Centenarios:

Enero, febrero y marzo 2022.

Fuera del perro, un libro es probablemente el mejor amigo del hombre, y dentro del perro, probablemente, esté demasiado oscuro para leer. (Groucho Marx)

 

Pintura de Loui Jover

En este primer trimestre del recién estrenado 2022 vamos a referirnos a diez autores y autoras que cumplen sus respectivos centenarios (ocho nacimientos y dos muertes) en algún día de los noventa que se extienden entre enero y marzo. Seguramente algunos de sus apellidos serán bastante conocidos y otros no tanto, pero todos son dignos de un gran interés, estos diez son: Villacañas, Moliére, Verga, Sevigne, Skácel, Bataille, Pasolini, Kipartdt  Kerouac y King.

El toledano Juan Antonio Villacañas nació un 10 de enero de hace cien años y falleció, en la misma ciudad de su nacimiento, Toledo, en 2001, cuando contaba uno prolíficos. Durante la Guerra Civil se vio obligado a abandonar los estudios para poder aportar algún salario a la magra economía familiar trabajando en el campo y en una panadería. De vuelta a casa, tras cumplir con el servicio militar (realizado en Melilla y el Valle de Arán), desempeñó los servicios de arte y cultura en el Ayuntamiento de Toledo. Su obra consta de unos treinta y tres libros de poemas, entre los que destacaremos: “El tiempo justo”, “Navegando en la noche”, “Cárcel de la libertad” o “Sublevación de la melancolía”, aunque también cultivó el ensayo, el cuento y la crítica literaria. Su poética fue siempre bastante personal ya que nunca perteneció a ningún grupo ni movimiento literario, tocando una gran variedad de temas y componiendo tanto en verso libre como en métricas tradicionales, sobre todo en liras, aunque tampoco dio de lado a las formas más osadas e innovadoras, como así lo demuestra la creación de sus “linformas”, consistentes en la unión de la imagen y el texto.

Contradicción virtual
(De Sublevación de la melancolía, 1987)

Juan Antonio Villacañas


Los ojos, ¿son los ojos?
Los ojos no lo son, son los oídos.
¿Nada veis con los ojos,
ni oís con los oídos?
¿Se contradicen todos los sentidos?

Se pone opuesto el gusto,
y el tacto ni se mira ni se toca.
Aunque es táctil su busto
y amoroso en la boca,
con el oler oliendo se sofoca.

Débiles todos, fuertes,
son sentidos difíciles, profundos,
hacen vidas y muertes,
parecen moribundos,
fingen como asustados vagabundos.

Son cinco pero es uno,
aunque está dentro y solo yo le siento
sin sentido ninguno.
Es uno, pero miento,
son cinco alimentando al pensamiento.

Cierro los ojos, veo,
me tapo los oídos con las manos
y en oír me recreo,
oigo pasos lejanos,
veo en el más allá seres humanos.

Veo, lo siento, broto,
en el jardín de las contradicciones,
lo toco y gusto. Noto
más sensaciones, sones,
que estos cinco sentidos son ficciones.

El 15 de enero de 1622, hace cuatrocientos años, nació Jean Baptiste Poquelín, más conocido como Moliére, y que llegó a ser un famoso dramaturgo y actor. Gracias a su capacidad para ganarse al público, Moliére es considerado como el Shakespeare francés y el mejor escritor de comedia neoclásica. Mordaz, irónico y crítico con la sociedad de su tiempo, no es de extrañar que varias de sus obras provocaran la ira de la aristocracia francesa. Estuvo en contacto con compañías italianas de la ‘commedia dell’arte’ siendo evidente su influencia en muchas de sus obras, en las que él y su esposa interpretaban a menudo los papeles principales. Tampoco la burguesía se salvaba de las pullas de nuestro amigo Moliére al reírse de su visión puritana e hipócrita de la vida, ejemplo de ello es el escándalo que provocó con el estreno de “La escuela de las esposas”, que también tendría su antagónica “La escuela de los maridos”, o con la sátira “Tartufo”, donde atacaba la doblez de los estamentos religiosos, por lo que fue prohibida su representación durante varios años. Aparte de las ya nombradas, ¿quién no ha oído hablar de obras tan famosas como: “El médico a palos”, “El avaro”, “Las mujeres sabias” o “El enfermo imaginario”? Moliére se desplomó en el escenario durante una actuación y murió poco después, el 17 de febrero de 1673, mientras interpretaba, ironías de la vida, la obra “El enfermo imaginario”, en la que se ridiculizaba a los médicos y a la medicina de su tiempo. Las autoridades políticas y religiosas le negaron un entierro cristiano, aunque no creo que a Moliére le importase demasiado.

 

El avaro (fragmento)
Moliére


"FROSINA.— ¡Cómo! Es una joven que os aportará doce mil libras de renta.

HARPAGÓN.— ¡Doce mil libras de renta!

FROSINA.— Sí. Ante todo, está alimentada y educada con un gran ahorro de estómago. Es una joven acostumbrada a vivir de ensalada, de leche, de queso y manzanas, y que no necesitará, por consiguiente, ni mesa bien servida, ni caldos exquisitos, ni cebadas mondadas constantes, ni las demás delicadas fruslerías que requeriría cualquier otra mujer; y esto no representa tan poco que no ascienda todos los años a tres mil francos, por lo menos. Aparte de esto, sólo le preocupa un aseo muy sencillo y no le gustan los vestidos costosos, ni las ricas joyas, ni los muebles suntuosos, a los que tan apasionadamente aficionadas son las de su sexo; y este capítulo equivale a más de cuatro mil libras al año. Además, siente una aversión horrible por el juego, lo cual no es corriente en las mujeres de hoy; y conozco a una de nuestro barrio que ha perdido al treinta y cuarenta veinte mil francos este año. Mas no contemos sino la cuarta parte. Cinco mil francos al juego, por año, y cuatro mil en vestidos y joyas, suman nueve mil libras; y poniendo mil escudos para la comida, ¿no tenéis ahora los doce mil francos contantes y sonantes, al año?

HARPAGÓN.— Sí; no está mal; mas esa cuenta no tiene nada de real.

FROSINA.— Perdonadme. ¿No es algo real aportaros en matrimonio una gran sobriedad, la herencia de un gran afán por la sencillez del atavío y la adquisición de un gran caudal de odio al juego?

HARPAGÓN.— Es una chanza querer formar su dote con todos los gastos que ella no hará. No voy a dar recibo de lo que no me han dado, y tengo que percibir algo.

FROSINA.— ¡Dios mío! Ya percibiréis bastante; y ellas me han hablado de cierto lugar donde tienen bienes, que pasarán a ser vuestros.

HARPAGÓN.— Habrá que verlo. Pero queda, Frosina, otra cosa que me inquieta. La moza es joven, como ves, y las jóvenes, generalmente, sólo aman a los de su edad y buscan únicamente su compañía; temo que un hombre de mi edad no sea de su gusto y que esto ocasione en mi casa ciertos pequeños desórdenes que no me convendrían.

FROSINA.— ¡Ah, qué mal la conocéis! Ésa es otra particularidad que pensaba deciros. Tiene una aversión espantosa por todos los jóvenes, y sólo siente amor por los viejos.

HARPAGÓN.— ¿Ella?

FROSINA.— Sí, ella. Quisiera que la hubierais oído hablar acerca de eso. No puede soportar en absoluto la vista de un joven, pero siente el mayor encanto, dice ella, cuando logra ver a un apuesto viejo con una barba majestuosa. Los más viejos son para ella los más seductores, y os aconsejo que no os hagáis con ella más joven de lo que sois. Quiere, cuando menos, que sea uno sexagenario; y no hace todavía cuatro meses, estando a punto de casarse, rompió el compromiso matrimonial porque descubrió que su amante sólo contaba cincuenta y seis años y no usó antiparras para firmar el contrato.

HARPAGÓN.— ¿Por eso tan sólo?

FROSINA.— Sí. Dijo que a ella no le satisfacían cincuenta y seis años solamente, y que le agradaban, sobre todo, las narices que sostenían anteojos.

HARPAGÓN.— En verdad, me dices una cosa muy nueva.
FROSINA.— Eso va más allá de lo que os pudiera decir. Tiene en su cuarto algunos cuadros y estampas; mas ¿qué creéis que son: Adonis, Céfalo, Paris y Apolo? No. Bellos retratos de Saturno, del rey Príamo, del anciano Néstor y del buen padre Anquises, a hombros de su hijo.

HARPAGÓN.— ¡Es admirable! No lo hubiera imaginado nunca; y me satisface mucho saber que es así su carácter. En efecto: de haber sido yo mujer, no me hubieran gustado los jóvenes.

FROSINA.— Lo creo. ¡Linda cosa para amarlos! ¡Son unos mocosos, unos presumidos, para sentir antojos por ellos! ¡Y me gustaría saber qué atractivo pueden ofrecer!

HARPAGÓN.— Yo, por mi parte, no los comprendo en absoluto, y no sé cómo hay mujeres que los aman tanto.

FROSINA.— Hay que estar loca de remate. Encontrar amable a la juventud, ¿es tener juicio? ¿Son hombres unos boquirrubios y puede sentirse apego por esos animales?

HARPAGÓN.— Es lo que digo yo todos los días: ¡con su voz feble, sus tres pelos de barba levantados como los de un gato, sus pelucas de estopa, sus calzas caídas y sus estómagos desarreglados!

FROSINA.— ¡Eh! ¡Bien formados resultan junto a una persona como vos! Vos sois un hombre de verdad, que recrea la vista, y hay que estar hecho y vestido así para engendrar amor. "

Giovanni Verga murió el 27 de enero de 1922, hace cien años, habiendo nacido el 2 de septiembre de 1840 en Catania (Italia), en el seno de una familia acomodada de origen aristocrático, aunque de sentimientos liberales. Por aquellos tiempos Italia estaba disgregada en multitud de pequeños estados y reinos y Catania se encontraba bastante alejada de los centros culturales más importantes, como Milán o Florencia, sin embargo, Giovanni recibió una educación esmerada en la escuela del liberal y pro-italiano Antonio Abate, quien le inspiró sus sentimientos patrióticos y su inclinación por la literatura, por lo que no es de extrañar que a los diecisiete años escribiera su primera novela, “Amor y Patria”, inspirada en la Revolución Americana. Matriculado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Catania, no llegó a concluir nunca la carrera, pues se dedicó en exclusiva a la escritura, publicando en 1858 otra novela histórica imbuida de fervor patriótico, “Los carbonarios de la montaña”. Su tercera novela, “En las lagunas”, llegaría cinco años más tarde. Tras la unificación de Italia se trasladó a vivir a Florencia, capital temporal del nuevo estado y donde cultivó la amistad de la élite intelectual de la ciudad. De las experiencias vividas durante esos años surgieron las novelas: “Una pecadora”, “Eros” y “Rosas caducas”. En 1872 se trasladaría a Milán, donde entraría en contacto con los “Scapigliati” (los despeinados), un grupo de jóvenes intelectuales que se caracterizaban por rechazar los ideales del Risorgimento, abrazando todo lo anormal, irregular y antiburgués; también allí entró en contacto con el naturalismo francés de Balzac, Flaubert y Zola. Su periodo de mayor producción literaria comprendería desde 1880, con la publicación de “Bajo la sombra del Etna”, hasta el 1889 con “Maestro don Gesualdo”. Entre ambas fechas aparecería su único éxito teatral, “Cavallería Rusticana”, la cual se convertiría en la ópera de Pietro Mascagni que tantos disgustos le acarrearía a causa del litigio por las regalías como autor. Desengañado de la sociedad, y de los abogados, sus últimos años los vivió aislado, a pesar del homenaje oficial por su octogésimo cumpleaños, al que no asistió, y de su nombramiento como Senador de la República Italiana. Murió con la única compañía de su amigo de toda la vida, Frederico De Roberto.

 

Los Malavoglia (fragmento)
Giovanni Verga

 

"La víspera de la Ascensión, mientras los chicos saltaban alrededor de las hogueras, las comadres se habían vuelto a reunir delante del porche de los Malavoglia, y también estaba allí la comadre Venera la Cojitranca para oír lo que decían y para dar su opinión. Ahora que el patrón Toño casaba a su nieta y la Providencia había vuelto a moverse, a los Malavoglia todos les ponían buena cara, porque ignoraban lo que Piedeganso se guardaba dentro, incluida su mujer, la comadre Gracia, que charlaba con la comadre Maruca como si su marido no tuviera nada malo dentro. Toño iba todas las noches a pelar la pava con la Bárbara y le había confiado que su abuelo había dicho: «Antes se tiene que casar la Mena». «Y después me toca a mí», concluyó Toño. Por eso la Bárbara le había regalado a la Mena un tiesto de albahaca, adornado con claveles y con un lazo rojo, que era la invitación para que se convirtiera en su comadre; todos agasajaban a Santa Águeda, e incluso su madre se había quitado el pañuelo negro, porque donde hay novios, llevar luto es de mal agüero; y también le habían escrito a Lucas para darle la noticia de que Mena se casaba.

Únicamente ella no parecía tan alegre como los demás, como si el corazón le hablara y le hiciera ver todo negro, cuando los campos estaban constelados de pequeñas estrellas de oro y plata y los niños ensartaban las guirnaldas para la Ascensión, y ella misma se había subido en la escalera, para ayudar a su madre a colgar las guirnaldas en la puerta y en las ventanas.
Mientras todas las puertas habían florecido, sólo la del compadre Alfio permanecía siempre cerrada, negra y desvencijada, y ya no había nadie que colgara las flores de la Ascensión.

—¡Esa coqueta de Santa Águeda! —iba diciendo la Avispa con la boca llena de espuma—, ¡tanto ha dicho y tanto ha hecho que ha obligado al compadre Alfio a marcharse del pueblo!

Entre tanto a Santa Águeda le habían puesto el vestido nuevo y estaban esperando que llegara San Juan para quitarle la aguja de plata de las trenzas y peinarla con raya en medio antes de ir a la iglesia, de modo que todos, al verla pasar, decían: «¡Qué afortunada!».

La pobre madre, en cambio, no cabía en sí de gozo, porque su hija iba a entrar en una casa donde no le iba a faltar nada, y seguía mientras tanto con su quehacer de cortar y coser. El patrón Toño también quería ver el trabajo, cuando volvía a casa por la noche, y sostenía la tela y la madeja de algodón, y cada vez que iba a la ciudad volvía con algún regalito. Con el buen tiempo el corazón se empezaba a abrir otra vez, los chicos ganaban todos algo, unos más y otros menos, y también la Providencia se ganaba su pan y hacían cuentas que, con la ayuda de Dios, para San Juan saldrían de apuros.
Por entonces el patrón Cebolla se pasaba las noches enteras sentado en las escalinatas de la iglesia con el patrón Toño, hablando de lo que había hecho la Providencia. Blas estaba siempre dando vueltas por la callejuela de los Malavoglia, con su traje nuevo; poco después se supo en todo el pueblo que el domingo la comadre Gracia iba a peinar a la novia y a quitarle la aguja de plata, porque Blas Cebolla era huérfano de madre y los Malavoglia habían invitado adrede a la Piedeganso para congraciarse con su marido. Y habían invitado también al tío Crucifijo y a todos los vecinos, a todos los amigos y parientes, sin pensar en los gastos. "

El 6 de febrero de 1622, hace ahora cuatrocientos años, nació Marie de Rabutin-Chantal, más conocida como Madame de Sévigne, hija del barón de Chantal y cuya abuela Jeanne-Françoise, quien dejó sus hijos al amparo de los abuelos para ingresar en una orden religiosa bajo la dirección de San Francisco de Sales, sería canonizada en 1767 como Santa Juana de Chantal. Pero volvamos a Marie, la cual quedó huérfana de padre al año de edad y de madre cuando contaba sólo siete, por lo que la niña fue acogida por sus abuelos maternos, pero, como las desgracias nunca vienen solas, también ellos fallecieron dos años más  tarde, así que, finalmente, quien se hizo cargo de la niña, con diez años de edad, fue su tío materno, el abate de Livry, Christofe de Coulanges, el cual se tomó muy en serio la educación de su pequeña sobrina, proporcionándole los mejores maestros, de quienes aprendió, entre otras cosas, latín, español e italiano, además de formarla en mediante una firme moral cristiana, resultando una mujer respetada y virtuosa. Marie siempre tuvo en su tío, a quien denominaba: “Bondad misma”, un fiel amigo y el perfecto consejero. Marie se casó a los dieciocho años con el marqués Henri de Sévigne, pero el muchacho le resultó ser un ludópata, pendenciero y mujeriego que lapidó tanto su fortuna como la de su joven esposa, muriendo en un duelo por otra mujer en 1651, y dejando viuda a Marie con dos niños pequeños. Tras la pérdida de su marido, Marie y sus hijos se trasladaron a sus fincas para salvar su maltrecho patrimonio, algo que consiguió en tres años, volviendo después a París donde fue el centro de la alta sociedad capitalina, logrando convertirse en una de las damas más ilustres del círculo de mujeres cultas que marcaban las modas intelectuales de la capital francesa. Marie se dedicó en cuerpo y alma a la educación de sus pequeños y a diseñar sus futuros. En 1669 concertó el matrimonio de su hija con del conde de Grignan que, al ser nombrado gobernador de Provenza, separó a madre e hija, lo que dio pie a la escritura de las más de mil quinientas cartas que Marie envió a su pequeña hablándole sobre la vida y la sociedad de París. Estos escritos, más los centenares de misivas enviadas a sus amistades, que en total sumarían más de tres mil, le darían una bien merecida fama por su estilo vivo y brillante. Madame de Sévigne falleció de viruela el 17 de abril de 1696 en el castillo de su hija en Provenza. Su nieta, Madame de Simiane, publicaría años después las cartas de su abuela, aunque destruyó las de su madre.

Jan Skácel, el “poeta del silencio” nació el 7 de febrero de 1922 en Vnorovy, una aldea de Moravia del Sur (República Checa). Hijo de un maestro de escuela rural, estudio el bachillerato en la ciudad de Brno donde comenzó a trabajar como acomodador de cine, pero en 1943, los nazis lo enviaron a trabajos forzados para construir carreteras y túneles en Austria. Tras la guerra se matriculó en la Universidad de Brno, aunque nunca acabó sus estudios. Skácel afirmaba que le gustaba más leer que escribir, sin embargo, en 1957 publicaría su primer poemario: “¿Cuántas oportunidades tiene la rosa? Eran estos poemas fruto de su desesperación a causa de los apuros económicos que le oprimían, pero tras enviar a una revista su poema “Ataque aéreo”, pudo paliar un poco su situación gracias al poeta y redactor Oldrich Mikulásek, a quien le uniría una gran amistad que no le impidió quitarle la esposa, Bozena, con quien Jan se casaría un tiempo más tarde. Tras la invasión de Checoslovaquia por las tropas del Pacto de Varsovia, Skácel se convirtió en persona no grata y sus poemas tuvieron que ser publicados de forma clandestina, no volviendo a aparecer sus libros en las librerías checas hasta 1981. Entre estos destacan: “La hora entre el perro y el lobo”, “Vaciado en cera perdida”, “¿Quién bebe vino en la oscuridad?” o ”Noche con la Venus de Vestonice”. La temática de sus poemas gira alrededor de la naturaleza, los niños, el tiempo, el silencio o la tristeza. Jan Skácel falleció el 7 de noviembre de 1989 teniendo el reconocimiento de casi toda Europa y siendo casi un desconocido en su propio país.

 

El camino a casa

Jan Skácel

 

Es tan fácil encontrar el camino a casa…

 

Cerca del arroyo,

donde una pluma flota,

pasad sobre la cerca,

tomad el atajo de la era,

deteneros en el puente,

sobre la rugiente presa

buscad para la espuma la palabra adecuada,

arrojadla de nuevo

y andad,

andad,

haceros un bastón en el camino,

contad las estrellas,

perdedlas en el bosque,

empujad la oscuridad

como a un carro de heno

y oíd cómo el eje guía

el lamento en los sueños de los pájaros.

 

Es tan fácil encontrar el camino a casa…

Henry Bataille nació en Nimes, al sur de Francia, el 4 de abril de 1872, falleciendo en París el 2 de marzo de 1922, hace cien años. A los cuatro años se trasladó a la capital francesa al ser nombrado su padre para un puesto judicial. Desde pequeño sintió un vivo interés por la pintura, por lo que se matriculó en la Académie Julian en 1890 y en la École des Beaus-Arts tiempo más tarde, publicando en 1901un libro de retratos litográficos sobre personajes famosos de la época. A los quince años se despertó en él una intensa atracción por la poesía. Sus primeros poemas fueron de inspiración simbolista, aunque no tardó mucho tiempo en encontrar su propio espacio. Estimulado por sus amigos comenzó a escribir obras dramáticas estrenándose con una versión de “La bella durmiente”, escrita en colaboración con Robert d’Humières. Su estreno en París en 1894 fue un fracaso, por lo que Bataille regresó a sus pinturas y a sus poemas publicando en 1895 el libro “La habitación blanca”. Sin embargo, de nuevo fue convencido para retomar el teatro escribiendo obras más comerciales, pero su popularidad fue bastante efímera y frágil, al igual que su salud.

Pier Paolo Pasolini nació el 5 de marzo de 1922 siendo el hijo mayor de una familia aristocrática boloñesa reducida a la pobreza. Su padre, Carlo Alberto Pasolini, era militar con ideales fascistas que, al darse de baja del ejército, se convirtió en un alcohólico. Su madre, Susanna Colussi, de ascendencia judía, era maestra de escuela. El matrimonio fue turbulento y marcado por sucesivas separaciones temporales, por lo que Susanna canalizó todo su amor hacia sus dos hijos, especialmente hacia el mayor, Pier Paolo, surgiendo entre ellos una cierta tensión incestuosa. Susana y sus hijos marcharon al Friuli, su tierra natal, durante el invierno de 1942-1943 evitando los bombardeos de las ciudades italianas del norte. La mayor parte del siguiente año (“el más hermoso de mi vida”, como diría el propio autor), Pier Paolo lo pasó allí con su madre y su hermano Guido, pero en septiembre fue reclutado, aunque pudo escapar justo el día que se firmaba la tregua de Italia con los aliados mientras su columna de reclutas marchaba hacia Alemania. En 1944, Guido se unió a los partisanos, muriendo poco después, hecho que traumatizó profundamente a Pier Paolo, sobre todo al conocer que los asesinos de su hermano fueron hombres de la Brigada Comunista Garibaldi, quienes, bajo las órdenes del mariscal Tito, pretendían unir la provincia del Friuli a la emergente Yugoslavia. Pasolini impartió clases en una escuela privada durante un tiempo, intervino en la política local de aquella región, escribió en algunos periódicos locales, se afilió al partido comunista y comenzó a descubrir su homosexualidad, algo muy mal visto en aquellos tiempos y que le traería no pocos problemas, los cuales descargaría en su diario que más tarde se editaría con el título de: “El ruiseñor de la Iglesia Católica”.  En 1949, fue acusado por un tribunal de corromper a menores y cometer actos lascivos en público; aunque fue absuelto, sería expulsado del Partido Comunista Italiano y perdería su trabajo como profesor. Ante esto, Pier Paolo y su madre se mudaron a Roma, donde ella trabajó como sirvienta para poder financiar las aspiraciones literarias de su hijo. Pier Paolo afirmaba que el descubrimiento de Rimbaud le hizo aborrecer el fascismo, que Shakespeare, Carducci, Pascali y D’Annunzio fueron su nueva religión, que se dejó hechizar por la cultura popular del Friuli, y que se consideraba discípulo de Antonio Machado. Sus primeros años en Roma fueron difíciles, pero, poco a poco, la ciudad y su libertad intelectual y sexual le fueron cautivando. En 1951 comenzó a trabajar como profesor y escribiendo para varios periódicos de Roma, Nápoles y Génova, y se hizo amigo de Bassini, Moravia, Morante, Bertolucci y Fellini. La década de 1950 fue bastante productiva: publicó dos novelas, dos poemarios, un tomo de ensayos críticos y dirigiendo la revista literaria “Officina”, escribió tres guiones de películas y tradujo la “Oresteia” de Esquilo. En 1961 dirigió su primera película: “Accattone”. Pero los litigios y los ataques periodísticos le perseguían allá donde fuera: ser homosexual y comunista un cóctel que todos consideraban de extrema peligrosidad. Sin embargo, su debut en el mundo del cine le dio un cambio a la vida. Comenzaron sus relaciones con América y su participación activa en protestas y revueltas, como la de 1968, de la que quedó profundamente desilusionado, y contactó con los grupos revolucionarios negros de Harlem. Entre 1970 y 1975 apareció su controvertida y exitosa trilogía de películas: “El Decamerón”, “Los cuentos de Canterbury” y “Las mil y una noches”. A última hora de la noche del 1 de noviembre de 1975, los carabinieri detuvieron a un muchacho de 17 años que conducía un Alfa Romeo GT a gran velocidad por las calles de Roma; tras las comprobaciones pertinentes, descubrieron que el vehículo era de Pier Paolo Pasolini, a quien encontraron poco más tarde gravemente herido por haber sido golpeado en la cabeza con una tabla y atropellado repetidas veces con su propio coche. Pasolini moriría al día siguiente.

 

Carne y Cielo

(De El ruiseñor de la iglesia católica)

Pier Paolo Pasolini

 

Oh, amor materno,
doliente, por los oros
de cuerpos invadidos
del secreto de regazos.
Amados movimientos
inconscientes del perfume
impúdico que ríe
en los miembros inocentes.
Pesados fulgores
de cabellos… crueles
negligencias de miradas…
atenciones infieles…
Enervado por llantos
tan suaves vuelvo a casa
con las carnes ardientes
de espléndidas sonrisas.
Y enloquezco en el corazón
nocturno de un día de trabajo
después de mil otras noches
con este impuro ardor.

El 8 de marzo de 1922, nació Heinar Kipphardt en la Alta Silesia, hijo de un dentista opositor de los nazis, lo que le costó pasar cinco años en un campo de concentración; mientras tanto, Heinar fue obligado a dejar sus estudios de medicina y reclutado por el ejército alemán para enviarlo al frente ruso donde sirvió en la división panzer de la Werhmacht, de la que finalmente desertó. En 1950 pudo, por fin, obtener su título universitario en Düsseldorf, comenzando a trabajar como psiquiatra en la Clínica Neurológica Charité de Berlín Oriental, donde se unió al Deutsches Theatre como asesor literario. En sus obras de la década de 1950 Kipphardt satirizaba a una sociedad moralmente enferma, por lo que fueron prohibidas y partió hacia la Alemania Occidental estableciéndose en Múnich, donde comenzó a escribir su teatro documental como “El diputado” (1963). Muchas de las nuevas obras giraban sobre la incapacidad de los alemanes para hacerse cargo de su pasado vergonzoso, motivo que le llevó a no ser demasiado bien visto por los gobernantes de su país, ni de los Estados Unidos, donde también veían en ellas una crítica a la guerra de Viernam. Kipphardt murió en Múnich mientras preparaba el estreno de su última obra, tenía sesenta años de edad. Kipphardt llegó a ser un reputado dramaturgo y director, así como escritor independiente en prosa. Su única novela, “März” (1976), y la mayoría de sus cuentos se encuadran dentro de la línea documental. También publicó un volumen de poesía y varios ensayos históricos y críticos. Aunque se viera obligado a abandonar la Alemania Oriental, en la Occidental pudo desarrollar su carrera literaria, como escritor independiente, dentro de su filosofía marxista y su visión como psiquiatra que le permitía desarrollar plenamente sus personajes. Sus trabajos consiguieron varios reputados premios y sus obras lograron sonados éxitos, tanto en gran parte de Europa, incluida Alemania Occidental, como en los Estados Unidos, a pesar del pertinaz rechazo de las clases dirigentes.

Jack Kerouack (Jean-Louis Lebris de Kérouack), nacido en Lowell (Massachussets), el 12 de marzo de 1922, fue una de las principales figuras del movimiento ‘Beat’ en los Estados Unidos. Este movimiento pretendía ser una reacción literaria y cultural contra la América de la Guerra Fría. Sin embargo, él mismo se veía como un naturalista el estilo de Wolfe o Faulkner, aunque la crítica le considerase un novelista contracultural, en especial con sus dos novelas más conocidas: “On the Road” y “The Dharma Bums”. La primera de ella tuvo tanta influencia en la cultura popular norteamericana que muchos pasajes de la misma han quedado como comentarios vitales y expresivos sobre la juventud, el arte y los sueños de los estadounidenses. Kerouack se convirtió en un icono cultural de los jóvenes de su época y sus personajes en los modelos de la búsqueda neorreligiosa, de la comprensión y de la realización personal, pues su estilo suelto y libre reflejaba su propia búsqueda espiritual. Sin embargo, cuando “On the Road” se publicó en 1957, muchos críticos le acusaron de escritor incoherente, desestructurado y poco sólido, además de querer convertirse en profeta de un movimiento sin sentido. Pero la propia crítica se contradecía al considerar sus escritos, unas veces, como pesimistas y extraños, y otras, como optimistas y frescos. El 5 de junio de 1996 Jan Kerouac fallecía, a los 44 años, tras una operación de bazo.


Cómo meditar

Jack Keoruac


 

—luces fuera—
caída, manos unidas, hacia instantáneo
éxtasis como una vacuna de heroína o morfina,
la glándula interior de mi cerebro descargando
el buen fluido alegre (Fluido Sagrado) mientras
me bajo y sostengo todas las partes de mi cuerpo
hacia un trance de inactividad —Curando
todas mis enfermedades —borrándolo todo —ni
siquiera un fragmento de un “Espero que tú” o un
lunático globo quede dentro, sólo la mente
en blanco, serena, sin pensamiento. Cuando un pensamiento
brota a resortes desde lejos con su manifiesta
presencia de imagen, lo soplas lejos,
la espantas, la pretendes, y
se desvanece, y el pensamiento nunca vuelve —y
con alegría comprendes por primera vez
“Pensar es justo lo mismo que no pensar-
Así que no tengo que pensar
nada
más”

Y finalmente llegamos a Ronald Gordon King-Smith, más conocido como Dick King-Smith, un escritor inglés de libros infantiles nacido el 27 de marzo de 1922 en Gloucester (Inglaterra), en una granja rodeado de animales que, más tarde, serían los protagonistas de sus libros de “fantasía granjera”. Su historia más conocida fue “The Sheep-Pig” (1983), que con el tiempo sería adaptada al cine en la película “Babe, el cerdito valiente” (1995). Creció en el West Country, donde fue granjero durante veinte años antes de dedicarse a la enseñanza y la escritura. Durante la Segunda Guerrra Mundial luchó en Italia como miembro de la Guardia de Granaderos. Se casó con su primera esposa, Myrle, en 1943 y tuvo con ella tres hijos. Cuando Myrle falleció se casó con su segunda esposa, Zona Bedding, una amiga de la familia. Escribió más de cien libros y muchos de ellos han sido traducidos a más de doce idiomas. King-Smith murió, a los 88 años, el 4 de enero de 2011.

 

El cerdito valiente (fragmento)

Adivina cuánto peso 

Dick King-Smith 

 

—¿Qué es ese ruido? —preguntó la señora Hogget, pegando su plácida cara, redonda y rubicunda, a la ventana de la cocina—. Escucha, está sonando otra vez, ¿lo oyes? ¡Qué alboroto! ¡Qué jaleo! Es como para creer que están matando a alguien. ¡Dios mío! Sea lo que sea, escucha un momento, ¿quieres? 

El granjero Hogget escuchó. Desde el valle de abajo, generalmente tranquilo, llegaba toda una confusión dexsonidos: el bum, bum de una banda, gri- tos de niños, el golpeteo de una partida de bolos en un callejón, y, de tanto en de tanto, un chillido de furia muy agudo y penetrante, que duraba unos diez segundos aproximadamente. El granjero Hogget sacó su viejo reloj de bolsillo, tan grande y redondo como un platillo, y lo miró. 

—La feria empieza a las dos —dijo—. Ya ha empezado.  

—Lo sé —dijo la señora Hogget—, porque voy retrasada con todos estos pasteles, mermeladas, salmueras y conservas que ya deberían estar en el puesto en este preciso instante. ¿Y quién va a llevarlo todo? Eso me gustaría saber. Seguro que tú. Pero, antes que nada, ¿qué es ese ruido? 

El chillido se oyó de nuevo. 

—¿Ese ruido? 

La señora Hogget afirmó varias veces con la cabeza. Todo lo que hacía, lo prolongaba siempre más de la cuenta, desde hablar hasta algo tan sencillo como asentir con la cabeza. El granjero Hogget, en cambio, nunca malgastaba sus energías con palabras. 

—Un cerdo —contestó. 

La señora Hogget volvió a asentir varias veces. 

—Eso es lo que pensé yo. Me estaba diciendo: «Eso sólo puede ser un cerdo». Pero nadie de aquí cría cerdos. Aquí no hay más que ovejas en muchos kilómetros a la redonda. ¿Qué estará haciendo un cerdo por aquí?, me preguntaba yo. Cualquiera pensaría que están matando al pobre bicho. Acércate a ver cuando bajes todo esto, y será mejor que lo hagas ahora para que luego vengas a echarnos una mano. Puedes ponerlo en la parte trasera del Land Rover; no llueve y no se estropeará. Y, cuando vuelvas, límpiate bien las botas antes de entrar. 

—Sí —respondió el granjero Hogget.  

Una vez en el pueblo, y después de descargar todos sus productos en el mercadillo, el granjero Hogget cruzó el prado, pasó por delante de las casetas de lanzamiento de anillas, de lanzamiento de cocos y de tiro al blanco, dejó atrás las partidas de bolos y la banda, y se dirigió al lugar de donde parecían proceder los chillidos: un pequeño redil de estacas improvisado en un rincón entre el muro y el patio de la iglesia. Junto a este corralillo estaba sentado el párroco, cuaderno en mano, con una caja de cartón colocada en la mesa delante de él. De las estacas colgaba un cartel: «Adivina cuánto peso. Diez peniques la apuesta». Al otro lado había un cerdito. En el momento en que el granjero Hogget se asomó, un hombre se incli- naba y sacaba al cerdo del redil. Lo sostuvo con las dos manos, frunciendo el ceño y apretando los labios muy pensativo, mientras el animal no dejaba de patalear como un loco y de chillar como un demonio. En cuanto lo dejó, el animal se quedó callado. Su mirada brillante e inteligente se cruzó con la del granjero, y ambos se observaron mutuamente.

Uno vio a un hombre delgado de piernas muy largas y rostro curtido, y el otro vio un pequeño animalito, rechoncho y rosáceo, con las piernas muy cortas. 

—¡Ah, acérquese, señor Hogget! —dijo el párroco—. Nunca se sabe… Podría ser suyo por diez peniques. ¡Acierte cuánto pesa y cuando acabe el día a lo mejor se lo puede llevar a casa! 

—Yo no crío cerdos —contestó el granjero Hogget.

Estiró uno de sus largos brazos y le dio una rascadita al animal en la espalda. Luego, con mucha suavidad, lo levantó hasta su cara y se quedó mirándolo. El animalito permaneció quieto sin hacer ningún ruido. 

—Esto tiene gracia —comentó el párroco—. Hasta ahora, todas las veces que alguien lo ha cogido se ha puesto a chillar como un loco. Parece que usted le cae bien. Tendrá que hacer una apuesta. 

El granjero Hogget volvió a depositar al cerdito en su redil con mucho cui- dado, y con mucho esmero sacó una moneda de diez peniques de su bolsillo y la lanzó a la caja de cartón. Luego, pasó el dedo atentamente por la lista de apuestas que el párroco había apuntado en su cuaderno. 

—Hay de todo —dijo éste—, desde diez hasta veinte kilos. —Anotó «Señor Hogget» en su cuaderno y esperó, lápiz en mano. 

Una vez más, muy lenta y pensativamente, el granjero volvió a levantar al cerdito. Una vez más, éste permaneció quieto y en silencio. 

—Quince kilos —afirmó el granjero Hogget, dejándolo otra vez en el suelo.-Y cien gramos —añadió.

—Quince kilos y cien gramos. Gracias, señor Hogget. Pesaremos a este jovenzuelo a eso de las cuatro y media de la tarde. 

—Para entonces me habré ido. 

—Bueno, siempre se le puede llamar por teléfono. Si es que tiene la suerte de ganar.

 —Yo nunca gano nada. Mientras cruzaba el prado a su regreso, el chillido del cerdo rasgó nueva- mente el aire: alguien estaba haciendo su apuesta.  

—Tú nunca ganas nada —dijo la señora Hogget a la hora del té después que su marido, en muy pocas palabras, le hubo explicado las cosas—, aunque muchas veces he pensado que me gustaría tener un cerdo. Podríamos criarlo con las sobras, y estaría a punto para las Navidades. Imagínate, dos buenos jamones, dos tiras de tocino, chuletas de cerdo, riñones, hígado, tripas, manilas de cerdo, su sangre para hacer el pudin negro… Ah, el teléfono. 

El granjero Hogget respondió a la llamada. 

—¡Oh! —fue todo lo que dijo.

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