De todos aquellos rasgos ejemplares pudiera deducirse que la misión
de la mujer en la tierra se reducía solamente a sacrificar su cuerpo, abandonándolo de continuo entre la soldadesca lujuriosa.
Las dos monjitas no atendieron, y es posible que ni se dieran cuenta
de lo que decían los otros, ensimismadas en más íntimas reflexiones.
Bola de Sebo no despegaba los labios. Dejáronla reflexionar toda la
tarde.
Cuando iban a sentarse a la mesa para comer apareció Follenvie para
repetir la frase de la víspera.
Bola de Sebo respondió ásperamente.
- Nunca me decidiré a eso. ¡Nunca, nunca!
Durante la comida, los aliados tuvieron poca suerte. Loiseau dijo
tres impertinencias. Se devanaban los sesos para descubrir nuevas heroicidades-y sin que saltase al paso ninguna-, cuando la condesa, tal vez sin premeditarlo, sintiendo una irresistible comezón de
rendir a la Iglesia un homenaje, se dirigió a una de las monjas -la más respetable por su edad- y le rogó que refiriese algunos actos heroicos de la historia de los santos que habían cometido excesos
criminales para humanos ojos y apetecidos por la Divina Piedad, que los juzgaba conforme a la intención, sabedora de que se ofrecían a la gloria de Dios o a la salud y provecho del prójimo. Era un
argumento contundente. La condesa lo comprendió, y fuese por una tácita condescendencia natural en todos los que visten hábitos religiosos, o sencillamente por una casualidad afortunada, lo cierto es
que la monja contribuyó al triunfo de los aliados con un formidable refuerzo. La habían juzgado tímida, y se mostró arrogante, violenta, elocuente. No tropezaba en incertidumbres causísticas, era su
doctrina como una barra de acero; su fe no vacilaba jamás, y no enturbiaba su conciencia ningún escrúpulo. Le parecía sencillo el sacrificio de Abrahán; también ella hubiese matado a su padre y a su
madre por obedecer un mandato divino; y, en su concepto, nada podía desagradar al Señor cuando las intenciones eran laudables. Aprovechando la condesa tan favorable argumentación de su improvisada
cómplice, la condujo a parafrasear un edificante axioma, “el fin justifica los medios”, con esta pregunta:
- ¿Supone usted, hermana, que Dios acepta cualquier camino y perdona
siempre, cuando la intención es honrada?
- ¿Quién lo duda, señora? Un acto punible puede, con frecuencia, ser
meritorio por la intención que lo inspire.
Y continuaron así discurriendo acerca de las decisiones recónditas
que atribuían a Dios, porque lo suponían interesado en sucesos que, a la verdad, no deben importarle mucho.
La conversación, así encarrilada por la condesa, tomó un giro hábil y
discreto. Cada frase de la monja contribuía poderosamente a vencer la resistencia de la cortesana. Luego, apartándose del asunto ya de sobra repetido, la monja hizo mención de varias fundaciones de
su Orden; habló de la superiora, de sí misma, de la hermana San Sulpicio, su acompañante. Iban llamadas a El Havre para asistir a cientos de soldados con viruela. Detalló las miserias de tan cruel
enfermedad, lamentándose de que, mientras inútilmente las retenía el capricho de un oficial prusiano, algunos franceses podían morir en el hospital, faltos de auxilio. Su especialidad fue siempre
asistir al soldado; estuvo en Crimea, en Italia, en Austria, y al referir azares de la guerra, se mostraba de pronto como una hermana de la Caridad belicosa y entusiasta, sólo nacida para recoger
heridos en lo más recio del combate; una especie de sor María Rataplán, cuyo rostro descarnado y descolorido era la imagen de las devastaciones de la guerra.
Cuando hubo terminado, el silencio de todos afirmó la oportunidad de
sus palabras.
Después de cenar se fue cada cual a su alcoba, y al día siguiente no
se reunieron hasta la hora del almuerzo.
La condesa propuso, mientras almorzaban, que debieran ir de paseo por
la tarde. Y el conde, que llevaba del brazo a la moza en aquella excursión, se quedó rezagado.
Todo estaba convenido.
En tono paternal, franco y un poquito displicente, propio de un
“hombre serio” que se dirige a un pobre ser, la llamó niña, con dulzura, desde su elevada posición social y su honradez indiscutible, y sin preámbulos se metió de lleno en el
asunto.
- ¿Prefiere vernos aquí víctimas del enemigo y expuestos a sus
violencias, a las represalias que seguirían indudablemente a una derrota? ¿Lo prefiere usted a doblegarse a una… liberalidad muchas veces por usted consentida?
La moza callaba.
El conde insistía, razonable y atento, sin dejar de ser “el señor
conde”, muy galante con afabilidad, hasta con ternura si la frase lo exigía. Exaltó la importancia del servicio y el “imborrable agradecimiento”. Después comenzó a tutearla de pronto,
alegremente:
- No seas tirana, permite al infeliz que se vanaglorie de haber
gozado a una criatura como no debe haberla en su país.
La moza, sin despegar los labios, fue a reunirse con el grupo de
señoras.
Ya en casa se retiró a su cuarto, sin comparecer ni a la horade la
comida. La esperaban con inquietud. ¿Qué decidiría?
Al presentarse Follenvie, dijo que la señorita Isabel se hallaba
indispuesta, que no la esperasen. Todos aguzaron el oído. El condese acercó al posadero y le preguntó en voz baja:
- ¿Ya está?
- Sí.
Por decoro no preguntó más; hizo una mueca de satisfacción dedicada a
sus acompañantes, que respiraron satisfechos, y se reflejó una retozona sonrisa en los rostros.
Loiseau no pudo contenerse:
- ¡Caramba! Convido champaña para celebrarlo.
Y se le amargaron a la señora Loiseau aquellas alegrías cuando
apareció Follenvie con cuatro botellas.
Mostrándose a cual más comunicativo y bullicioso, rebosaba en sus
almas un goce fecundo. El conde advirtió que la señora Carré-Lamadon era muy apetecible, y el industrial tuvo frases insinuantes para la condesa. La conversación chisporroteaba, graciosa, vivaracha,
jovial.
De pronto, Loiseau, con los ojos muy abiertos y los brazos en alto,
aulló:
- ¡Silencio!
Todos callaron estremecidos.
- ¡Chist! - y arqueaba mucho las cejas para imponer
atención.
Al poco rato dijo con suma naturalidad.
- Tranquilícense. Todo va como una seda.
Pasado el susto, le rieron la gracia.
Luego repitió la broma:
- ¡Chist!…