Literariamente septiembre es un mes
bastante cargado de fechas importantes, pues en él nacieron autores y autoras tan reconocidos como Leon Tolstoi, Mario Benedetti, Agatha Christie, Francisco de Quevedo, Stephen King, Miguel de
Cervantes o murieron otros como Pablo Neruda o Tolkien
CONCURSO DEL MES
En esta ocasión, el concurso constará
de cinco partes y de solo dos autores, sin género definido, es decir, ambos pueden ser hombres o mujeres, pero eso sí, uno será novelista y el otro, u otra, poeta. La dinámica del juego consiste en
ir descubriendo las diferentes pistas que os vamos dando, teniendo en cuenta que, de ambos personajes, siempre aparecerán rastros, es decir, cinco, mientras que del resto los datos que aparezcan
nunca serán cinco, sino que pueden ir de cuatro a uno. Y por último, como ayuda adicional, pondremos un fragmento, o relato, y un poema de un novelista y un poeta que no son los que buscamos. Pero
eso sí, todas estas pistas pertenecerán a escritores nacidos o fallecidos en septiembre.
1ª Parte: FRASES
FAMOSAS
Son diez frases, de las cuales solo dos
pertenecen a nuestros autores, una de cada uno:
1. El amanecer es
siempre una esperanza para el hombre.
2. El poeta no cumple su
palabra si no cambia los nombres de las cosas.
3. Todo aquello que un
novelista vive o siente, servirá de combustible para la hoguera insaciable que es su mundo de ficción.
4. Donde pongo la vida
pongo el fuego de mi pasión volcada y sin salida.
5. Me inclino a creer
que la amistad es una afinidad secreta entre las sustancias de dos almas, porque yo prefiero amistad a personas que piensan de manera muy distinta que yo.
6. El que quiere de esta
vida todas las cosas a su gusto, tendrá muchos disgustos.
7. Vence en la batalla
quien está firmemente decidido a ganarla.
8. Una espina de
experiencia vale más que un bosque de advertencia.
9. Ha pocas cosas tan
ensordecedoras como el silencio.
10. El amor mueve el sol y las
estrellas.
3ª Parte: CIUDAD DE
NACIMIENTO
Diez ciudades donde nacieron estos
personajes, pero ya sabéis, solo dos son las que buscamos.
1. San Fabián de Alico
(Chile).
2. Oviedo
(España).
3. París
(Francia).
4. Madrid
(España).
5. Yásnaya Poliana
(Rusia).
6. Boston (Estados
Unidos).
7. Paso de los Toros
(Uruguay).
8. Florencia
(Italia).
9. Torquay
(Inglaterra).
10. La Coruña
(España).
CUENTO DE…
Giovannino y Serenella
caminaban por las vías del tren. Abajo había un mar todo escamas azul oscuro azul claro; arriba un cielo apenas estriado de nubes blancas. Los rieles eran relucientes y quemaban. Por las vías se
caminaba bien y se podía jugar de muchas maneras: mantener el equilibrio, él sobre un riel y ella sobre el otro, y avanzar tomados de la mano. 0 bien saltar de un durmiente a otro sin apoyar nunca el
pie en las piedras. Giovannino y Serenella habían estado cazando cangrejos y ahora habían decidido explorar las vías, incluso dentro del túnel. Jugar con Serenella daba gusto porque no era como las
otras niñas, que siempre tienen miedo y se echan a llorar por cualquier cosa. Cuando Giovannino decía: “Vamos allá”, Serenella lo seguía siempre sin discutir.
¡Deng! Sobresaltados miraron
hacia arriba. Era el disco de un poste de señales que se había movido. Parecía una cigüeña de hierro que hubiera cerrado bruscamente el pico. Se quedaron un momento con la nariz levantada; ¡qué
lástima no haberlo visto! No volvería a repetirse.
-Está a punto de llegar un
tren -dijo Giovannino.
Serenella no se movió de la
vía.
-¿Por dónde?
-preguntó.
Giovannino miró a su
alrededor, con aire de saber. Señaló el agujero negro del túnel que se veía ya límpido, ya desenfocado, a través del vapor invisible que temblaba sobre las piedras del
camino.
-Por allí -dijo. Parecía oír
ya el oscuro resoplido que venía del túnel y vérselo venir encima, escupiendo humo y fuego, las ruedas tragándose los rieles implacablemente.
-¿Dónde vamos,
Giovannino?
Había, del lado del mar,
grandes pitas grises, erizadas de púas impenetrables. Del lado de la colina corría un seto de ipomeas cargadas de hojas y sin flores. El tren aún no se oía: tal vez corría con la locomotora apagada,
sin ruido, y saltaría de pronto sobre ellos. Pero Giovannino había encontrado ya un hueco en el seto.
-Por
ahí.
Debajo de las trepadoras
había una vieja alambrada en ruinas. En cierto lugar se enroscaba como el ángulo de una hoja de papel. Giovannino había desaparecido casi y se escabullía por el seto.
-¡Dame la mano,
Giovannino!
Se hallaron en el rincón de
un jardín, los dos a cuatro patas en un arriate, el pelo lleno de hojas secas y de tierra. Alrededor todo callaba, no se movía una hoja. “Vamos” dijo Giovannino y Serenella dijo:
“Sí”.
Había grandes y antiguos
eucaliptos de color carne y senderos de pedregullo. Giovannino y Serenella iban de puntillas, atentos al crujido de los guijarros bajo sus pasos. ¿Y si en ese momento llegaran los
dueños?
Todo era tan hermoso:
bóvedas estrechas y altísimas de curvas hojas de eucaliptos y retazos de cielo, sólo que sentían dentro esa ansiedad porque el jardín no era de ellos y porque tal vez fueran expulsados en un
instante. Pero no se oía ruido alguno. De un arbusto de madroño, en un recodo, unos gorriones alzaron el vuelo rumorosos. Después volvió el silencio. ¿Sería un jardín
abandonado?
Pero en cierto lugar la
sombra de los árboles terminaba y se encontraron a cielo abierto, delante de unos bancales de petunias y volúbilis bien cuidados, y senderos y balaustradas y espalderas de boj. Y en lo alto del
jardín, una gran casa de cristales relucientes y cortinas amarillo y naranja.
Y todo estaba desierto. Los
dos niños subían cautelosos por la grava: tal vez se abrirían las ventanas de par en par y severísimos señores y señoras aparecerían en las terrazas y soltarían grandes perros por las alamedas. Cerca
de una cuneta encontraron una carretilla. Giovannino la cogió por las varas y la empujó: chirriaba a cada vuelta de las ruedas con una especie de silbido. Serenella se subió y avanzaron callados,
Giovannino empujando la carretilla y ella encima, a lo largo de los arriates y surtidores.
-Esa -decía de vez en cuando
Serenella en voz baja, señalando una flor.
Giovannino se detenía, la
cortaba y se la daba. Formaban ya un buen ramo. Pero al saltar el seto para escapar, tal vez tendría que tirarlas.
Llegaron así a una explanada
y la grava terminaba y el pavimento era de cemento y baldosas. Y en medio de la explanada se abría un gran rectángulo vacío: una piscina. Se acercaron: era de mosaicos azules, llena hasta el borde de
agua clara.
-¿Nos zambullimos? -preguntó
Giovannino a Serenella.
Debía de ser bastante
peligroso si se lo preguntaba y no se limitaba a decir: “¡Al agua!”. Pero el agua era tan límpida y azul y Serenella nunca tenía miedo. Bajó de la carretilla donde dejó el ramo. Llevaban el bañador
puesto: antes habían estado cazando cangrejos. Giovannino se arrojó, no desde el trampolín porque la zambullida hubiera sido demasiado ruidosa, sino desde el borde. Llegó al fondo con los ojos
abiertos y no veía más que azul, y las manos como peces rosados, no como debajo del agua del mar, llena de informes sombras verdinegras. Una sombra rosada encima: ¡Serenella! Se tomaron de la mano y
emergieron en la otra punta, con cierta aprensión. No había absolutamente nadie que los viera. No era la maravilla que imaginaban: quedaba siempre ese fondo de amargura y de ansiedad, nada de todo
aquello les pertenecía y de un momento a otro ¡fuera!, podían ser expulsados.
Salieron del agua y justo
allí cerca de la piscina encontraron una mesa de ping-pong. Inmediatamente Giovannino golpeó la pelota con la paleta: Serenella, rápida, se la devolvió desde la otra punta. Jugaban así, con golpes
ligeros para que no los oyeran desde el interior de la casa. De pronto la pelota dio un gran rebote y para detenerla Giovannino la desvió y la pelota golpeó en un gong colgado entre los pilares de
una pérgola, produciendo un sonido sordo y prolongado. Los dos niños se agacharon en un arriate de ranúnculos. En seguida llegaron dos criados de chaqueta blanca con grandes bandejas, las apoyaron en
una mesa redonda debajo de un parasol de rayas amarillas y anaranjadas y se marcharon.
Giovannino y Serenella se
acercaron a la mesa. Había té, leche y bizcocho. No había más que sentarse y servirse. Llenaron dos tazas y cortaron dos rebanadas. Pero estaban mal sentados, en el borde de la silla, movían las
rodillas. Y no lograban saborear los pasteles y el té con leche. En aquel jardín todo era así: bonito e imposible de disfrutar, con esa incomodidad dentro y ese miedo de que fuera sólo una
distracción del destino y de que no tardarían en pedirles cuentas.
Se acercaron a la casa de
puntillas. Mirando entre las tablillas de una persiana vieron, dentro, una hermosa habitación en penumbra, con colecciones de mariposas en las paredes. Y en la habitación había un chico pálido. Debía
de ser el dueño de la casa y del jardín, agraciado de él. Estaba tendido en una mecedora y hojeaba un grueso libro ilustrado. Tenía las manos finas y blancas y un pijama cerrado hasta el cuello, a
pesar de que era verano.
A los dos niños que lo
espiaban por entre las tablillas de la persiana se les calmaron poco a poco los latidos del corazón. El chico rico parecía pasar las páginas y mirar a su alrededor con más ansiedad e incomodidad que
ellos. Y era como si anduviese de puntillas, como temiendo que alguien pudiera venir en cualquier momento a expulsarlo, como si sintiera que el libro, la mecedora, las mariposas enmarcadas y el
jardín con juegos y la merienda y la piscina y las alamedas le fueran concedidos por un enorme error y él no pudiera gozarlos y sólo experimentase la amargura de aquel error como una
culpa.
El chico pálido daba vueltas
por su habitación en penumbra con paso furtivo, acariciaba con sus blancos dedos los bordes de las cajas de vidrio consteladas de mariposas y se detenía a escuchar. A Giovannino y Serenella el
corazón les latió aún con más fuerza. Era el miedo de que un sortilegio pesara sobre la casa y el jardín, sobre todas las cosas bellas y cómodas, como una antigua
injusticia.
El sol se oscureció de nubes. Muy
calladitos, Giovannino y Serenella se marcharon. Recorrieron de vuelta los senderos, con paso rápido pero sin correr. Y atravesaron gateando el seto. Entre las pitas encontraron un sendero que
llevaba a la playa pequeña y pedregosa, con montones de algas que dibujaban la orilla del mar. Entonces inventaron un juego espléndido: la batalla de algas. Estuvieron arrojándoselas a la cara a
puñados, hasta caer la noche. Lo bueno era que Serenella nunca lloraba.