En esta novela de Luis Landero la verdadera protagonista es
la mentira. Mentir es una herramienta, a veces necesaria, que, en múltiples ocasiones, se convierte en una verdad oficial y se confunde con la realidad entre las nieblas del pasado. Cuando la mentira
se transforma en relato, llega a formar parte del acervo vivencial, incluso cultural, de las personas, pero como bien se dice en el inicio de este libro: “Ahora ya sabe con certeza que los
relatos no son inocentes, no del todo inocentes. Quizá tampoco lo sean las conversaciones de diario, los descuidos y equívocos verbales o el hablar por hablar. Quizá ni siquiera lo que se habla en
sueños sea del todo inocente”, la mentira nunca surge por equivocación, por puro azar, siempre tiene una oscura voluntad, un oculta pretensión. Y es que la vida es lo que recordamos y ello no
quiere decir que se corresponda con lo que realmente hemos vivido.
El pasado es algo que cada persona percibe de una forma
diferente y que, por lo tanto, cada cual lo recuerda a su manera. Todos tienen su verdad y la defienden.
Convivir con otras personas suele ser complicado. Cada una
es un mundo distinto con una fuerza gravitatoria propia, por lo que cada una espera que todo gire alrededor de su entidad y se resiste a ser un mero satélite de nadie más. Así que, con tanta energía
pululando entre los seres planetarios, no es de extrañar que aparezcan chispazos y tormentas de vez en cuando. Y esto se multiplica dentro de la unidad familiar, donde una palabra puede ser un
detonante y los silencios un generador de cataclismos.
La madre va a cumplir ochenta años y Gabriel llama a sus dos
hermanas para organizar una celebración familiar. Las vidas de estos cuatro personajes no han sido fáciles y la madre, viuda desde hace muchos años, dirigió el núcleo familiar con pulso firme y mano
dura, por lo que todos parecen conservar viejos rencores adormecidos en sus memorias, aunque prestos a despertar. En el centro de este pequeño universo se encuentra Aurora, la esposa de Gabriel, que
desempeña el papel de faro entre tantas aguas turbulentas y, con su proverbial aguante y su inagotable paciencia, se convierte en la depositaria de las confidencias y lamentaciones de todas, aunque
no de su marido.
Aurora es el personaje central de esta historia. Sabe
escuchar, es amable y, por lo tanto, todo el mundo la utiliza. Ella es la receptora de las confesiones y así se forma una narración coral que viaja constantemente desde el pasado hasta el presente e,
incluso, hacia un futuro de suposiciones. Pero nadie se interesa por los sentimientos de Aurora, nadie le resuelve sus dudas, nadie consuela sus sufrimientos. Ella es la portadora de todos los
secretos y eso pesa, Es el destino de quien se da a los demás sin pedir nada a cambio.
Lo que se hizo o lo que no, las palabras que se dijeron o
los silencios, nada se ha olvidado y todo va aflorando a medida que se acerca la fecha del festejo creando una extensa red de reproches, de críticas, de censuras que van dibujando un horizonte
bastante oscuro. El recuerdo del padre, que llenaba de fantasía un hogar en contraposición al pragmatismo de la madre, deja de ser el bálsamo de antaño para formar parte del catálogo de motivos de
queja de unas personas cuyas existencias no fueron, ni mucho menos, las que ellas pudieron soñar, proyectiles que lanzarse en busca de la total destrucción de no se sabe qué. Esas frustraciones, esos
traumas, reales o inventados, esos agravios sublimados por la imaginación a través del tiempo, ese victimismo y la consiguiente búsqueda de culpables, todo se acumula y se va enconando hasta hacer de
la vida familiar algo insoportable.
¿Quién miente y quién dice la verdad? ¿Quizá todos? ¿Tal vez
nadie?... Luis Landero no nos lo va a resolver y deja a los lectores la misión de ir desentrañando los puntos oscuros de esta historia, de ir analizando los dimes y diretes, y las pequeñas miserias,
de los protagonistas. Un arduo trabajo del que no podremos lamentarnos.