Centenarios:

Abril, mayo y junio 2023.

El segundo trimestre de 2023 nos trae una serie de efemérides literarias que merecen ser recordadas y celebradas, pero nosotros nos vamos a centrar en cuatro personas de las que se conmemora algún centenario, o bien de su nacimiento, o de su muerte, y que han sido relevantes en el ámbito literario mundial.

 

Pimtura de Jean-Michel Basquiat

Katherine Mansfield (1888-1923), escritora neozelandesa considerada una de las maestras del cuento moderno, autora de libros como El jardín de los cerezos, La fiesta en el jardín o La mosca. Murió el 9 de enero.

Katherine Mansfield, nacida como Kathleen Beauchamp el 14 de octubre de 1888 en Wellington, Nueva Zelanda, en una familia socialmente destacada de origen colonial, pasó la mayor parte de su infancia en una zona rural, disfrutando de la naturaleza y la lectura. A los catorce años fue enviada a estudiar al Queen’s College de Londres, donde se interesó por la música y la literatura y conoció a su primera amante, Ida Baker. Al regreso a Nueva Zelanda en 1906, se sintió decepcionada con la vida provinciana y conservadora de su país, por lo que en 1908 volvió a Londres con una pensión anual de su padre, y se sumergió en el ambiente bohemio y artístico de la ciudad. En 1909 se casó con George Bowden, un profesor de música, pero se separó de él al día siguiente. Ese mismo año publicó su primer libro de relatos, “En una pensión alemana”, bajo el seudónimo de Katherine Mansfield. En 1911 tuvo una hija con el escritor Garnet Trowell, pero la niña murió al poco de nacer. Ese mismo año conoció al crítico John Middleton Murry, con quien mantuvo una relación tormentosa y creativa hasta el final de su vida. En 1915 le diagnosticaron tuberculosis, enfermedad que la obligó a viajar por Europa buscando climas más favorables para su salud. Años que empleó en escribir sus mejores obras, entre las que destacan: “Felicidad”, “La fiesta en el jardín”, “La casa de muñecas” y “El nido de palomas”. Su estilo se caracteriza por el uso del monólogo interior, la ironía, el humor, la sensibilidad y la atención al detalle. Fue influenciada por autores como Antón Chéjov, Oscar Wilde, Virginia Woolf y James Joyce. Se la considera una de las maestras del cuento breve moderno. Murió el 9 de enero de 1923 en Fontainebleau, Francia, a los 34 años. Su obra póstuma incluye su Diario, sus Cartas y algunos poemas.

 

La mosca

Katherine Mansfield

-Pues sí que está usted cómodo aquí -dijo el viejo señor Woodifield con su voz de flauta. Miraba desde el fondo del gran butacón de cuero verde, junto a la mesa de su amigo el jefe, como lo haría un bebé desde su cochecito. Su conversación había terminado; ya era hora de marchar. Pero no quería irse. Desde que se había retirado, desde su… apoplejía, la mujer y las chicas lo tenían encerrado en casa todos los días de la semana excepto los martes. El martes lo vestían y lo cepillaban, y lo dejaban volver a la ciudad a pasar el día. Aunque, la verdad, la mujer y las hijas no podían imaginarse qué hacía allí. Suponían que incordiar a los amigos… Bueno, es posible. Sin embargo, nos aferramos a nuestros últimos placeres como se aferra el árbol a sus últimas hojas. De manera que ahí estaba el viejo Woodifield, fumándose un puro y observando casi con avidez al jefe, que se arrellanaba en su sillón, corpulento, rosado, cinco años mayor que él y todavía en plena forma, todavía llevando el timón. Daba gusto verlo.

Con melancolía, con admiración, la vieja voz añadió:

-Se está cómodo aquí, ¡palabra que sí!

-Sí, es bastante cómodo -asintió el jefe mientras pasaba las hojas del Financial Times con un abrecartas. De hecho, estaba orgulloso de su despacho; le gustaba que se lo admiraran, sobre todo si el admirador era el viejo Woodifield. Le infundía un sentimiento de satisfacción sólida y profunda estar plantado ahí en medio, bien a la vista de aquella figura frágil, de aquel anciano envuelto en una bufanda.

-Lo he renovado hace poco -explicó, como lo había explicado durante las últimas, ¿cuántas?, semanas-. Alfombra nueva -y señaló la alfombra de un rojo vivo con un dibujo de grandes aros blancos-. Muebles nuevos -y apuntaba con la cabeza hacia la sólida estantería y la mesa con patas como de caramelo retorcido-. ¡Calefacción eléctrica! -con ademanes casi eufóricos indicó las cinco salchichas transparentes y anacaradas que tan suavemente refulgían en la placa inclinada de cobre.

Pero no señaló al viejo Woodifield la fotografía que había sobre la mesa. Era el retrato de un muchacho serio, vestido de uniforme, que estaba de pie en uno de esos parques espectrales de estudio fotográfico, con un fondo de nubarrones tormentosos. No era nueva. Estaba ahí desde hacía más de seis años.

-Había algo que quería decirle -dijo el viejo Woodifield, y los ojos se le nublaban al recordar-. ¿Qué era? Lo tenía en la cabeza cuando salí de casa esta mañana. -Las manos le empezaron a temblar y unas manchas rojizas aparecieron por encima de su barba.

Pobre hombre, está en las últimas, pensó el jefe. Y sintiéndose bondadoso, le guiñó el ojo al viejo y dijo bromeando:

-Ya sé. Tengo aquí unas gotas de algo que le sentará bien antes de salir otra vez al frío. Es una maravilla. No le haría daño ni a un niño.

Extrajo una llave de la cadena de su reloj, abrió un armario en la parte baja de su escritorio y sacó una botella oscura y rechoncha.

-Ésta es la medicina -exclamó-. Y el hombre de quien la adquirí me dijo en el más estricto secreto que procedía directamente de las bodegas del castillo de Windsor.

Al viejo Woodifield se le abrió la boca cuando lo vio. Su cara no hubiese expresado mayor asombro si el jefe hubiera sacado un conejo.

-¿Es whisky, no? -dijo débilmente.

El jefe giró la botella y cariñosamente le enseñó la etiqueta. En efecto, era whisky.

-Sabe -dijo el viejo, mirando al jefe con admiración- en casa no me dejan ni tocarlo-. Y parecía que iba a echarse a llorar.

-Ah, ahí es donde nosotros sabemos un poco más que las señoras -dijo el jefe, doblándose como un junco sobre la mesa para alcanzar dos vasos que estaban junto a la botella del agua, y sirviendo un generoso dedo en cada uno-. Bébaselo, le sentará bien. Y no le ponga agua. Sería un sacrilegio estropear algo así. ¡Ah! -Se tomó el suyo de un trago; luego se sacó el pañuelo, se secó apresuradamente los bigotes y le hizo un guiño al viejo Woodifield, que aún saboreaba el suyo.

El viejo tragó, permaneció silencioso un momento, y luego dijo débilmente:

-¡Qué fuerte!

Pero lo reconfortó; subió poco a poco hasta su entumecido cerebro… y recordó.

-Eso era -dijo, levantándose con esfuerzo de la butaca-. Supuse que le gustaría saberlo. Las chicas estuvieron en Bélgica la semana pasada para ver la tumba del pobre Reggie, y dio la casualidad que pasaron por delante de la de su chico. Por lo visto quedan bastante cerca la una de la otra.

El viejo Woodifield hizo una pausa, pero el jefe no contestó. Sólo un ligero temblor en el párpado demostró que estaba escuchando.

-Las chicas estaban encantadas de lo bien cuidado que está todo aquello -dijo la vieja voz-. Lo tienen muy bonito. No estaría mejor si estuvieran en casa. ¿Usted no ha estado nunca, verdad?

-¡No, no! -Por varias razones el jefe no había ido.

-Hay kilómetros enteros de tumbas -dijo con voz trémula el viejo Woodifield- y todo está tan bien cuidado que parece un jardín. Todas las tumbas tienen flores. Y los caminos son muy anchos. -Por su voz se notaba cuánto le gustaban los caminos anchos.

Hubo otro silencio. Luego el anciano se animó sobremanera.

-¿Sabe usted lo que les hicieron pagar a las chicas en el hotel por un bote de confitura? -dijo-. ¡Diez francos! A eso yo le llamo un robo. Dice Gertrude que era un bote pequeño, no más grande que una moneda de media corona. No había tomado más que una cucharada y le cobraron diez francos. Gertrude se llevó el bote para darles una lección. Hizo bien; eso es querer hacer negocio con nuestros sentimientos. Piensan que porque hemos ido allí a echar una ojeada estamos dispuestos a pagar cualquier precio por las cosas. Eso es. -Y se volvió, dirigiéndose hacia la puerta.

-¡Tiene razón, tiene razón! -dijo el jefe. aunque en realidad no tenía idea de sobre qué tenía razón. Dio la vuelta a su escritorio y siguiendo los pasos lentos del viejo lo acompañó hasta la puerta y se despidió de él. Woodifield se había marchado.

Durante un largo momento el jefe permaneció allí, con la mirada perdida, mientras el ordenanza de pelo canoso, que lo estaba observando, entraba y salía de su garita como un perro que espera que lo saquen a pasear.

De pronto:

-No veré a nadie durante media hora, Macey -dijo el jefe-. ¿Ha entendido? A nadie en absoluto.

-Bien, señor.

La puerta se cerró, los pasos pesados y firmes volvieron a cruzar la alfombra chillona, el fornido cuerpo se dejó caer en el sillón de muelles y echándose hacia delante, el jefe se cubrió la cara con las manos. Quería, se había propuesto, había dispuesto que iba a llorar…

Le había causado una tremenda conmoción el comentario del viejo Woodifield sobre la sepultura del muchacho. Fue exactamente como si la tierra se hubiera abierto y lo hubiera visto allí tumbado, con las chicas de Woodifield mirándolo. Porque era extraño. Aunque habían pasado más de seis años, el jefe nunca había pensado en el muchacho excepto como un cuerpo que yacía sin cambio, sin mancha, uniformado, dormido para siempre. «¡Mi hijo!», gimió el jefe. Pero las lágrimas todavía no acudían. Antes, durante los primeros meses, incluso durante los primeros años después de su muerte, bastaba con pronunciar esas palabras para que lo invadiera una pena inmensa que sólo un violento episodio de llanto podía aliviar. El paso del tiempo, había afirmado entonces, y así lo había asegurado a todo el mundo, nunca cambiaría nada. Puede que otros hombres se recuperaran, puede que otros lograran aceptar su pérdida, pero él no. ¿Cómo iba a ser posible? Su muchacho era hijo único. Desde su nacimiento el jefe se había dedicado a levantar este negocio para él; no tenía sentido alguno si no era para el muchacho. La vida misma había llegado a no tener ningún otro sentido. ¿Cómo diablos hubiera podido trabajar como un esclavo, sacrificarse y seguir adelante durante todos aquellos años sin tener siempre presente la promesa de ver a su hijo ocupando su sillón y continuando donde él había abandonado?

Y esa promesa había estado tan cerca de cumplirse. El chico había estado en la oficina aprendiendo el oficio durante un año antes de la guerra. Cada mañana habían salido de casa juntos; habían regresado en el mismo tren. ¡Y qué felicitaciones había recibido por ser su padre! No era de extrañar; se desenvolvía maravillosamente. En cuanto a su popularidad con el personal, todos los empleados, hasta el viejo Macey, no se cansaban de alabarlo. Y no era en absoluto un mimado. No, él siempre con su carácter despierto y natural, con la palabra adecuada para cada persona, con aquel aire juvenil y su costumbre de decir: «¡Sencillamente espléndido!».

Pero todo eso había terminado, como si nunca hubiera existido. Había llegado el día en que Macey le había entregado el telegrama con el que todo su mundo se había venido abajo. «Sentimos profundamente informarle que…» Y había abandonado la oficina destrozado, con su vida en ruinas.

Hacía seis años, seis años… ¡Qué rápido pasaba el tiempo! Parecía que había sido ayer. El jefe retiró las manos de la cara; se sentía confuso. Algo parecía que no funcionaba. No estaba sintiéndose como quería sentirse. Decidió levantarse y mirar la foto del chico. Pero no era una de sus fotografías favoritas; la expresión no era natural. Era fría, casi severa. El chico nunca había sido así.

En aquel momento el jefe se dio cuenta de que una mosca se había caído en el gran tintero y estaba intentando infructuosamente, pero con desesperación, salir de él. ¡Socorro, socorro!, decían aquellas patas mientras forcejeaban. Pero los lados del tintero estaban mojados y resbaladizos; volvió a caerse y empezó a nadar. El jefe tomó una pluma, extrajo la mosca de la tinta y la depositó con una sacudida en un pedazo de papel secante. Durante una fracción de segundo se quedó quieta sobre la mancha oscura que rezumaba a su alrededor. Después las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, levantando su cuerpecillo empapado, empezó la inmensa tarea de limpiarse la tinta de las alas. Por encima y por debajo, por encima y por debajo pasaba la pata por el ala, como lo hace la piedra de afilar por la guadaña. Luego hubo una pausa mientras la mosca, aparentemente de puntillas, intentaba abrir primero un ala y luego la otra. Por fin lo consiguió, se sentó y empezó, como un diminuto gato, a limpiarse la cara. Ahora uno podía imaginarse que las patitas delanteras se restregaban con facilidad, alegremente. El horrible peligro había pasado; había escapado; estaba preparada de nuevo para la vida.

Pero justo entonces el jefe tuvo una idea. Hundió otra vez la pluma en el tintero, apoyó su gruesa muñeca en el secante y mientras la mosca probaba sus alas, una enorme gota cayó sobre ella. ¿Cómo reaccionaría? ¡Buena pregunta! La pobre criatura parecía estar absolutamente acobardada, paralizada, temiendo moverse por lo que pudiera acontecer después. Pero entonces, como dolorida, se arrastró hacia delante. Las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, esta vez más lentamente, reanudó la tarea desde el principio.

Es un diablillo valiente -pensó el jefe- y sintió verdadera admiración por el coraje de la mosca. Así era como se debían de acometer los asuntos; ésa era la actitud. Nunca te dejes vencer; sólo era cuestión de… Pero una vez más la mosca había terminado su laboriosa tarea y al jefe casi le faltó tiempo para recargar la pluma, y descargar otra vez la gota oscura de lleno sobre el recién aseado cuerpo. ¿Qué pasaría esta vez? Siguió un doloroso instante de incertidumbre. Pero ¡atención!, las patitas delanteras volvían a moverse; el jefe sintió una oleada de alivio. Se inclinó sobre la mosca y le dijo con ternura: «Ah, astuta cabroncita». Incluso se le ocurrió la brillante idea de soplar sobre ella para ayudarla en el proceso de secado. Pero a pesar de todo, ahora había algo de tímido y débil en sus esfuerzos, y el jefe decidió que ésta tendría que ser la última vez, mientras hundía la pluma hasta lo más profundo del tintero.

Lo fue. La última gota cayó en el empapado secante y la extenuada mosca quedó tendida en ella y no se movió. Las patas traseras estaban pegadas al cuerpo; las delanteras no se veían.

-Vamos -dijo el jefe-. ¡Espabila! -Y la removió con la pluma, pero en vano. No pasó nada, ni pasaría. La mosca estaba muerta.

El jefe levantó el cadáver con la punta del abrecartas y lo arrojó a la papelera. Pero lo invadió un sentimiento de desdicha tan agobiante que verdaderamente se asustó. Se inclinó hacia delante y tocó el timbre para llamar a Macey.

-Tráigame un secante limpio -dijo con severidad- y dese prisa. -Y mientras el viejo perro se alejaba con un paso silencioso, empezó a preguntarse en qué había estado pensando antes. ¿Qué era? Era… Sacó el pañuelo y se lo pasó por delante del cuello de la camisa. Aunque le fuera la vida en ello no se podía acordar.

FIN

Norman Mailer (1923-2007), escritor y periodista estadounidense, autor de libros como Los desnudos y los muertos, El fantasma de Harlot o El evangelio según el hijo. Nació el 31 de enero.

Norman Mailer, fue un escritor, novelista, periodista, ensayista, dramaturgo, cineasta, actor y activista político estadounidense, considerado uno de los grandes innovadores del periodismo literario junto con Truman Capote. ​ Nació en 1923 en una familia judía en Long Branch, Nueva Jersey, y se crio en Brooklyn, Nueva York. Estudió ingeniería aeronáutica en la Universidad de Harvard, donde empezó a interesarse por la escritura y publicó su primer relato a los 18 años. ​Sirvió en el ejército durante la Segunda Guerra Mundial, experiencia que plasmó en su primera novela, Los desnudos y los muertos (1948), aclamada como una de las mejores novelas estadounidenses tras la guerra y una de las cien mejores novelas según la Modern Library. ​Mailer se casó seis veces y tuvo nueve hijos. En 1960, apuñaló a su segunda esposa Adele Morales durante una fiesta, hecho que le valió un cargo criminal por asalto. Su obra abarca diversos géneros y temas, desde el drama existencial hasta la crónica política, pasando por la biografía y el ensayo. Algunas de sus obras más destacadas son La canción del verdugo (1979), Premio Pulitzer de ficción; Los ejércitos de la noche (1968), Premio Pulitzer y National Book Award de no ficción; El fantasma de Harlot (1991), finalista del National Book Award de ficción; y El castillo en el bosque (2007), su última novela publicada antes de su muerte. Mailer fue también un activista político que participó en diversas protestas contra la guerra de Vietnam, el racismo y el imperialismo. Aspiró a ser alcalde de Nueva York en 1969 con un programa radical que proponía convertir la ciudad en el 51º estado de Estados Unidos. ​Murió en 2007 a los 84 años por una insuficiencia renal en Nueva York. Su obra ha sido reconocida como una de las más influyentes e innovadoras de la literatura estadounidense del siglo XX.

Joseph Heller (1923-1999), escritor estadounidense y autor de la novela satírica ”Trampa 22”, considerada una de las mejores obras del siglo XX. Su obra se basa en su experiencia como piloto en la Segunda Guerra Mundial y critica la irracionalidad y la burocracia del sistema militar y político. Nació el 1 de mayo.

Joseph Heller fue un escritor estadounidense que nació en Brooklyn, Nueva York, el 1 de mayo de 1923, en el seno de una familia de inmigrantes judíos de origen ruso. Estudió en las universidades de Nueva York, Columbia y Oxford, y se alistó en la Fuerza Aérea durante la Segunda Guerra Mundial, participando como piloto de bombardero en más de sesenta misiones en el frente italiano. Su experiencia bélica le sirvió de inspiración para su primera y más famosa novela, “Trampa 22”, publicada en 1961, que se convirtió en un clásico de la literatura del siglo XX y en un referente de la sátira y el humor negro. La novela narra las peripecias del aviador Yossarian, que intenta escapar del absurdo y la crueldad de la guerra y del ejército, enfrentándose a una situación paradójica: para ser declarado loco y no tener que volar más misiones, debe solicitarlo, pero al hacerlo demuestra que está cuerdo. El título de la novela se ha incorporado al lenguaje coloquial inglés para describir un dilema sin salida o una contradicción lógica. Tras el éxito de su primera novela, Heller trabajó como guionista y dramaturgo, adaptando su propia novela al cine y al teatro, y escribiendo otras obras como Bombardeamos New Haven (1968) o El proceso de Clevinger (1974). También publicó otras novelas, como Algo pasó (1974), Tan bueno como el oro (1979), Dios sabe (1984), Figúrate (1988) u Hora de cierre (1994), que continuaron su crítica mordaz a la sociedad, la política, la religión y la historia estadounidenses, con un estilo irónico, ingenioso y original. En 1986 publicó su autobiografía, No es como para reírse, en la que relata su lucha contra el síndrome de Guillain-Barré, una enfermedad neurológica que lo dejó paralizado temporalmente. Su última novela fue Portrait of an Artist, as an Old Man (2000), publicada póstumamente, en la que reflexiona sobre el proceso creativo y el envejecimiento. Joseph Heller fue uno de los escritores más influyentes e innovadores de su época, que supo retratar con humor e inteligencia las contradicciones y los conflictos de la sociedad moderna. Fue miembro de la Academia Estadounidense de las Artes y las Letras y recibió varios premios y reconocimientos, como la beca Fulbright o el Premio Médicis Extranjero. Murió el 12 de diciembre de 1999 en East Hampton, Nueva York, a causa de un infarto.

Antonio Pereira fue un escritor español que nació en Villafranca del Bierzo el 13 de junio de 1923 y que falleció en León el 25 de abril de 2009. Fue un poeta y narrador, especialmente reconocido por sus relatos breves. También escribió novelas, artículos y diarios.

 

Entre sus obras más destacadas se encuentran Una ventana a la carretera (Premio Leopoldo Alas en 1966), El síndrome de Estocolmo (Premio Fastenrath en 1989), Las ciudades de poniente (Premio Torrente Ballester en 1993) y Todos los cuentos (2012), que recoge su producción cuentística completa.

 

Además, Pereira fue un gran narrador oral, que practicó la costumbre del filandón, es decir, la de contar cuentos en público mientras se realizaban trabajos manuales. Junto a otros autores leoneses como Juan Pedro Aparicio, José María Merino o Luis Mateo Díez, participó en varios encuentros y publicaciones de filandones.

 

En 1999 recibió el Premio Castilla y León de las Letras por el conjunto de su obra. En 2006 se creó la Fundación Antonio Pereira, que se dedica a la promoción y difusión de la literatura y de la obra del autor.

 

Solo la voz

Antonio Pereira

 

Si tuviera una guitarra,

siempre callada estaría.

Me basta con las palabras.

La música va escondida.

 

Digo amor, y suena el mar

haciéndome compañía.

Dios grito, y no es una cuerda,

es mi corazón que vibra.

 

Canciones sin más ni más

que escribo, nunca más vivas.

Si tuviera una guitarra,

para qué me serviría.

Dorothy Gilman (1923-2012), escritora estadounidense y autora de la serie de novelas de espionaje protagonizadas por la señora Pollifax, una viuda jubilada que se convierte en agente secreta. Su obra combina el humor, el misterio y la aventura en escenarios exóticos. Nació el 25 de junio.

Dorothy Gilman fue una escritora estadounidense nacida en New Brunswick, Nueva Jersey. Desde niña, decidió dedicarse a la escritura y ganó un concurso de cuentos a los 11 años. Estudió en la Academia de Bellas Artes de Pensilvania con la intención de escribir e ilustrar libros para niños. Bajo su nombre de casada, Dorothy Gilman Butters, publicó varios libros para jóvenes adultos entre finales de los años 40 y principios de los 60, como Enchanted Caravan (1949), Carnival Gypsy (1950) y The Bells of Freedom (1963). También colaboró con revistas como Good Housekeeping, Redbook y Cosmopolitan. Su obra más conocida es la serie de Mrs. Pollifax, una abuela jubilada que se convierte en agente de la CIA y vive aventuras por todo el mundo. El primer libro de la serie, The Unexpected Mrs. Pollifax (1966), fue un éxito de crítica y público, y dio lugar a 13 novelas más, la última publicada en el año 2000. La serie fue adaptada al cine en dos ocasiones, con Rosalind Russell y Angela Lansbury como protagonistas. Gilman también escribió otras novelas para adultos, como The Clairvoyant Countess (1975), Incident at Badamya (1989) y Kaleidoscope (2002), en las que mostraba su interés por los temas paranormales, históricos y sociales. Además, escribió una autobiografía titulada A New Kind of Country (1978), en la que relataba su experiencia viviendo en una granja en Nueva Escocia.  Gilman fue galardonada con el premio Grand Master por la Mystery Writers of America en 2010, por su contribución al género de la novela de espionaje. Falleció el 2 de febrero de 2012 a los 88 años por complicaciones del Alzheimer. Dorothy Gilman fue una escritora original, divertida y valiente, que creó personajes femeninos fuertes e independientes que rompían los estereotipos de su época. Su obra es un ejemplo de cómo combinar el humor, el misterio y la aventura con una visión humanista y optimista del mundo.

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