La ropa en la
ventana
Como falsos ahorcados en el aire
sus cuerpos vacilantes y vacíos,
desnudos de nosotros, brazos, piernas,
cinturas, pechos, cuellos, suspendidos.
Pasa la luz de enero entre los blancos
fantasmas con su frío.
Deshabitadas formas desvividas,
huecos humanos ateridos.
esa silueta con que juega el viento,
ese perfil he sido.
Tus manos compañeras lo han salvado
con su dolor de qué tristes residuos.
En el aire tal vez me reconozco,
un poco soy bandera al viento herido.
Jirón que se estremece mudamente,
por un cristal me miro.
y no sé si es la ropa o es la vida
la que pende de un hilo.
Los nombres de las
cosas
Si decimos madera, se oye el viento
poniendo entre los árboles su música,
como cuando al nombrar el pan nos llega
un vaho caliente de la mies madura
y al decir vino es un otoño claro
lo que nos toca con su mansa lluvia.
En el ala del nombre cada cosa
trae el olor de una sustancia pura,
la lejana verdad de su materia,
los cálidos cimientos que la fundan.
Si decimos madera suena el golpe
del leñador entre las altas plumas
vegetales, la sombra campesina
si pan decimos fugitiva cruza
y la mano artesana que levanta
la nívea luz de la amasada espuma,
y el rumor jornalero en los lagares
si vino dice nuestra voz, se escucha.
En la arcilla del nombre cada cosa
como en pequeños ríos acumula
el humano sudor, el noble esfuerzo
para su claridad primera y última.
Hasta nosotros vienen nombres, cosas:
madera, vino, pan, metales, frutas...
Satélites diarios nos rodean,
sus solícitas sombras nos ayudan.
Tienes que pronunciar los nombres
de las cosas sintiendo su profunda
realidad de materia y su invisible
condensación de vida.
Tal la pulpa de una almendra,
en la cáscara del nombre trozos de vida,
vidas diminutas, duermen y se despiertan
en tus labios, hijo,
cuando tus labios las pronuncian.
No oyes
ladrar a los perros
—Tú que vas allá arriba,
Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
—No se ve
nada.
—Ya debemos
estar cerca.
—Sí, pero no se
oye nada.
—Mira
bien.
—No se ve
nada.
—Pobre de ti,
Ignacio.
La sombra larga
y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra,
tambaleante.
La luna venía
saliendo de la tierra, como una llamarada redonda. —Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos
dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no
veo rastro de nada.
—Me estoy
cansando.
—Bájame.
El viejo se fue
reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el
cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
—¿Cómo te
sientes?
—Mal.
Hablaba poco.
Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los
ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando
acababa aquello le preguntaba:
—¿Te duele
mucho?
—Algo
—contestaba él.
Primero le
había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la
luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
—No veo ya por
dónde voy —decía él.
Pero nadie le
contestaba.
E1 otro iba
allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
—¿Me oíste,
Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se
quedaba callado.
Siguió
caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
—Este no es
ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú
que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame,
padre.
—¿Te sientes
mal?
—Sí
—Te llevaré a
Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo
quienes sean.
Se tambaleó un
poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te llevaré a
Tonaya.
—Bájame.
Su voz se hizo
quedita, apenas murmurada:
—Quiero
acostarme un rato.
—Duérmete allí
arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba
subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos
de su hijo.
—Todo esto que
hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera
recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras
vergüenzas.
Sudaba al
hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
—Me derrengaré,
pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que
se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido.
He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no,
allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi
hijo.”
—Mira a ver si
ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
—No veo
nada.
—Peor para ti,
Ignacio.
—Tengo
sed.
—¡Aguántate! Ya
debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
—Dame
agua.
—Aquí no hay
agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha
sed y mucho sueño.
—Me acuerdo
cuando naciste. Así eras entonces.
Despertabas con
hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a
subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro
hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el
hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si
sollozara.
Sobre su
cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
—¿Lloras,
Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad.
¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted,
Ignacio?
Allí estaba ya
el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer
tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
Destrabó
difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
—¿Y tú no los
oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
ENTREMÉS DEL
RETRATO VIVO
Personas
Cosme
[Rana]
Bernarda
[Ramírez]
Un
valiente
Tres
mujeres
Un correo de a
pie
Un
pintor
Un
cortesano
Un
criado
Sale Bernarda y
otra
Bernarda
Oye, amiga, y verás ya de mis penas
remediado el afán.
Mujer 2ª
¿Qué
es lo que ordenas?
Bernarda
Ya sabes que Juan Rana
es mi marido.
Mujer 2ª
Ya sé,
doña Juana,
que es tu
esposo, según la burla hiciste
que lo cree
de veras y te asiste
sin salir un
instante de tu sala,
y que con
fineza te regala.
¿No es
esto?
Bernarda
Sí, eso es,
mas oye agora:
Como es
celoso y tanto me enamora,
como de
cuanto pasa tiene celos,
para
quitarle, amiga, estos desvelos,
porque sane
del mal con un donaire,
le he
ordenado una burla de buen aire,
pues estando
presente
le he hecho
creer…
Mujer 2ª
¿Qué, amiga?
Bernarda
Que está
ausente.
Mujer 2ª
¿Cómo puede ser eso?
Bernarda
Ésta es la
maña,
que es
pintura ha creído, ¡es cosa extraña!
Para lo
cual, amiga, fue el motivo
dar yo a
entender que su retrato al vivo
se me
antojaba, conque al mentecato
le hizo un
pintor creer que es el retrato
de sí mismo.
Y como esto lo ha creído,
desde hoy
dentro de un marco está metido,
y se está
sin moverse en la postura
que él le
dejó, creyendo que es pintura.
Y es risa el
verle, porque en todo el día
no ha dicho
desde allí “esta boca es mía”.
Mujer 2ª
¡Linda es la burla! Ya yo verle espero.
Bernarda
Luego le sacarán, porque primero
han de venir
a verme sin recelos,
aquellos
mismos de quien tiene celos;
porque,
según con ellos he tratado,
todos han de
apoyar que está pintado
en su misma
presencia.
Criado
¡Ah de casa!
Bernarda
¿Quién
es?
Criado
Vuestra licencia
espera mi señor don Honorato.
Bernarda
¡Hola, niñas!
Dos damas
¿Señora?
Bernarda
Aquel retrato
al punto me
traed de mi Juan Rana
y el polvo
le limpiad.
Las dos
De buena gana.
Vanse
Bernarda
Decid que entrar podrá su señoría,
que no hay estorbo.
Criado
Adiós, señora mía.
Sacan el retrato metido dentro de un marco
Mujer 2ª
De no comer, con las colores lacias
viene el retrato.
Bernarda
¡Sacudid!
Cosme
¡Deo gracias!
Bernarda
El polvo lo pintado desfigura.
Dadle bien, porque aclare la pintura.
Cosme
¡Las dos me han sacudido que es contento!
Mas como estó pintado no lo siento.
Bernarda
¿Qué te parece, amiga?
Mujer 1ª
Algo está esquivo,
mas no dirán
a Dios sino que es vivo.
Solo le
falta hablar y aunque no habla,
parece que
se sale de la tabla.
Cosme
No saldré, que el pintor dijo al untarme
que me puede matar el despintarme.
Sale un cortesano y dale unos lazos de tocado
Cortesano
Ya que puedo sin susto, bella Juana,
entrarte a
hablar, pues no está aquí Juan Rana,
toma estos
lazos, que tu matrimonio
no lo
ve.
Cosme
¡Estos son lazos del demonio!
Cortesano
Toma, ya que está ausente tu marido.
Cosme
¡Válgame Dios! ¿Adónde me habré ido?
Bernarda
¿No miras su retrato?
Cortesano
En él se escucha.
Cierto que es gran dibujo.
Cosme
Es cosa mucha.
Cortesano
¡Ay tal simpleza!
Sale el valiente
Valiente
¡Sea Dios loado!
Ya sé que está fuera tu cuidado,
Juan Rana digo. Quiero regalarte.
Cosme
¡Bien digo que estoy en otra parte!
Valiente Dicen que tiene celos el salvaje.
Y así quixera, para que trabaje
esta
pobreta…
Tienta la espada
Cosme
¡Yo le estoy temblando!
Valiente
Sacarle…
Bernarda
¿A
qué?
Valiente
A bailar, porque tirando
un revés porque baile…
Cosme
¡Mucho aprieta!
Valiente
Le hiciera la cabeza castañeta.
Cosme
¡Madre de Dios, y qué reveses tira!
Bernarda
Ya él está ausente.
Valiente
Así aplaqué mi ira.
Bernarda
Y porque creas lo que te he contado,
solo en casa le tengo retratado.
Mírale.
Valiente
Así mi cólera ha vencido.
Cosme
Fuera estoy, mas no sé dónde he ido.
Valiente
¿Y cuándo ha de volver?
Bernarda
A otra semana.
Valiente
Como no tenga celos, doña Juana,
venga cuando quixere.
Bernarda
Esto deseo.
Sale un correo
Correo
¿Habrá lugar que os hable aquí un correo?
Bernarda
¿De qué parte venís?
Correo
De vuestro esposo,
a traer esta carta presuroso.
Bernarda
¿Carta de mi Juan Rana?
Correo
Sí.
Cosme
¿Qué escucho?
Correo
Y un regalo también.
Bernarda
Lo estimo mucho.
Cosme
Señor correo…
Correo
¿Qué es lo que os desvela?
Cosme
¿Sabe usté dónde quedo?
Correo
En la Zarzuela.
Cosme
¿Y quedo bueno allá?
Correo
Por más mimoria,
muerto de
amor.
Cosme Pues,
¡Dios me tenga en
gloria!
Bernarda
Oí la carta.
Cortesano
Ved, que será
buena.
Bernarda
Dice así: “Solo vive aquél que cena”.
Mujer 2ª
¡Linda sentencia!
Bernarda
“Yo maté, señora,
las perdices
que ese hombre lleva ahora.
Yo las cacé,
mas él las lleva a cuestas.
Y aunque
daba la pólvora respuestas,
de las
respuestas no murieron juntas,
porque solo
murieron de preguntas.
Ambas van
con las patas coloradas
para que no
las trueque en las posadas;
de otro
color aquí no se han hallado,
perdóname si
el tuyo no he encontrado,
la culpa te
echa a ti, pues no me dices
qué color es
el tuyo en las perdices.
A Dios que
te haga madre y luego abuela.
Tu marido,
Juan Rana, en la Zarzuela”.
Mujer 2ª
Buen papel.
Cortesano
Buen
estilo.
Valiente
Y bien palpado.
Cosme
De esto me acuerdo ya, yo le he notado.
Bernarda
Ya cree que es pintura, y él lo apoya.
Cosme
¿Cazando estoy?
Correo
Sí.
Cosme
El Bacho en la tramoya
poniéndome
en la nuca un grueso anzuelo,
de un golpe
me enseñó a tirar al vuelo.
Bernarda
Las dos perdices son como un diamante.
Cosme
Haced que me asen una y sea al instante.
Bernarda
Pues, ¿qué queréis?
Cosme
Comer, si hay coyuntura,
que se muere de hambre la pintura.
Bernarda
¿Estáis loco, marido? Si esto pasa,
vendrá el pintor.
Sale el pintor
Pintor
Dios sea en esta casa.
Bernarda
Huélgome que a este punto hayas venido
pues por comer se mata mi marido.
Pintor
No os espantéis que en esto se desmande,
que un poco
le dejé la boca grande.
Y así vengo
a achicalla y retocalle,
que el comer
el color puede acaballe.
Cosme
Antes oí decir a otros pintores
que el no comer acaba los colores.
Pintor
¡Estaos quedito! Píntale
Cosme
Ya yo me estoy quedo.
No me hagáis mucho mal.
Pintor
No tengáis miedo,
porque esto no ha de ser más de un retoque.
Cosme
¿Qué es lo coloradillo?
Pintor
Esto es aloque.
Cosme
Pues, ¿pintáis con aloque las personas?
Pintor
Es que lo gasto cuando pinto monas.
Ya está
enmendado, y porque su trasunto
se seque, al
sol le cuelguen luego al punto.
Cosme
Si a secarme ponéis, –¡moscas, dejdme!–,
mejor de no comer podré secarme.
Pintor
¿Qué les parece?
Las dos
Que se está riendo.
Pintor
Cada cual de por sí le vaya viendo
por si hay alguna falta.
Bernarda
Norabuena.
Cada uno le
señale
cada
imperfección que tenga,
y cantando
se la diga
para que
enmendarse pueda.
Cantando el villano, y como le cantan se va
quejando Cosme
Bernarda
Ande la rueda
y todos
cantando
aqueste
retrato
vayan
enmendando.
Mujer 2ª
De nariz no está cumplido,
por esto se la estiro.
Cosme
¡Ay!
Mujer 3ª
Pues la boca abierta tiene,
un pellizco se la cierre.
Cosme
¡Ay!
Valiente
Del semblante a dos tirones,
yo sacaré los colores.
Cosme
¡Ay!
Mujer 4ª
Yo a las cejas arremeto
por sacarles más el pelo.
Cosme
¡Ay!
Bernarda
Yo saco sus ojos lindos,
que los tiene muy hundidos.
Cosme
¡Ay!
Correo
El correo a la guedeja
parte a tirar de carrera.
Cosme
¡Ay!
Pintor
Yo hallo corto aqueste brazo,
y así le pongo la mano.
Cosme
¡Ay!
Bernarda
¿Qué le parece el retrato, Juan Rana?
Cosme
Que yo soy el marco y tú la marcada.
Bernarda
Si usted me pide
los celos
que suele,
yo haré que
pintado
al punto le
cuelguen.
Cosme
Muchas mujeres
quisieran
retratos
de sus
maridos
por verlos
colgados.
Bernarda
A quien es simple
y los celos
conoce,
ande la
rueda
y denle de
coces.
Cosme
A quien da celos
y finge
cariños,
ande la
rueda
y denle
pellizcos.
Bernarda
¿Cómo pondremos
al baile
contera?
Pidiendo
perdones
y andando la
rueda.