Fue en la mañana del miércoles, 18 de
agosto de 1819, un tiempo en el que el Imperio británico expandía sus dominios por todos los confines de la tierra y sobre las aguas de todos los océanos, en una finca junto al mar en la localidad de
Eastbourne, donde el cocinero Owen Wedgwood, viudo y solitario, acababa de supervisar el servicio de la comida para su patrón, lord Ramsey, director de la Compañía Pendleton, y sus amigos, cuando, de
repente, irrumpen violentamente en la estancia un grupo de personajes de lo más curioso: un hombretón gigantesco, dos chinos vestidos de negro y una hermosa mujer con abrigo verde oliva, melena roja
y empuñando dos pistolas: “Ahí mismo, a cinco o seis yardas de mí, tenía al tiburón del océano Índico, Hanna Mabbot la Loca, la pelirroja capaz de volver de entre los muertos…” Aquello
concluyó con la muerte de lord Ramsey y con los huesos del pobre cocinero en las bodegas del barco pirata Flying Rose.
La pelirroja capitana le ofrece a
Wedgwood la libertad a cambio de que le presente cada domingo una cena exquisita y diferente. Pero lo que en unas condiciones normales no le habría supuesto ningún problema, sobre aquel buque
balanceándose sobre las olas de los océanos y con los magros suministros de a bordo (harina de maíz repleta de gorgojos, ajos, manteca de cerdo, vinagre, limas, ron y una carne curada con pólvora a
la que llaman “María la dulce”), resultaba una proeza casi imposible, y ya no hablemos ante la carencia total de utensilios de cocina adecuados. Sin embargo, gracias a su pericia y su
imaginación, poco a poco, fue logrando algunos pequeños éxitos entre horribles tormentas marinas, batallas sanguinarias, cañonazos y hasta traiciones, por ejemplo: paté de arenque al romero sobre pan
de nueces o raviolis de anguila ahumada al té.
Wedgwood es un hombre educado por los
monjes, temeroso de dios y nada violento, y el mundo al que se ve arrastrando le repele y le aterroriza, sin embargo, pronto se dará cuenta de que la condición humana da muchas sorpresas y que hasta
en los corazones más duros y despiadados se pueden esconder valores tan valiosos como la lealtad, la amistad, el amor e, incluso, el concepto de la justicia.