Mezclando colores:

Caspar David Friedrich y la naturaleza romántica

La meta absoluta del hombre no es el hombre, sino lo divino, lo infinito. ¡Es hacia el arte, no hacia el artista, sobre quien debe esforzarse! El arte es infinito, como finito el conocimiento y la habilidad de todos los artistas.

Caspar Davis Friedrich

Un trabajo de… 

Friedrich forma parte de una segunda ola de románticos alemanes, y su dedicación a los paisajes como alternativa a la pintura tradicional religiosa o de historia, animó a sus contemporáneos a reconsiderar los postulados dominantes y a expandir sus mentes más allá de las ideas del simbolismo abrazadas por los representantes del Purismo nazareno alemán, quienes pretendían crear un nuevo y escaso lenguaje de evocación reemplazando la filosofía de la ilustración.

Esta nueva utilización del paisaje tendría un gran impacto, tanto nacional, como internacional, atrayendo a muchos artistas de dentro y fuera de Alemania, sobre todo norteamericanos (Escuela del Río Hudson), a la Academia de Dresde. Pero también este uso sugerente de los símbolos por parte de Friedrich influyó a los simbolistas del siglo XIX y a los surrealistas del siglo XX. Además, su minimalismo y sus campos de color fueron fundamentales para el expresionismo abstracto y la pintura de campos de color.

El desprestigio que pudiera ocasionar el abuso por parte de la propaganda nazi de su imagen y obra como símbolos nacionalistas, no debe desmerecer la gran calidad de sus obras ni su realidad como hombre luchador ni su espíritu creativo.

Caspar David Friedrich nació el 5 de septiembre de 1774 en Greifswald, localidad ubicada en la Pomerania sueca (actual Alemania). Fue el sexto de diez hijos en una estricta familia luterana que no fue nada ajena a las tragedias, pues su madre falleció cuando él solo contaba con siete años de edad, dos de sus hermanas murieron siendo unas niñas y su hermano Johann se ahogó intentando rescatarle del hielo cuando David tenía trece años.

Comenzó a tomar lecciones de dibujo en 1790, matriculándose en arte en la Academia de Copenhague cuatro años después, donde se inclinó hacia la naturaleza y los paisajes como elementos más frecuentes de sus composiciones, en las que se dejaba traslucir la influencia de la poesía espiritual y mística, algo que llegaría a ser esencial en sus futuros trabajos y le convertiría en uno de los líderes del romanticismo alemán.

Concluidos sus estudios, trasladó su residencia a Dresde, adoptando los ideales románticos como la espiritualidad del arte y la expresión de sentimientos religiosos a través del poder de la naturaleza, por lo que el paisaje se convirtió en el vehículo principal para representar las manifestaciones visuales de lo sublime, como se puede comprobar en la mayor parte de su obra. Sin embargo, durante la invasión napoleónica, el paisaje también tuvo un significado político reivindicativo, pues la descripción de lugares típicamente alemanes transmitía un sentimiento de orgullo patrio que representaba la promesa de una futura independencia del dominio extranjero.

En 1816 logró un puesto como profesor en la Academia de Dresde, lo que le permitió contraer matrimonio dos años después, a la edad de cuarenta y cuatro años, con Caroline Bommer, con quien tuvo cuatro hijos y a quien convertiría en modelo en muchas de sus pinturas, como una figura de mujer solitaria inmersa en el paisaje.

Dos obras suyas, El monje junto al mar y Abadía en un bosque de robles, se exhibieron en la Academia de Berlín, siendo compradas por el Príncipe Friedrich Wihelm Ludwig de Prusia, lo que atrajo sobre su figura y su trabajo muchas miradas de personajes importantes: el Zar Nicolás I de Rusia o el Príncipe Alejandro de Rusia, entre otros, compraron algunas de sus pinturas. Sin embargo, sus pensamientos liberales le hicieron caer en desgracia.

Al final de su vida volvió la tragedia para Friedrich con el asesinato de su íntimo amigo y compañero, el también artista Gerhard von Kügelgen, lo que le produjo una profunda depresión. En la década de 1820 comenzó a interesarse más por el realismo y el naturalismo, lo que le supuso la pérdida del trabajo en la Academia de Dresde, cayendo enfermo en 1826 y alejándose de la pintura durante un tiempo.

Friedrich se volvió una persona solitaria, separándose de la vida pública y transformándose en un ser melancólico y receloso, tanto de sus amigos, como de su propia esposa, por lo que sus últimos trabajos dan la sensación de ser puras meditaciones sombrías sobre la muerte y el paso del tiempo, sin embargo, todavía produjo una de sus obras más importante: Las etapas de la vida, de 1835.

El 26 de junio de ese mismo año, sufrió un derrame cerebral que le dejó parcialmente paralizado, muriendo el 7 de mayo de 1840 en la ciudad de Dresde.

Entre las muchas obras de Caspar Davis Friedrich, he elegido unas pocas que considero más representativas, aunque podéis ver muchas más pinturas de este autor en nuestro artículo de este número, Pensamientos: Sobre la tristeza.

La cruz en las montañas (1807-08)

“En lo alto de la cumbre se encuentra la cruz, rodeada de abetos de hoja perenne y hiedras de hoja perenne alrededor de la base de la cruz. El sol brillante se está hundiendo y el Salvador en la cruz brilla en el carmesí de la puesta del sol. La cruz se alza sobre una roca, tan inquebrantablemente firme como nuestra fe en Jesucristo. Los abetos se elevan alrededor de la cruz, siempre verdes y eternos, como la esperanza de los hombres en Él, el Cristo crucificado”. (Friedrich).

Comúnmente conocida como El altar de Tetschen, esta pintura, una de las primeras del autor, muestra la cima de una montaña cubierta de pinos sobre la cual se encuentra un gran crucifijo, bajo un cielo nublado en tonos rosa y violeta que se va desvaneciendo a medida que se pierde en el horizonte, mientras la luz del sol atraviesa la capa de nubes en cinco rayos que convergen en la parte trasera de la colina. El lienzo está bellamente enmarcado por una talla realizada por su amigo Gottlieb Christian Kuhn, aunque el diseño es del propio Friedrich, donde se representan varios símbolos cristianos, como las cabezas de cinco niños ángeles, una estrella, espigas, vides y el ojo de Dios, formando el conjunto un hermoso retablo.

Su simbolismo está claro, reflejando la creencia de Friedrich de que la divinidad de Dios se podía encontrar mejor en la naturaleza, por lo cual vemos que el protagonismo se lo lleva el propio paisaje, quedando el crucifijo como un elemento central, pero no preponderante.

Niebla de la mañana en las montañas (1808)

“Cuando un paisaje está cubierto de niebla parece más grande, más sublime, y aumenta la fuerza de la imaginación y excita las expectativas, más bien como una mujer velada. El ojo y la fantasía se sienten más atraídos por la nebulosa distante que por lo que yace cerca y lejos delante de nosotros”. (Friedrich).

En la pintura aparece simplemente un pico de montaña, en cuyas laderas se perciben pinos y grupos de rocas, casi velado por la niebla blanca al amanecer, formando una composición sugerente que implica una conexión misteriosa con un poder superior, a lo que apoya positivamente el uso de la luz que, a través de un hueco en las nubes, un rayo ilumina la montaña. Este enfoque creó una nueva posibilidad para la pintura religiosa, basada no en un simbolismo cristiano abierto, sino en contacto directo con lo asombroso más allá del conocimiento del hombre.

Monje junto al mar (1808-10)

Esta es una de las pinturas que hicieron famoso a Friedrich cuando fue expuesta, junto a Abadía en un bosque de robles, en la Academia de Berlín, como hemos indicado anteriormente. En ella se representa un vasto espacio de cielo, que supone las tres cuartas partes del lienzo, de un azul grisáceo, teniendo como base un mar verde oscuro y una franja irregular de tierra de color beige, donde destaca, en la parte izquierda, aunque cercana al centro, una figura humana, de espaldas al espectador, pero que se identifica como un monje por su túnica larga y oscura. En la composición de este cuadro destaca la contraposición de los grandes espacios de color punteados con pinceladas blancas que representan crestas de las olas o pájaros en el cielo, con la pequeñez del único humano representado, suponiendo un gesto de humildad del hombre ante la naturaleza.

La composición de la obra es innovadora para su época, pues rompe con los enfoques tradicionales de la pintura paisajística ignorando el punto focal de perspectiva y creando una composición desigual, algo totalmente calculado por el autor para provocar en el espectador una serie de emociones no explícitas, pero sí sugeridas con esta mínima información sensorial, siguiendo la creencia de Friedrich de que el espectador debería contemplar la sublimidad del mundo natural y leer en él una expresión de lo espiritual, partiendo de un significado profundo dentro de un estilo escaso y no narrativo. La inclusión de la figura humana entra dentro del enfoque del romanticismo alemán, absorbido plenamente por Friedrich, en describir el intento del hombre por comprender la naturaleza y, por extensión, lo divino.

Abadía en un bosque de robles (1808-10)

Compañera de la anterior en la exposición de Berlín, esta obra es una composición de colores en tonos sutiles y suaves de marrones, amarillos y blancos, y representa los restos desmoronados de una abadía gótica situada entre un grupo de árboles sin hojas. Los contornos de las cruces y las lápidas se encuentran dispersos alrededor del muro restante de la entrada de la abadía con su ventana alta y delgada, frente a la cual se adivinan las figuras de unos monjes a punto de cruzar por lo que queda de la entrada de la iglesia. Estas ruinas representan el orgullo nacionalista del pasado por medio de los monumentos del gótico alemán, algo que tuvo una importancia reivindicativa durante la ocupación napoleónica. Sin embargo, esas ruinas y los árboles yermos sugieren la muerte y el abandono, realzados por los colores apagados y la composición desigual donde vuelve a ser predominante el espacio ocupado por el cielo oscuro, aunque a la derecha aparece el brillo del sol a través de las nubes como una promesa de renacimiento.

Errante sobre un mar de niebla (1818)

Friedrich utilizó sus pinturas como canal de sus reivindicaciones políticas, mediante códigos sutiles, empleando en este caso el traje que viste la figura humana, que fue usado por los estudiantes y otros intelectuales como símbolo de protesta contra la invasión napoleónica de Alemania y que estaba prohibido por el gobierno en el momento de creación de esta pintura. Esta utilidad de lucha patriótica realizada en las primeras décadas del siglo XIX fue burdamente utilizada por los nazis más de un siglo después, aprovechándose de la capacidad de Friedrich para sugerir mensajes.

También conocido como “Mar de niebla”, esta pintura representa a un hombre solitario, vestido formalmente y con un bastón, detenido sobre un afloramiento de rocas y mirando hacia una extensa superficie cubierta de nubes bajas, blancas, esponjosas, entre las que despuntan los contornos de las cimas de las montañas. El hombre, de espaldas al observador, permanece totalmente quieto, impasible, solo su cabello aparece revuelto por el viento, como contrapunto al campo tumultuoso que se extiende a sus pies.

En el velero (1819)

La pintura nos muestra la imagen de un barco de vela visto desde su popa, con el mástil erguido en su centro, las velas desplegadas y un hombre con traje azul y sombrero, y una mujer, vestida de rosa con cuello de encaje blanco, sentados en la proa con sus manos enlazadas y admirando el horizonte, donde se recortan de forma tenue el contorno de unos edificios recortados en la niebla dorada, bajo un cielo en pleno atardecer.

Al observar este cuadro, el espectador tiene la sensación de ser un pasajero del barco, un compañero de la pareja, y representa una desviación de su forma habitual de trabajar el paisaje, incluyendo una narración implícita y recurriendo al simbolismo más tradicional. ¿A qué se debía este cambio? Pues sencillamente a que Friedrich se había casado con Caroline Bommer y ella comienza a aparecer en sus pinturas, en esta ocasión junto al propio pintor, dejando patente su nueva unión con las manos entrelazadas y siendo el barco en movimiento, una metáfora de la nueva vida en que se han embarcado. Pero Friedrich, a pesar de estos símbolos convencionales, sigue siendo bastante experimental, sobre todo en su composición desequilibrada.

La mañana (1820-21)

Es una escena de quietud que evoca la madrugada. La niebla está baja, envolviendo los pinos, y el sol comienza a salir por encima de las montañas. En primer plano, una figura solitaria rema en un bote, alejándose de la pequeña casa cuyo techo es visible sobre la niebla. Por encima, el cielo del amanecer, es una explosión de colores: amarillo, naranja, violeta y rosas suaves.

Este cuadro pretendía formar parte de un ciclo sobre las diferentes partes del día, como una metáfora sobre la vida: de la mañana a la noche, del principio al fin. En ningún caso es el reflejo exacto de la naturaleza, pues Friedrich solo tomaba bocetos al aire libre y luego realizaba sus composiciones en el estudio, manipulando los objetos y los colores en función del dramatismo o el simbolismo de la obra.

El mar de hielo (1823-24)

En contraste con un cielo azul intenso, el punto focal de la pintura son los restos de un barco que se ha quedado aprisionado por el hielo, hasta que éste lo ha destrozado. Sobre esta pintura han surgido diversas interpretaciones: que si el recuerdo del hermano muerto cuando le salvó del hielo, que si una declaración hacia el gobierno alemán, pero el autor nunca dijo nada sobre ella, el caso es que Friedrich a menudo usaba sus pinturas para reflexionar sobre cuestiones de pérdida y mortalidad, llegando a un acuerdo con las tragedias de su infancia, así como a la indefensión del hombre ante las fuerzas de la naturaleza.

Las etapas de la vida (1835)

Esta pintura es una de las últimas de Friedrich antes de que la enfermedad le impidiera seguir trabajando. Ella es una alegoría sobre el paso del tiempo y el viaje de la vida, representado por los cinco barcos que navegan hacia el horizonte distante, donde parecen disolverse, y observados por cinco personas desde la orilla: un niño, una niña, una mujer joven, un hombre de mediana edad y un hombre mayor. Al ser una obra de vejez de Friedrich, se ha querido ver al propio autor en el hombre mayor, acompañado de su sobrino y sus tres hijos. El cielo domina la mayoría del lienzo, como es común en los trabajos de Friedrich, y los colores del ocaso crean una sensación de paz y aceptación.

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