Magritte era un hombre con bombín, algo típico entre la clase media europea de su tiempo, un hombre que se repetía con insistencia a lo largo de sus pinturas
porque él se inspiraba y alimentaba de lo cotidiano y convencional. Pues, aunque nacido en una familia acomodada, donde era el mayor de tres hermanos, algo rechinaba en la honorabilidad doméstica de
aquel industrial manufacturero casado con una joven prostituta retirada, la cual nunca fue feliz, como lo demuestran sus repetidos intentos de suicidio, hasta que, en 1912, cuando René contaba con
catorce años de edad, consiguió por fin arrebatarse la vida ahogándose en el río… Según algunas opiniones, el joven Magritte estaba en la orilla cuando rescataron el cuerpo de su madre y su rostro
oculto por parte de la tela mojada de su vestido le impactaría de tal manera, que le haría reproducirlo años después en imágenes como la de Los amantes, sin embargo, este punto no está en
absoluto confirmado. En cambio, sí está atestiguado otro hecho de su infancia que le decidió positivamente a dedicarse a la pintura, éste fue el encuentro en un cementerio, donde iba a jugar con sus
amigos, con un hombre que pintaba entre las tumbas, y que él mismo relató: “Encontré, en medio de algunas columnas de piedra rotas y hojas apiladas, un pintor que había venido de la capital y que
me parecía estar realizando magia”.
Durante sus estudios en la Académie des Beaux-Arts de
Bruselas, a pesar de ser un alumno bastante irregular en la asistencia a clase, tomó contacto con los movimientos del momento: futurismo, cubismo, purismo… y se sintió atraído por los trabajos de
Jean Metzinger y Fernand Leger, ambos artistas franceses inscritos en la corriente cubista de quienes recibiría bastantes influencias.