El volumen de una sombra

 

 

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Subnormalizante

solocomedia.com -  Diciembre 2012

 

 

subnormalizante

Comedia

De solocomedia.com

 

 

Una mujer buena

 

De Carmen Tomás Asensio

 

         Quiero escribir esta historia porque pienso que la vida del personaje merece ser conocida.

Hay una violencia que tiene mucha publicidad: la violencia de género. Pero es menos conocida la violencia de los menores hacia los mayores. Y sobre todo porque manifiesta una actitud provocada en el tiempo por los hijos que usan y abusan de sus padres y abuelos. En principio no hay violencia de ningún tipo: sólo que parece normal que a los abuelos se les traspasen las responsabilidades de la educación y el cuidado de los nietos. Y después, se les sigue presionando para que los lleven y los recojan de las clases y las actividades extraescolares, y les cuiden hasta que sus padres regresen del trabajo por la noche, ya tarde, a casa.

Y si los abuelos se quejan de problemas de salud que les limitan, se les suele decir “Por eso es bueno que te ocupes de los niños. Te mantendrán ocupado/a, te harán hacer ejercicio y te animarán”.

Y como estas personas mayores tienen un gran cariño a sus nietos, y piensan que esta es una forma de “echar una mano” a sus hijos, siguen en la brecha.

Y estos niños, adolescentes ya, no pueden ser educados por unos abuelos permisivos, porque por su edad y falta de conocimiento de las costumbres de los jóvenes, no están en condiciones de hacerlo, a pesar de su buena voluntad y afecto.

La historia que voy a contar tiene unos elementos especialmente dramáticos, por la condición de la hija única y los nietos con un retraso mental. Es una historia, pero es sobre todo la vida de su protagonista; durísima, pero aceptada con verdadero cariño y dedicación, incluso con alegría. A su manera fue feliz con su destino.

Es esta una triste historia que refleja la vida de una mujer extraordinaria, que nunca se quejó de lo que el destino le había ido deparando: problemas de todas clases, que ella afrontó con valentía hasta que la enfermedad la postró en una silla de ruedas. Y a partir de ahí, el desamparo más absoluto… Ella disculpó siempre a las personas que pudieron ayudarle y no lo hicieron.

 

Se llama María. Es bajita, arrugada, encogida, valiente. Tiene unos hermosos ojos azules con un brillo desafiante, que un día fueron bellos y hoy se esconden entre nubes. Pero aún así atraen.

Fue costurera, y se ganó dignamente la vida. En las casas que trabajó, fue como una más de la familia. Siempre servicial y siempre afectuosa. Tomó parte en los acontecimientos, felices o tristes, que fueron desarrollándose a través del tiempo a su alrededor.

Ahora tiene los dedos engarfiados por la artrosis y apenas puede moverlos.

Su única hija, casada, separada, se fue de casa “con un señor” y le dejó, de recuerdo, un niño y una niña, con algún retraso mental y mucha cara dura. Adolescentes incapaces de adaptarse a nada, ni trabajar, ni estudiar, ni ayudar en casa... incapaces de dedicarse a nada útil.

El chico, drogodependiente, roba a su abuela, le pega, la maltrata. La chica pasa de todo.

La abuela los cuidó, los educó, los sacó adelante con muy pocos recursos y mucho coraje. Cosía día y noche, sin descanso. “Entre el día y la noche no hay pared”, me decía.

No importaba que su salud se resintiera. Nunca se quejó. Pero cuando con los años su diabetes se agravó, surgieron las complicaciones. Tuvieron que amputarle una pierna, poco a poco, mutilándola a trozos hasta llegar encima de la rodilla.

Aunque sus nietos, ya adultos, siguen viviendo de su pequeña pensión de viudedad, nadie la puede cuidar a ella. Los servicios sociales, porque –dicen- tiene a sus nietos en casa y podrían colaborar. Los nietos porque no le han ayudado nunca y siguen siendo unos parásitos a su costa.

La artrosis le impide coser. La falta de una pierna, caminar. La silla de ruedas que utiliza, es pesada de manejar. Y sólo cuando alguna vecina caritativa la saca a la calle, le da un poco el aire y se encuentra feliz, y dice humilde: “Si Dios lo permite... Otros están peor...”

Se llama María, tiene 91 años y unos hermosos ojos azules...

Cuando yo le sugiero que deje a sus nietos, que ya son mayores para buscarse el pan, que se deje cuidar en casa o que se vaya a una residencia, y le recuerdo que a nada le ayudan cuando tanto lo necesita, que incluso dificultan las ayudas sociales que se le prestarían... ella me mira con sus claros ojos azules y me dice: “Si fueran suyos ¿qué haría?”

Se llama María, tiene 91 años y unos hermosos ojos azules...

Ella sabía que no estaba cuidada, que necesitaba un control de salud, de higiene, pero no quería dejar su casa. Si le hubiesen permitido dejar a sus nietos la pensión que cobraba, seguramente se lo hubiese planteado. Pero esto no era posible. Los chicos tenían más de 20 años. Bastante más. No trabajaban o lo hacían de manera temporal. Tampoco cuidaban ni aseaban a su abuela, así que tomaron cartas en el asunto los Servicios Sociales.

Decidieron que María necesitaba ser atendida, alimentada y con todas las atenciones de higiene que no se le prestaban y ella no podía realizar.

         Como iba en silla de ruedas el baño tenía un escalón en la entrada y la puerta era estrecha, no lo podía usar. Hacía sus necesidades en un plato de enferma y lo dejaba sobre la cama durante todo el día. Uno de sus nietos lo vaciaba al llegar por la noche, suponiendo que no llegasen tan tarde que ya María se hubiese acostado y lo siguiese usando.

Yo la visité, junto con una amiga que también la apreciaba mucho, varias veces. Su aspecto era desaseado, el pelo hecho un desastre. El labio superior lleno de vello. Una mujer tan amiga de la limpieza y aún presumida.

La casa olía muy mal. Ella también. Le ofrecimos ayudada. El Ayuntamiento ofreció una persona para limpiar la casa, asearla a ella. Se negó, para esta prestación tenía que prescindir de los nietos. Si vivían con ella y vivían de ella, debían cuidarla ellos. No había forma de convencerla. Era una lucha perdida de antemano. Ella seguía viéndolos como niños pequeños, de madre con retraso psíquico y padre desaparecido.

Se resistió hasta el final. Hubo que llevarla a una Residencia para poderla cuidar. Su estado era realmente malo. Pero su mente era lúcida y su memoria increíblemente despierta.

Nunca había estudiado, más allá de la enseñanza primaria que tuvo que interrumpir durante la guerra civil. Pero era lista y aprendió mucho por necesidad y porque se esforzaba y le gustaba hacerlo. Era una gran filósofa y sus sentencias eran tan interesantes que, además de tenerlas escritas, procuraba seguirlas.

Cuando murió su marido y ella se quedó como única fuente de ingreso familiar, con una pensión absolutamente insuficiente y un piso que aún no habían pagado, yo creí que se iba a derrumbar. Sus nietos eran entonces pequeños y la madre los dejaba al cargo y cuidado de la abuela.

Las personas que la apreciábamos y a cuyas casas acudía a trabajar como costurera, intentamos orientarla y ayudarle. Me dijo: “Esto es un problema mío. La vida es como una escalera, si no subes el primer escalón nunca llegarás arriba.”

Y así lo hizo. Subió escalón por escalón.

Fregó escaleras y patios. Cosió en su casa y en las de los demás. Entre el día y la noche no hay pared, como decía siempre.

         Era servicial y detallista, simpática y afectuosa. Una buena mujer. Una mujer buena.

Se la llevaron a la Residencia, "casi" a la fuerza. Sus nietos no querían, como era de esperar. En este lugar fue cuidada y se reanimó. Yo le escribí y le prometí visitada. Lo tenía previsto, pero me aconsejaron que dejase pasar algún tiempo para darle tiempo a integrarse. Parece que estaba nerviosa. Agradecida al trato pero no contenta.

Volví a escribirle una tarjeta, aprovechando las fiestas de Navidad. La animaba y decía lo mucho que me alegraba de su mejoría y esperaba que hiciese amistades, para lo que tenía mucha facilidad por su carácter. No me contestó.

Me avisaron que había muerto de repente, sin previo empeoramiento.

Se había sacrificado tanto por su familia, había hecho tanto por los demás, que no sabía estar sola. Sola recibiendo y sin los suyos para compartirlo.

Yo lo entendí enseguida. Había muerto de pena.

 

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