Sí, han leído bien, he dicho humanos y es que los humanos
nacemos en la Tierra para desarrollar nuestras turbulentas existencias diseminados por ella, sin embargo, y con más frecuencia que ellos, acabamos como esos bonitos peces de colores dentro de una
pecera. Cierto que nuestra burbuja no es física, pero no deja de ser una linda pecera.
La cosa comienza en el mismo instante de nacer, cuando
nuestros progenitores, con toda la buena intención de llevar a cabo los ritos acostumbrados en sus respectivas vasijas, ya nos van marcando límites al colgarnos un nombre, unos apellidos y una
nacionalidad. A estas les seguirán, a medida que vayamos creciendo, las sucesivas paredes de la educación, las creencias, el idioma… Y a partir de cierta edad los vidrios crecerán en progresión
geométrica: aficiones, tendencias, amistades, estatus, clases… incluso las parejas… Y así, otro individuo de una especie que surgió para coexistir con el resto de especies en armonía natural, se va
encerrando, paulatinamente, en peceras más y más pequeñas, hasta que un día se da cuenta que vegeta dentro de una burbuja exclusiva, mientras el mundo está ahí afuera.
Puede que el destino de toda persona sea la soledad, esa
soledad que no tienen nada que ver con la cantidad de gente que nos rodee, si no con la capacidad de empatía que tengamos con esas personas, algo que cada día tiene mayor complicación, pues las
diferencias se multiplican mientras que las coincidencias se desvanecen. Es lo que tiene vivir encerrados en nosotros mismos.
La eficacia de los grupos sociales para ir alienando a sus
miembros es muy eficaz, sobre todo porque como no les resulta rentable educar para la convivencia, ya que ello conduciría a un razonamiento individualista, en ausencia de esa disciplina, se decretan
leyes, normas y pecados, con sus correspondientes amenazas de penas, multas e infiernos, castigos todos ellos que difieren según sea confesional o no el Estado, y haciéndoles creer que el destino de
los dirigidos depende de la magnanimidad de los dirigentes.
Y aquí estamos, cada cual buceando en nuestra propia pecera
e imaginándonos el universo según el relato oficial y debatiéndonos entre el deseo de cometer los pecados incitantes y tentadores o la obligación de cultivar las severas, adustas y estrictas
virtudes, cargando por ello con un peso en la conciencia que nos imposibilita para levantar la cabeza.
Y de eso va mi último libro, que he titulado El pez en
la pecera, un poemario donde aparecen los pecados, las virtudes y otras nimiedades propias de la condición humana que nos van definiendo como bonitos peces de colores dentro de una fría pecera,
y en el que intento reflejar opiniones propias con la justa sinceridad, aunque sobre esto hablo en el Prólogo, así que mejor lo leen ustedes en él.