La triple muerte celta es un sacrificio de hace más de 2.500 años consistente en quemar, ahorcar y ahogar en un caldero con agua a la víctima. Esta horrible inmolación es el punto de partida de
Los ritos del agua, la segunda parte de la Trilogía de la Ciudad Blanca, escrita por Eva García Sáenz de Urturi.
Tras la lectura, amena e intensa, de
Los ritos del agua, la segunda entrega de la todavía inconclusa Trilogía de la Ciudad Blanca, obra de la escritora vitoriana Eva García Sáez de Urturi, quien ya cosecharía un
rotundo éxito con la primera, El silencio de la Ciudad Blanca, de esta serie de la más pura novela negra, con una realización más que correcta y una trama y argumento perfectamente
capacitados para conseguir captar la atención de los lectores, se me despertó el interés por el mundo mitológico que subyace en esta historia.
Es esta, en realidad, y a pesar de su
patente calidad, otra novela más de la moda actual de narraciones donde aparecen asesinos en serie, policías con oscuros secretos familiares, misteriosas muertes en principio irresolubles, basadas,
inspiradas o camufladas en cierta aura mitológica enraizada en la tradición de pueblos ancestrales, cuyas normas atávicas y cuya naturaleza y situación geográfica hacen que resulten atractivos, como
ya ocurrió con la Trilogía del Baztán, de la donostiarra Dolores Redondo, o las novelas del barceloní Carlos Zanón, el creador de personajes raros y contrahechos, pasando por Lorenzo Silva o
Vázquez Montalbán, sin olvidarnos del sueco Stieg Larsson y su Trilogía Millennium, que dio paso a toda la pléyade de escritores nórdicos, y un largo etcétera que sería dilatado y tedioso
enumerar.
Sin embargo, en su desarrollo, los
crímenes se revisten de un tegumento ritual propio de la liturgia de la antigua cultura celta: los ritos del agua que le dan título a la propia obra, y que, más adelante, se descubre que estas
muertes están realizadas mediante lo que se dio a denominar “la triple muerte celta”, algo que consistía en quemar, ahorcar y ahogar a la víctima sumergiendo su cabeza en un caldero lleno de agua, y
todo ello llevado a cabo en diversos lugares representativos de aquella cultura antigua del País Vasco y Cantabria.
Pero vayamos paso a paso y
preguntémonos primero quiénes eran estos celtas…
La cultura o civilización celta era un
conjunto de pueblos autónomos que habitaron varios lugares de Europa durante la Edad de Hierro y que en ningún momento constituyeron comunidad política alguna propiamente definida ni ningún imperio,
uniéndoles tan solo ciertas características culturales comunes, como, principalmente, el lenguaje, las lenguas celtas derivadas del protocéltico que, tal vez, fuera el primer idioma indoeuropeo en
expandirse territorialmente por el continente. De aquellas lenguas quedan, todavía hoy, claros vestigios en el manés, de la isla de Man (Reino Unido), el irlandés, el galés, el gaélico escocés,
el bretón (en el oeste de Bretaña, Francia), y el córnico, del condado británico de Cornualles, aunque existieron otras muchas que han desaparecido.
El origen de esta cultura se sitúa en
los habitantes de los Campos de urnas (1.300 – 800 a.c.) en el sur de Alemania, Austria y norte de Francia, pues esta cultura fue la primera del continente en usar el hierro para fabricar sus armas y
herramientas, así mismo, incineraban a sus muertos, de ahí lo de las urnas donde guardaban las cenizas de sus antepasados.
Los celtas eran pueblos guerreros, con
un líder propio y una organización interna individual, y, lógicamente, también se enfrentaban entre sí, impidiendo de este modo una posible unión entre ellos, siendo los principales nucleos, los
Celtíberos, en la Península Ibérica, los Galos, en la actual Francia, los Helvecios, esparcidos por los Alpes, los Britanos y los Bretones. Desde Centroeuropa, estos pueblos se extendieron por las
islas Británicas, la Península Ibérica, Francia y el norte de Italia, absorbiendo, allá donde llegaban, a los pueblos locales.
Sus poblados, o castros, estaban
rodeados de muros y los constituían casas circulares. En ellos se han encontrado vestigios de la utilización de símbolos como el trisquel, la cruz celta, la triqueta, el árbol de la vida, el nudo
perenne, el claddagh, la espiral, la cruz solar, el pentagrama, el awen, el wuivre, el lauburu o la esvástica (todos ellos detallados en la ilustración anterior), así como herramientas de diversas
utilidades, algunos depósitos de espadas en lagos, estelas, dólmenes, torques… Y está bastante bien datado el comercio entre ellos: armas, joyas, cerámica, ganado…
En la Península Ibérica los primeros
celtas ocuparon la mayor parte noroccidental de lo que ahora son España y Portugal, destacando, durante la edad de bronce, la cultura de Cogotas, en el centro, y la cultura castreña del norte, siendo
la base de vida de ambas la ganadería y la guerra. Ocuparon, así mismo, la Cordillera Cantábrica, los Pirineos Occidentales, la Sierra de la Demanda y los Montes Galaicos, formando pueblos como los
galaicos en Galicia y norte de Portugal, los astures entre León y Asturias, los cántabros en Cantabria y el norte de las provincias de Palencia y Burgos, los autrigones, o turmogos, en Álava y parte
de Burgos, los várdulos en Vizcaya y los vascones que, a pesar de no tener una lengua celta y su procedencia era distinta, poseían la misma cultura.
En las montañas del Sistema Central se
asentaban los lusitanos y los vetones, que habitaban en castros de casas circulares y, al igual que el resto, vivían de la ganadería, de la caza y la recolección, además de las constantes razzias en
terreno de los íberos del sur y del este.
Cuando las tribus celtas del centro de
Europa descubren el hierro, se expanden y llegan hasta el interior de la península, trayendo con ellos el nuevo material y la costumbre de incinerar a sus muertos, con lo que se forma la Cultura de
Campos de urnas que se data hacia 1200 a 1000 a.C. Con el tiempo, aquellas tribus que mantuvieron constante contacto con los íberos comenzaron a usar la moneda, aprendieron a escribir y a construir
edificios de forma rectangular, formando la cultura Celtibérica que se asentó en el curso del Ebro, el Sistema Ibérico y la Meseta Norte: arévacos en Soria y Guadalajara, belos en Zaragoza, vacceos
en las provincias de Valladolid, Zamora, Palencia y Burgos, carpetanos entre Madrid y Toledo, y lobetanos en tierras de Cuenca. Sus pueblos estaban formados, como ya hemos dicho, por casas
rectangulares, a diferencia de las tribus nombradas anteriormente, pero su economía se basaba en las mismas premisas: la ganadería (vacas, ovejas, cerdos, caballos…), la agricultura (trigo,
legumbres…), la recolección, la caza (jabalíes, conejos, ciervos…) y el pillaje en las batallas.
Su sistema social era igualitario, con
un jefe militar, al que le juraban fidelidad, repartiéndose el ganado, que pastaba en tierras comunales. Al ser pueblos guerreros también fueron buenos fabricantes de armas cuya variedad era amplia y
consistían, principalmente, en espadas cortas, puñales, lanzas, hondas y hachas de mano, además de las defensivas como cascos, escudos, etcétera. Tenían sus códigos de honor que desarrollaban en
ritos bastante elaborados, como los duelos o los pactos de amistad, hospitios, que podían ser entre personas o ciudades. Lucharon como mercenarios de los íberos, griegos o cartagineses, pero
con la llegada de Roma se resistieron fieramente a ser dominados por ellos, con episodios históricos de heroísmo como el de Numancia, que no cayó hasta el año 133 a.C., tras derrotar por cuatro veces
a las legiones romanas, o el de Viriato, el mítico líder lusitano, el cual fue asesinado tras una traición el 139 a.C., defendiéndose todavía su pueblo hasta el 60 a.C., cuando fue derrotado por el
propio Julio César, los cántabros y astures no fueron dominados hasta el 19 a.C. y los vascones prácticamente nunca. Tras la caída del Imperio Romano, muchos de estos pueblos volvieron, a pesar de la
romanización de siglos, a tener una cierta autonomía bajo del dominio de los visigodos y, con la invasión musulmana, Pelayo y sus hombres, con tropas de astures y cántabros, detuvieron a los
invasores en Covadonga, dando inicio el largo periodo de reconquista.
En sus creencias religiosas, los celtas
eran politeístas y poseían un culto perfectamente estructurado, aunque, a causa de la falta de documentos escritos, pues la cultura celta se transmitía oralmente por medio de los bardos, los pocos
documentos que nos han llegado de aquella época fueron realizados, en su mayoría, por los historiadores romanos, como Julio César, lo que les da una cierta parcialidad por lo que no podemos asegurar
nada con certeza. Así mismo, el hecho de que la cultura celta se extendiese sobre una vasta extensión de Europa favoreció que las prácticas locales se multiplicaran y, con ellas, los nombres de los
dioses y deidades, que en cada lugar sonaban diferentes, debiéndose estudiar agrupándolos por su localización geográfica: dioses de Irlanda, dioses de Gales, los héroes, el ciclo artúrico, etcétera…
lo que nos resultaría un trabajo enorme que sobrepasaría los límites de un simple artículo. Por ello, nos limitaremos a repasar los aspectos que parecen comunes y aquellos que aparecen en el libro
Los ritos del agua.
En esta categoría entra el dios Lug, que está en la cima de
la pirámide jerárquica social, pues si los celtas dividían la sociedad en tres jerarquías funcionales: sacerdotal, guerrera y artesanal, Lug pertenece a todas ellas, ya que domina todas las artes y
ciencias, es el múltiple artesano o Samildanach, además es un dios pancéltico, por lo que aparece en todos los panteones de cualquier lugar con una historia celta. Su nombre es el origen de
muchos topónimos, como la fortaleza de Lugdunum (Lyon, Francia), la ciudad de Lugones, Lugo de Llanera o la aldea de Llugás, en Villaviciosa, los tres en Asturias, así mismo tenemos Lugo, en
Galicia, y en Huesca podemos encontrar Ligüerre de Cinca y Ligüerre de Ara.
Los celtas sí construían templos, a
pesar de los que se ha venido pensando durante mucho tiempo, y no solo levantaban edificios sagrados, sino que también utilizaban para esa función construcciones megalíticas, cavernas, ríos, fuentes…
Aunque está bastante extendida la creencia de que no era así por la costumbre de realizar sus cultos en los bosques, “la arboleda sagrada”, donde los druidas, magos que realizaban sacrificios y
adivinaban el futuro, además de fabricar pociones alucinógenas a partir de las plantas, transmitían las tradiciones religiosas y practicaban los ritos del culto a Nemetona, la máxima deidad de su
mitología y diosa de la guerra.
Cada árbol era consagrado a un dios o a
una virtud, pues creían que los dioses habitaban en ellos y que los druidas, al morir, se convertían en árboles desde donde seguían cuidando de su pueblo, por eso no solo se reunían bajo sus copas
para los ritos religiosos, sino también para meditar, para celebrar festejos y, como hemos visto en la novela, para realizar sacrificios.
Los árboles, al representar la unión
entre el cielo (ramas), la tierra (tronco) y el inframundo (raíces), y simbolizar el paso del tiempo en las cuatro estaciones del año, también poseían un poder esotérico. Cuando nacía un niño,
plantaban un árbol que sería su consejero y compañero durante toda su vida, a cambio, el niño lo tenía que cuidar y, al morir, sería enterrado bajo su sombra, o bien, se dejaba el cuerpo dentro del
tronco flotando sobre las aguas de algún río. Así mismo, el árbol era el símbolo perfecto de la vida, puesto que sus frutos prologaban la existencia y poseía los cuatro elementos de la naturaleza: el
agua, fluyendo por sus vasos leñosos; el aire, utilizado por sus hojas para respirar y para la fotosíntesis; la tierra, de la que se alimenta a través de sus raíces, y el fuego, que surge con su
fricción.
En fin, los árboles eran considerados
tan importantes que incluso, dañar o talar alguno de ellos, podía castigarse con la muerte, por ejemplo, cuando alguien atentaba contra alguno de los llamados “Siete Árboles Jefes”: Roble, Avellano,
Acebo, Tejo, Fresno, Pino y Manzano… Pero bien que podían servir como el soporte para un sacrificio.
Como en todas las mitologías, los
cuatro elementos conocidos, en aquellos momentos, que conformaban la naturaleza: el agua, el aire, la tierra y el fuego, eran muy importantes dentro de su universo religioso y en ellos confluían un
buen número de dioses que daban explicación a todos los fenómenos que diariamente se desarrollaban delante de sus ojos y para los cuales buscaban respuestas.
El culto del agua estaba muy
generalizado por todo el ámbito celta, asociando diversas divinidades a sus ríos y lagos, las cuales, por lo general, solían ser presencias femeninas, como Navia, Deva o las
ninfas.
La diosa Navia tenía un origen
indoeuropeo y desempeñaba la función de protectora de las fuentes y manantiales, pues su nombre, en sánscrito, significa “corriente de agua”, aunque en otras latitudes también se la describe
como una mujer hermosa, viajando sobre una barca, que desempeñaba el papel de mensajera de la Muerte y conducía a las almas de los jóvenes muertos hasta el más allá, por lo que también se le
denominaba “la barquera”. Su culto se extendía por todo el mundo celta y se la consideraba una diosa de la fecundidad y muchos topónimos tienen su origen en el nombre de esta diosa, como el
del río asturiano Navia, o la villa ribereña del mismo, así como la parroquia con el mismo nombre situada en la ría de Vigo, o la población lucense de Navia de Suarna, lugares todos ocupados por los
celtas desde, al menos, el 600 a. C. Así mismo, diferentes fiestas veraniegas se celebran por Galicia y Asturias en honor de La Virgen de la Barca…
Al igual que Navia, la diosa Deva
procede de orígenes indoeuropeos y su nombre quiere decir simplemente “diosa” o “divinidad” y era venerada como la diosa suprema de la que emanaba la vida, por lo que se la invocaba
para pedir purificación, salud o amor, el mismo amor que el causante de que el agua del mar sea salada, pues, según cuentan las leyendas, Deva se enamoró de un hombre, pero su amor solo pudo durar
una noche, ya que ella debía volver al mar para continuar con su labor como diosa, y así lo hizo, pero era tan grande su tristeza, que no ha dejado de llorar desde entonces y sus lágrimas
convirtieron el agua dulce del mar en salada.
Indudablemente Deva es la diosa del
agua y, por consiguiente, de todos esos sentimientos líquidos que proceden del amor y que sus seguidores anteponían a las ambiciones e, incluso, a otras necesidades más materiales, por lo que en sus
ofrendas lanzaban puñados de cereales al fuego. Se corresponde bastante con la diosa pirenaica y vasca de Mari o Amalur.
La toponimia con su nombre es muy frecuente en manantiales y ríos, así como en montañas o
poblaciones del norte de la Península Ibérica: el río Deva fronterizo entre Cantabria y Asturias, el río Deva fronterizo entre Vizcaya y Guipuzcua, los dos afluentes del río Miño: el Deva de la
derecha, en la provincia de Pontevedra, y el Deva de la izquierda, en Orense, el río Deva afluente del Gueña que nace a los pies de la misma gruta de Covadonga, la Isla de la Deva en el Cantábrico, y
hasta un río Deva en Teruel, afluente del Guadalaviar y que da nombre a una de las poblaciones ribereñas: Riodeva (Teruel).
Por otra parte, están las ninfas, esas
deidades de la naturaleza que se nos representan como bellas muchachas, relacionadas con la naturaleza salvaje, donde habitaban y personificaban a las fuerzas naturales, siendo eternamente unas
jóvenes imaginativas y alegres que curaban los males de los humanos mediante el agua. Amorosas por naturaleza, no hacían ascos en unirse tanto con dioses como con hombres. Se les daba diferentes
nombres según dónde habitasen: dríades, melíades, náyades (las ninfas de las fuentes), las duillae, o las xanas asturianas y las mouras o donas gallegas.
Las ninfas vivían solas o en grupos de
hermanas, pero siempre en lugares con agua, pues si el lugar se secaba, ellas morían. Así, no era difícil ver, desde la llegada de los celtas hasta bien entrada la Edad Media, celebraciones de ritos
religiosos en honor de ellas en las fuentes, con la finalidad de pedirles favores, en los que, además de las plegarias, se ofrecían sacrificios. Tras varios intentos por parte de la Iglesia de
condenar tales actividades, no les quedó otro recurso que cristianizar las fiestas en esas fuentes o ríos, realizándolos en honor de la Virgen o de San Juan.
Y para concluir con el agua, no podemos olvidarnos de las
Matres, también asociadas a las fuentes y que, así mismo, poseían virtudes curativas, protectoras de la fertilidad y fecundidad de los campos, de la fortuna y del hogar. Se representaban como un trío
de mujeres sentadas, portando frutos y otros productos de la tierra y, con frecuencia, aparecen acompañadas de niños. Otras versiones nos dicen que esa triada de diosas no son más que la
representación de las diferentes partes de una única diosa, nos referimos a Briga.
Briga, la señora del fuego, era una
diosa poseedora de tres facetas totalmente distintas, pero, al mismo tiempo, complementarias: por un lado era considerada la “llama de la sabiduría”, pues de ella surgía la inspiración
creativa de las artes, la poesía y la magia blanca, siendo representada, también, como un cisne blanco; por otro lado era el “fuego del hogar”, por lo que de ella manaba la salud, la
fertilidad y protegía el ganado y la casa, alejando de esta el peligro de los incendios; y su tercera personalidad era la del “fuego de la transformación”, siendo ella quien habría mostrado
a los hombres los secretos de la metalurgia, la cerámica, la orfebrería… artes todas donde el fuego tiene una gran importancia.
El fuego, en la tradición celta, era
algo más que un simple elemento, pues suponía un poder procedente del mismo universo y si, por un lado, representaba la destrucción, por otro, también simbolizaba la regeneración, por lo que el fuego
encarnaba la dualidad de vida y muerte y, por ello, estaba siempre presente en todos los ritos religiosos y en todas las grandes festividades aparecía la hoguera como la equivalencia del sol en la
tierra. Y es que el fuego, además de sustentar la vida o de destruirla, también purifica, por eso, los celtas, dispersaban las cenizas por los campos para fertilizarlos.
En el libro al que estamos haciendo
referencia, Los ritos del agua, también se nombran a otros seres, o entes, como los denominados “genii cucullati”, consistentes en unas figuras humanas oscuras y encapuchadas a las
que apenas se les veía el rostro, estos seres estaban muy extendidos en la cultura celta, como demuestra el hecho de haberse encontrado multitud de figuritas que los representan por toda la geografía
europea occidental. Aunque existen muchas hipótesis sobre su finalidad y lo que representaban, podemos retomar las palabras de la académica inglesa, Ellis Davidson, que nos dice sobre ellos: “es
evidente que el genius cucullatus es la imagen de un espíritu guardián conectado con el mundo natural, íntimamente ligado a granjas y fincas de labranza. Guardaban el ganado, ayudaban en los establos
y asistían al granjero en las labores de la tierra y en la cosecha del cereal y eran cuidados por la gente como seres beneficiosos de la familia.”
Otro de estos seres nombrado en el
libro era Teutates, un dios galo que formaba parte de una triada: Teutates, Esus y Taranis, los llamados “dioses de la muerte y la noche”. Teutates, cuya raíz etimológica
significa pueblo, defendía a la tribu, y en su honor los guerreros sacrificaban a sus enemigos prisioneros quemándolos, en un acto religioso que pretendía ganar la salvación del soldado en
la batalla.
Y llegados a este punto, pienso que ya
tenemos suficiente material para comprender mejor el tema que he propuesto en el título, La triple muerte celta. Vayamos, pues, a ello…
Siguiendo el artículo El rito de la
’triple muerte’ en la Hispania céltica. De Lucano al Libro de Buen Amor, de Martín Almagro-Gorbea, miembro de la Real Academia de la Historia, este rito “consistiría en ahogar a la víctima,
colgarla y quemarla”, y de él “se conservan múltiples versiones desde el Atlántico hasta Persia”, “es conocido como la ‘triple muerte’ o ‘threefold death’ y se considera característico del
mundo celta, aunque también aparece documentado en los pueblos germanos del norte de Europa y entre eslavos, griegos, anatolios y persas”.
El poeta cordobés Lucano, nieto de
Marco Anneo Séneca y sobrino del filósofo Séneca, en su poema inacabado Farsalia, donde da cuenta de la guerra civil entre Julio César y Pompeyo, hace alusión a un sacrificio ritual:
“los que aplacan con horrendo sacrificio al cruel Teutates y al horrible Esus, el de bárbaros altares, y a Tarinis, cuyo altar no es menos cruel que el de la Diana excita”. A lo que
Almagro-Gorbea prosigue con esta explicación: “Para sacrificar a Teutates se ahogaba a un hombre sumergiéndole en una tinaja; para hacerlo a Eso, la víctima era colgada de un árbol y se la
desangraba; para Tarinis, se quemaban vivas las víctimas, encerradas en una estructura lígnea en forma de maniquí”. Aunque también nos informa de que no hay una homogeneidad entre los
historiadores de la época sobre el modo de ejecutar estos sacrificios.
“El rito de la ‘triple muerte’ se
ha interpretado de dos maneras, bien como tres muertes sucesivas, cada una con un ritual distinto, o bien como una sola muerte, pero con tres métodos distintos, que, en teoría, corresponderían a las
divinidades de las tres funciones del mundo indoeuropeo y, como la ‘triple muerte’ suele vaticinarse por adelantado, se considera una expiación o castigo por haber ofendido a divinidades de las tres
funciones del mundo indoeuropeo”.
“Este extraño ritual (…), se ha
relacionado con numerosos sacrificios humanos aparecidos desde el siglo XIX en turberas y pantanos de la Europa húmeda (…), con ejemplos tan conocidos como el Hombre de Tollund o el Hombre de Lindow.
En las turberas y pantanos de esas zonas de Europa, como lugares considerados puntos de paso al Otro Mundo dentro de la cosmovisión indoeuropea, aparecen cuerpos con evidencias de muerte violenta
(…), hombres, mujeres y niños (…) aparecen estrangulados, degollados, decapitados y sumergidos en las aguas”.
Muchas son las referencias literarias a
este ritual de muerte, sobre todo en el “ciclo mítico de Irlanda y en el ciclo artúrico” o “en la Germania, en Europa oriental y en Oriente” y en Hispania destaca la leyenda de
Santa Marina de Aguas Santas que nos llega de la tradición medieval, pero, para finalizar, lo haremos con un ejemplo de la literatura castellana: El hijo del rey Alcaraz, un poema narrativo
que aparece dentro del Libro del Buen Amor, escrito por Juan Ruiz, Arcipreste de Hita. Aunque el hijo del rey sufre cinco tipos de muerte y no tres, se puede constatar en él la
influencia de la cultura céltica, tanto en la forma de morir, como en las predicciones y la lucha del ser humano entre el fatalismo y la libertad:
Hubo hace tiempo un rey
moro, cuyo nombre era Alcaraz, a quien su esposa le dio un hijo muy bello. Nada más nacer, el rey mando llamar a sus sabios y astrólogos para que estudiasen los astros y las diferentes cábalas con la
intención de poder descifrar el futuro de aquel niño. Estos hombres estudiosos eran cinco, todos con fama de ser certeros en sus predicciones y nobles en sus respuestas. Tras varios días llenos de
fatigas consultando las cartas astrológicas y descifrando infinidad de números y otras ciencias que desconozco, el primero de ellos vaticinó que el príncipe habría de ser apedreado, el segundo que
sería quemado, el tercero pronosticó que se despeñaría, el cuarto que el infante sería colgado y el quinto predijo que moriría ahogado. El rey, al escuchar estos augurios tan dispares, se enojó
muchísimo y ordenó encarcelar a los cinco sabios.
Pasó el tiempo y el príncipe
se convirtió en un guapo mozo, fuerte, diestro, culto y educado, que tenía como mayor afición la caza. Estando un día en los montes de su reino afanándose en esta diversión, surgió de golpe una
enorme tormenta que dejó caer granizo tan grande como manzanas. El ayo se acordó de la primera predicción que le hicieran cuando niño y se asustó mucho, por lo que le dijo: “Señor, busquemos un lugar
resguardado, no vaya a ser cierto lo que le vaticinaron”. Pero al pasar por un puente de madera en la huida, un rayo cayó justo cuando el infante cruzaba, haciéndole caer al precipicio, aunque,
milagrosamente, quedó colgado por sus vestiduras de las ramas de un árbol, sin embargo, debido a la gran tromba de agua que la tormenta dejaba caer, el río creció enormemente y, ante los ojos
atónitos de sus vasallos, que nada pudieron hacer, el príncipe murió ahogado.
Cuando el rey supo esto, a
pesar de su enorme desesperación, ordenó que pusieran en libertad a los cinco sabios que tan certeramente habían vaticinado este triste final.