What is there that we can do or
say…?
¿Qué podemos hacer o
decir…?
Es’kia
Mphahlele
What is there that we can do or say will sustain them
in those islands where the sun was made for janitors?
¿Qué podemos hacer o decir que les sostenga en esas
islas donde el sol fue hecho para los conserjes?
What is there that we can say or do will tear the years
from out the hands of those who man the island galleys,
¿Qué hay que decir o hacer que les arranque los años de
las manos a esos que tripulan las galeras de la isla,
will bring them home and dry and mend them bring them
back to celebrate with us the song and dance and toil of living?
que les traiga a casa y secarles y repararles, traerles
de vuelta para celebrar con nosotros la canción y la danza y vivir del trabajo?
What is it that we must do or say for children
scattered far from home by hawks let loose to stay the judgement day?
¿Qué es lo que debemos hacer o decir para los niños
dispersados lejos de casa por halcones sueltos para quedarse hasta el día del juicio?
The weeds run riot where our house is fallen ourselves
we roam the wildeness. ‘Go tell them there across the seas go tell him,’
Las malas hierbas se alborotan donde nuestra casa ha
caído, nosotros mismos vagamos por el desierto. “Ve y díselo a ellos al otro lado del mar, ve y díselo a él,”
so the say, ‘his mother’s dead six years, he dare not
come he dare not write the stars themselves have eyes and ears these days.’
Así que se comenta, “su madre murió hace seis años, él
no se atrevió a venir, él no se atrevió a escribir porque las mismas estrellas tienen ojos y oídos estos días.”
You who fell before the cannon or the sabred tooth or
lie on hallowed ground: oh tell us what to say or do.
Tú que caíste ante el cañón o acuchillado por el diente
o tumbado en suelo sagrado: ¡oh!, dinos lo que hay que decir o hacer.
So many routes have led to exile since your day our
Elders we’ve been here and back in many cycles oh so many:
Demasiadas rutas han conducido al exilio desde su día a
nuestro Ancianos, nosotros hemos estado aquí y regresado en muchos ciclos, ¡oh!, demasiados:
no terrain different drummers borrowed dreams, and
there behind us now the hounds have diamond fangs and paws of steel.
sin terreno los diferentes percusionistas tienen sueños
prestados, y allí, detrás de nosotros, ahora los perros tienen colmillos de diamantes y patas de acero.
No time for dirge or burial without corpses: teach us,
Elders, how to wait and feel the centre, tame the time like masters, sing the blues so pain will bleed and let the islands in, for exile is a ghetto of the
mind.
No hay tiempo para el canto fúnebre ni para el entierro
sin cadáveres: enseñadnos, Ancianos, cómo esperar y sentir el centro, domar el tiempo como maestros, cantar el blues para que el dolor sangre y dejar que las islas penetren, porque el exilio es un
gueto de la mente.
La guerra
civil
(Cuentos del
hogar)
1876
Antonio de Trueba y de la
Quintana
I
Tenía yo de ocho a diez años y casi casi deseaba que
hubiese siquiera un poquito de guerra, porque siempre estaba oyendo hablar de ella, y envidiaba a los que la habían conocido.
-¿Qué es guerra?- había preguntado a mi
madre.
Y ésta me había
contestado:
-Hijo, Dios nos libre de ella; porque la guerra es
matarse los hombres unos a otros.
-Pues mi hermano y yo no nos matamos ni matamos a nadie,
y siempre está usted diciendo que somos muy guerreros y que damos mucha guerra.
Mi madre se echó a reír al oír esta observación mía, y
lejos de rechazarla, pareció confirmarla dándome un beso apretado y chillado, que es cosa rica.
Este proceder de mi madre, que al parecer no podía
influir en mi criterio, influyó no poco, pues me hizo dudar más y más de que la guerra fuese matarse los hombres unos a otros y los guerreros fuesen una especie de
fieras.
Los chicos de la aldea me acusaban de collón, viendo,
por ejemplo, que cuando se mataba el cerdo en casa, en vez de hacer lo que en tal caso hacían ellos, que era ayudar a sujetar las patas del pobre animal sobre el banco en que se le tendía para
meterle el cuchillo, o encargarse de la faena de revolver con un palo la sangre que iba cayendo en la caldera, yo me escapaba de casa al castañar inmediato y allí me estaba llorando y tapándome los
oídos para no oír los dolorosos gruñidos del cerdo, y no volvía hasta que éste había dejado de padecer, fausta nueva que me daba el humo del helecho o de la paja con que se le chamuscaba en la
portalada.
Pues a pesar de esto, y a pesar de lo que me decía mi
madre cuando le preguntaba qué era la guerra, la curiosidad infantil podía en mí tanto, que sentía no conocer la guerra más que de oídas. Esto que a primera vista parece inexplicable siendo yo tan
collón como decían los otros chicos de la aldea, tenía una explicación muy sencilla: para mi madre podía ser la guerra matarse los hombres unos a otros, pero para mí era ir por la aldea muchos
soldados con fusiles y sables muy relucientes y uniformes muy hermosos, y embobarme viendo sus formaciones y ejercicios y oyendo sus tambores y cornetas. ¡Ahí era nada todo esto para los chicos de
una aldea por donde casi nunca parecía un soldado, y cuando por casualidad pasaba alguno le íbamos siguiendo hasta más allá de las últimas casas, y no nos cansábamos de hablar de él en muchas
semanas!
II
Mi madre tenía entrañable cariño a su aldeíta natal, que
estaba en la vertiente opuesta del valle, e iba a ella muchos días festivos, llevándome en su compañía. Un domingo de verano oímos misa primera y emprendimos mi madre y yo aquel viajecillo de una
legua antes que calentase el sol demasiado.
El señor cura, que había dicho la misa primera, llevaba
el mismo camino para ir a su casa, y nos acompañó en el corto camino que separaba a ésta de la parroquia.
Era hacia el año 1830, y el señor cura nos dijo que
algunos españoles emigrados en el Extranjero habían hecho en la frontera francesa alguna tentativa para entrar violentamente en España.
-¡Si tendremos guerra!- exclamó mi madre
asustada.
-¡No lo quiera Dios! -dijo el señor cura-. Que la guerra
civil es la peor de las guerras.
Llegamos frente a casa del señor cura; éste se quedó
allí y nosotros continuamos nuestro camino.
-Madre -pregunté a la mía-, ¿qué es guerra
civil?
-Guerra civil es la que no es con extranjeros, sino
entre gente de una misma nación.
-¿Y por qué ha dicho el señor cura que esa es la peor de
todas las guerras?
-¡Ya ves tú, pelear españoles con españoles, que es,
como quien dice, pelear hermanos con hermanos, porque la tierra donde nacimos es nuestra madre!
-Pues a mí me parece que si los que pelean son todos
españoles, es mejor que si fueran españoles y extranjeros, porque se entenderán mejor, harán menos daño a España, que es su madre y harán más fácilmente las paces.
-Hijo, eso parece que debiera suceder; pero sucede todo
lo contrario.
Mi madre trató de darme más claras explicaciones de lo
que era la guerra civil; pero la pobre, aunque era de claro entendimiento y de sabio corazón, juzgó aquella empresa superior a su elocuencia y renunció a ella, de modo que a mitad de camino todavía
la iba yo moliendo con preguntas dirigidas a saber por qué era la guerra civil la peor de las guerras.
Para subir del valle a la aldeíta de mi madre había una
cuesta muy pendiente y larga, que no bastaban a hacer grata ni los multiplicados rodeos del camino, ni la fresca sombra de los castaños, ni aun la alegría que mi madre y yo sentíamos siempre al
terminarla viéndonos entre parientes y amigos, que corrían alborozados a nuestro encuentro. Al pie de aquella cuesta había una casa donde vivía una viuda con dos hijos mozos, y allí, a la sombra de
unos hermosos nogales que amenizaban la portalada de la casa, nos sentamos a descansar antes de emprender la subida de la cuesta.
III
Martina, que así se llamaba la viuda, salió a saludarnos
en cuanto nos vio llegar, y después de obsequiarme con pan y fruta, se sentó a nuestro lado en uno de los maderos labrados que había en la portalada.
Mi madre le preguntó por sus hijos Pepe y
Agustín.
-Buenos, a Dios gracias -contestó-. No tardarán en
venir, pues han ido a misa primera para quedarse en casa mientras yo voy a la mayor, y cuidar de que los ganados no entren en las heredades y hagan algún destrozo en la borona, que este año está muy
hermosa.
-¡No tiene usted poca fortuna con lo buenos que le han
salido esos chicos!
-Es verdad que la tengo, y no me canso de dar gracias a
Dios por ello. No porque yo lo diga, pero son unos muchachos que más trabajadores, más hábiles para todo, de mejor conducta, y sobre todo más amantes de su madre, no los hay en toda Vizcaya. Ellos,
sí, tienen también su pero, como todos le tenemos en este mundo...
-Mujer, ¿qué pero han de tener esos
chicos?
-Sí que le tienen; y sino por eso, crea usted que
viviríamos en la gloria; y pocas casas estarían más desahogadas que la nuestra; pero ya sabe usted lo que es andar siempre con pleitos y cuestiones de justicia... Por más que les predico a estos
muchachos: «Es necesario, hijos, que dominéis ese pícaro genio y no seáis tan quisquillosos y tercos, pues vuestras terquedades nos cuestan un sentido, y el mejor día vamos a tener por ellas algún
disgusto que me quite u os quite la vida»; por más que les digo esto, no puedo con ellos; pues por la cosa más tonta y sin sustancia arman una disputa entre sí o con el primero que llega, y tenemos
la de Dios es Cristo. Yo no sé a quién han salido esos muchachos. Su padre, que esté en gloria, es verdad que no sabía leer y ellos han aprendido buena escuela y no pasan día sin leer algo en algún
libro o en algún periódico; pero en cambio era un bendita a quien no se le oía una voz más alta que otra. ¿Que Fulano pensaba negro y él pensaba blanco? Pues le dejaba pensar como quisiera, y anda
con Dios. ¿Que Mengano no se había portado bien con él? ¡Cómo ha de ser! Seamos indulgentes para que lo sean con nosotros, que en este mundo nadie es impecable. ¡Váyales usted con eso a estos chicos!
Pero, señor, ¿será posible que cuanto más saben las gentes han de ser más quisquillosas y guerreras, como les sucede a estos chicos míos?
-Ea, ahí los tiene usted.
-Y altercando, como de
costumbre.
IV
En efecto, los hijos de Martina llegaban disputando
entre sí y acompañados de otros de aquellas cercanías, que también venían de misa primera y tomaban parte en la disputa, unos dando la razón a Pepe y otros dándosela a
Agustín.
Nos saludaron todas afectuosamente, y sentándose en los
maderos, Pepe y Agustín volvieron a la disputa que al llegar habían suspendido para saludarnos.
-¡Pero hijos -les dijo Martina-, que siempre habéis de
estar como el gato y el perro!
-Es que éste se empeña en llevarme siempre la
contraria.
-Quien se empeña en llevármela a mí eres
tú.
-Hijos, dejáos de
disputas...
-Yo maldita la gana tengo de ellas si no me
provocaran.
-Quien provoca eres tú.
-Tiene razón Agustín -dijeron algunos
mozos.
-Quien la tiene es Pepe -replicaron los demás, excepto
uno que no atribuía la razón a uno ni otro, y procuraba en vano hablar.
-Pero ¿por qué es la disputa? Por alguna tontería, ¿no
es verdad?
-Sí señora, por una tontería de este
terco.
-La tontería y la terquedad son
tuyas.
-¡Vamos, hijos, no hay medio de entrar en razón con
vosotros!-dijo Martina.
Y añadió, dirigiéndose al mozo que se había abstenido de
dar la razón a uno ni otro:
-Prudencio, ¿qué es lo que
ocurre?
-Yo se lo diré a usted, Martina: lo que ocurre es que ni
Agustín ni Pepe tienen razón, y yo se lo hubiera probado inmediatamente si me hubieran dejado hablar...
-No te hemos dejado hablar -interrumpió Agustín a
Prudencio - porque tú eres un pastelero, que siempre quieres quedar bien con Dios y con el diablo.
-Esa es la verdad -asintieron los de uno y otro
bando.
-Pues ahora no tenéis derecho a hacerme callar, porque
no hablo con vosotros. Alcancé a éstos al empezar la bajada de la cuesta, y ya venían disputando sobre quién era un caballero que anda de caza en los rebollares del otro lado del río. Pepe decía que
era don Juan de Orrantia, el de Balmaseda, y Agustín que era don Pedro de Agüera, el de Castro; y unos dando la razón a Pepe, y otros dándosela a Agustín, estaban ya tan ciegos y acalorados que les
faltaba poco para venir a las manos. Me entero del motivo de la disputa, les digo que unos y otros están equivocados, y sin querer oír más se ponen furiosos contra mí, continúan la disputa, y esta es
la hora en que aún no me han dejado meter baza para probarles en cuatro palabras que tan equivocados están unos como otros.
-Yo no estoy equivocado.
-El que no lo está soy yo.
-Tiene razón Pepe.
-La tiene Agustín.
-Sois unos indecentes.
-Los indecentes sois
vosotros.
Entre Pepe y Agustín y sus respectivos parciales se armó
tal barullo, y la irritación, los denuestos y las amenazas eran tales, que todo presagiaba una catástrofe, por más que Martina, mi madre, Prudencio y hasta yo mismo tratábamos de apaciguar a los
contendientes.
Al fin Pepe dio una bofetada a Agustín, éste contestó
con otra, y la lucha a bofetadas y a palos se hizo general.
V
Mi madre y yo nos separamos un poco del campo de batalla
asustados y no sin haber experimentado algún daño. Únicamente esperábamos que Martina y Prudencio, que tenían más influencia que nosotros sobre los contendientes, y continuaban esforzándose por
apaciguarlos, consiguieran poner término a la lucha; pero pronto se desvanecieron nuestras esperanzas cuando vimos a Prudencio vacilar de un garrotazo que le alcanzaron y los de un bando, y caer de
otro con que le secundaron los del bando contrario.
Ya sólo Martina continuaba haciendo heroicos esfuerzos
por restablecer la paz, pero no tardamos en verla también caer, si no de un garrotazo, de un empellón involuntario, y dar con la cabeza en los maderos tan terrible golpe que perdió el sentido, sin
que en su ceguedad lo notasen los contendientes.
Mi madre y yo también, a pesar de mi collonería,
corrimos en su auxilio y el de Prudencio, y los vendamos a ambos la cabeza con pañuelos, pues ambos la tenían rota.
Cuando el combate estaba a punto de terminar, no porque
los combatientes se hubiesen convencido de su sinrazón, sino porque estaban agotadas sus fuerzas, Prudencio recobró el sentido y aun nos ayudó a llevar a Martina a casa.
-¡Qué terquedad la de estos hombres!-exclamó mi
madre.
-¿Terquedad?- contestó Prudencio-. Aún no lo sabe usted
bien. La disputa ha sido sobre si el cazador es don Juan o es don Pedro, y ni don Pedro ni don Juan pueden ser, pues los dos murieron, hace algunos meses.
Poco después mi madre y yo emprendimos la subida de la
cuesta y vimos que unas vacas habían entrado durante la reyerta en una hermosa heredad habían arrasado el maíz.
-Mira, hijo mío, lo que ha sucedido- me dijo mi madre-:
sin tener ninguno razón, y creyendo todos tenerla, han disputado, se han odiado y han peleado como Caínes. Ellos han perdido, pero más han perdido los que ninguna culpa tenían, que eran Martina y
Prudencio, en quienes estaban el amor y la prudencia. ¡Las vacas han destruido un sembrado de borona, pero la reyerta le ha reemplazado con otro de odio! Hijo, ¿no querías saber lo que era la guerra
civil?
-Sí, madre.
-Pues la guerra civil viene a ser
eso.
-¡Maldita sea esa guerra! -exclamé. Y aquella maldición aún se escapa de mis labios,
rebosando espanto e indignación.