¿Quién preguntó a Don Quijote o, mejor, a Sancho Panza si ellos realmente querían ver el mar? Parecioles, dice Cervantes (o Cide Hamete) espaciosísimo y largo, harto más que las lagunas de Ruidera. Y siempre, cuando volvemos al fragmento, la pregunta anterior y, también, otra: si tanto y tanto hubieran anhelado ver el mar, ¿por qué ninguno se atreve siquiera a acariciar el agua?, ¿por qué se conforman con plantarse con su montura ante él y mirar el horizonte (como aquel caminante sobre el mar de nubes de Friedrich) y las galeras? Cervantes estaba loco de cordura, afirmaba Alfonso Sastre, y nunca pudo olvidar la Mar Mediterránea. Quizás la respuesta resida en la conjunción de una suerte de Síndrome de Estocolmo cervantino por el Mediterráneo y de que ya Avellaneda (sea este quien sea) los envió (sin preguntar tampoco) a Zaragoza y a Madrid. Aunque es también muy probable que no exista contestación alguna a tales interrogaciones. Ahora, creo que el nódulo de todo ello es Thomas Mann: que viajó en barco por el Mediterráneo (como Cervantes), que lo hizo sin siquiera rozar las olas (como Quijote y Sancho) y que, además, nos legó la experiencia como escrito. ¿Por qué, sin embargo, pienso que hubiera sido necesario acariciar las aguas? ¿Por qué para bien marchar es necesario involucrarse, (con)vivir, devenir? ¿Por qué si, al cabo, las mismas aguas no tocadas acabarán por mojarnos en el ciclo sin fin que habitamos?: “Cuando las aguas del océano suben a los cielos, pierden su amargura para ser puras nuevamente. Las aguas del océano se evaporan y suben hacia las nubes. Y cuando se evaporan, se vuelven frescas” (Cita extraída de El largo viaje, película de Ismaël Ferrouki).
[Los siguientes poemas fueron escritos por Raúl Molina Gil en una breve, pero intensa, estancia en Iowa City, hacia otoño de 2017 y si tuvieran que congregarse alrededor de un título lo harían bajo un sucinto El presente permiso, al ser estas tres palabras algunas de las más repetidas en la documentación que viajó en su maleta sobre el Atlántico hasta atravesar los puentes de hierro y hormigón del río Mississippi y, entonces, detenerse. Las fotografías, según dice, son, también, suyas]
Game Day
Hay atascos y huele a barbacoa: Today it’s game day
nos dice la recepcionista de los apartamentos
donde viviré los próximos tres meses.
Yes, we know it. We have tickets.
Nos faltó decirle que los habíamos comprado
en un arrebato un tanto irracional
muy propio de quien llega a un lugar desconocido
y quiere ser testigo de todo lo que ocurre.
Join the crowds! Join the crowds!
Rezan decenas de carteles cuando nos acercamos al estadio
Pitido inicial vuela el ovoide y es todo
tan nuevo y diferente que nos mantiene en vilo
¡¡¡¡Major MacKenzie!!!!
Y un ensordecedor grito recorre el campo
Mientras un héroe de guerra saluda a una multitud volcada.
Join the crowds! Join the crowds!
Pienso en todos los horizontes
en todos los sueños que mecen los rugidos
de setenta mil gargantas
Lo pienso mientras me levanto
por respeto quizás
hipócrita sin duda alguna y les digo
en un susurro interno:
Os creéis los herederos de Washington
con la libertad
tatuada a fuego en la comisura de los labios
los bisnietos de El Álamo y los enemigos de Santa Anna
os creéis el soldado Ryan
el recluta bufón y el sargento de artillería Lee Emery
provocando la muerte del soldado Leonard Gomer Pyle Lawrence
que hubiera tenido hijos y nietos de no haber existido
la única guerra que decís (no) haber perdido
os creéis el 2º teniente Murphy derribando tanques alemanes
pese a haber sido herido en una pierna.
Sois realmente contradictorios
y lo sabéis (o quizás no)
aunque sepáis disimularlo (o quizás no):
este poema podía titularse simulacro
o acaso abracadabra.
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