La
advertencia
Emilia Pardo
Bazán
Oyendo llorar al pequeño, el de cuatro meses, la madre
corrió a la cuna, desabrochándose ya el justillo de ruda estopa para que la criatura no esperase. Acurrucada en el suelo, delante de la puerta, a la sombra de la parra, cargadas de racimos maduros,
dio de mamar con esa placidez física tan grande y dulce que acompaña a la vital función. Creía sentir que un raudal tibio e impetuoso salía de ella para perderse en el niño, cuyos labios inflados y
redondos atraían tenazmente la vida de la madre. La tarde era bonita, otoñal, silenciosa. Solo se oía el silbido de un mirlo, que rondaba las uvas, y el goloso “glu glu” del paso de la leche materna
por la gorja infantil.
Sobre el sendero pedregoso resonaron aparatosas las
herraduras de un caballo. Resbalaban en los lages, y sin duda arrancaban chispas. La aldeana conoció el trote del jamelgo: era el del médico, don Calixto. Y gritó
obsequiosamente:
- Vaya muy dichoso.
El doctor, en vez de pasar de largo, como solía, paró
el jaco a la puerta de la casuca y descabalgó.
-Buenas tardes nos de Dios, Maripepiña de Noria...
¿Qué tal el rapaz? Se cría rollizo, ¿eh?
La madre, con orgullo, alzó al mamón la ropa y enseñó
sus carnes, regordetas, rosadas, no demasiadamente limpias.
-¿Ve, señor?... Hecho de manteca
parece.
-Mujer, me alegro... De eso me alegro mucho, mujer...
Por qué has de oírme: he recibido carta de los señores, entiendes, de los señores, los amos... Que les mande allá una moza de fundamento, y de buena gente, y sana, y bonita, y que tenga leche de
primera, para amamantarles el hijo que les acaba de nacer… y con estas señas no veo en la aldea sino a ti, Maripepiña.
Un asombro, una curiosidad atónita, se marcaron en el
rostro algo amondongado, pero fresco y lindo, de la aldeana.
-¿Yo, don Caliste? ¿A
mí...?
-A ti, claro, a ti... No sé de qué te pasmas... A mí
no había de ser... Si te dijese que te llaman para guiar el coche, bueno que te asombrases...
-Y entonces, ¿quiérese decir que tengo que largar para
Madrí, don Calixte?
-No siendo que pienses darle teta desde aquí al
pequeño de los señores...
-No se burle... No se burle... ¿Y qué dirá mi hombre
cuando sepa que dejó la casa y los rapaces?
-dirá que perfectamente. ¿Qué diantre ha de decir? Os
cae en la boca una breva madura. Ocho pesos de soldada al mes, comida..., ¡Ya supondrás que comida! Y ropa... ¡De ropa, como la reina! Collares y pendientes de monedas de oro, pañuelos bordados,
mantel de terciopelo... ¡Hecha una imagen!
-Ocho pesos - repitió impresionada la aldeana,
mientras el mamón, acogotado de hartura, cerraba los ojuelos y se adormecía -. ¿Dice que ocho pesos?
-¡Y propinas! ¡Propinas
gordas!
Maripepiña meneó la cabeza, cubierta de densa crencha,
de un Rubio magnífico, veneciano, qué, sencillamente alisado para domar su rizosa independencia, brillaba a los últimos rayos del Sol. Cubrió el globo del seno, que todavía rozaba, descubierto, la
cabeza del niño dormido, y repitió:
-¿Qué dirá mi hombre?
-¿Él trabaja en la viña de
Méntrigo’
-Sí señor... Allí está el enfelís, aguantando calor
desde la madrugada.
-Pues paso por allá y te lo remito..., porque esto no
da espera, mujer. Si te determinas, has de salir hoy mismo: vengo a recogerte y te llevo a Vilamorta; la diligencia sale a las once de la noche, para aprovechar las horas
frescas.
Nada contestó la moza... Su estrecha frente estaba
como abarrotada de pensamientos contradictorios. El médico cabalgó otra vez y se alejó, con el mismo choque de eslabón de las herraduras contra las lages de la calzada bruñidas por el
tiempo.
Un cuarto de hora después, el hombre de Maripepa
aparecía, chaqueta al hombro, azadón terciado. No hubo explicación: ya venía informado por el médico.
-Y luego, Julián, ¿que nos cumple
hacer?
El aldeano, al pronto, calló, con cazurro silencio.
Soltó azadón y chaqueta y fue a sacar de la herrada un tanque de agua fría, qué apuro a tragos largos, cómo se deben apurar las amarguras inevitables...
Limpiándose la boca con el dorso de la mano, se
acercó, cejijunto, a su mujer, que acababa de soltar al crío en la cuna.
-Nos cumple, nos cumple... -repitió sentencioso-. Nos
cumple a los pobres obedecer y aguantar... El amo, si esta de buenas, puede ser dar que nos perdone la renta del año; y que la perdone, que no la perdone, tus ocho pesos nadie te los quita. Y tú,
según lo vas cobrando, aquí los remites, que yo tengo mi idea mujer, y nos perdonando la renta, si tú se lo sabes pedir con buen modo a la señora, con tu soldada mercávamos el cacho de la viña que
está junto al pajar, y ya teníamos huerta, patatas y berzas, y judías, y calabazas, y todo...
-Bien; estando tú conforme, voy a recoger la
ropa.
El marido gruñó:
-Lleva no más lo puesto, parva, que ropa ha de
sobrarte.
-Y a los rapaces, ¿quién los
atiende?
-Estarán atendidos. Vendrá mi hermana, la más pequeña.
Ya cumplió los diez años por San Juan; sirve para cuidarlos.
-Que no le falte leche a Gulianiño -imploró la madre,
señalando la cuna. Y al pronunciar el nombre cariñoso del nene, se le quebró la voz a Maripepa, y las lágrimas se apuntaron en sus ojos verdes, del color de los pámpanos de la
vid.
El marido, por su parte, también sintió no sé qué
allá, en lo hondo de sus toscas entrañas de labriego amarrado sin reposo a la labor que gana el pan oscuro y grosero... Por un instante los esposos miraron, con el mismo ¡ay!, con la misma devoción,
a la cría, a la prole.
-Voyme de mala gana, mi hombre -suspiró la
hembra.
-¡No hay remedio! -articuló el, reflexivamente. Y, de
pronto, agarrando por el pescuezo a Mariepa, la besó sin arte, restregándole la cara.
-Cata que eres moza y de buen parecer -refunfuñaba
entre estrujones-. Cata que no se vayan a divertir a mi cuenta los señoritos... Tú vas por el chiquillo y no para los grandes, ¿oyes me? En Madrid hay una mano de pillería. Como yo sepa lo menos de
tu conducta, la aguijada de los bueyes he de quebrarte en los lomos...
La aldeana sonreía interiormente, bajando hipócrita
los ojos. Ella sería buena por el aquel de ser buena; pero su hombre no tenía un pie en Noria y otro en Madrid, y los mirlos no iban a contarle lo que ella hiciese... Y, con modito miano, se limpió
los carrillos del estragón y, sacudiendo la mano en el aire, articulo mimosa:
-¡Asus, lo que se te fue a ocurrir, santo! ¡Nuestra señora del plomo me
valga...!